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La extraña arma secreta con la que las legiones romanas dominaron los mares durante un lustro

Abc.es 
Se las prometía felices la flota cartaginesa en el 260 a. C., y no les faltaba razón a sus hampones. Con el dulce regusto en boca de haber aplastado a los romanos en Lípara, el general Anibal Gascón se lanzó de bruces contra los buques de Cayo Duilio en Milas, allá por Sicilia. Tan seguro estaba de la victoria el africano, que atacó en masa, virgen de formación y preparación. No le hacía falta, o eso creía, para dar buena cuenta de unos enemigos que ya habían demostrado su falta total de experiencia en el combate marítimo. Con lo que no contaba el púnico era con una curiosa arma secreta con la que las legiones habían equipado a sus bajeles. Los capitanes cartagineses hicieron lo que mejor sabían: clavaron sus espolones en los buques enemigos y se prepararon para el abordaje. Pero, a cambio, los romanos se valieron de unas curiosas pasarelas –una suerte de puentes levadizos ubicados en las proas– para que su infantería pesada entablara batalla a toda velocidad de manera segura y sin caer al mar. Aquel extraño ingenio, conocido como ' corvus ' (cuervo), dio un vuelco a la contienda y otorgó la victoria a las legiones romanas. Fue la primera de muchas, vaya. Al menos, hasta que dejó de utilizarse un lustro después. Hasta entonces, no obstante, los púnicos poco pudieron hacer para contrarrestarlo. La vecchia Roma no fue siempre una potencia sobre el mar de Homero. Hubo un tiempo, allá por la era republicana, en la que su infantería pesada dominaba las tierras europeas, pero sudaba sangre cuando tocaba batirse contra los buques enemigos. El siglo III a. C. fue un ejemplo cristalino. Durante la Primera Guerra Púnica , el pulso que la Ciudad Eterna mantuvo contra Cartago por el dominio de Sicilia, su némesis contaba con más y mejores buques, amén de unos marinos bien entrenados. Así lo cuenta Polibio, nacido en la misma época: «Veían que sus fuerzas terrestres progresaban razonablemente, puesto que los generales que habían nombrado, Lucio Valerio y Tito Octacilio, daban la impresión de tratar satisfactoriamente las acciones, pero los cartagineses eran dueños absolutos del mar, y por eso la guerra les resultaba indecisa». No era baladí lo de carecer de una flota militar decente. Narra Polibio que, incluso tras la victoria de la república en una batalla tan determinante como la de Agrigento, «un número mayor de poblaciones costeras desertó de los romanos por miedo a la flota cartaginesa». La solución fue drástica: embarcarse en la creación de 120 bajeles con los que plantar cara a los púnicos. Según el cronista, una veintena de ellos fueron trirremes, bien conocidos por sus armadores. Y el resto, un centenar, quinquerremes; más pesados y con mayor capacidad de carga, pero apenas utilizados en el viejo continente. «Por aquel entonces ningún pueblo de Italia usaba tales embarcaciones, así que esta parte del programa les causó grandes dificultades», añade el historiador. La tenacidad fue importante para obrar el milagro. En menos de dos meses, los astilleros romanos dieron forma a la que fue la primera gran flota militar romana mediante el trabajo de millares y millares de artesanos. Además, casi 30.000 hombres empezaron a entrenarse para convertirse en remeros, y otros tantos hicieron lo propio para adquirir experiencia como marinos y oficiales. «Mientras unos se preocupaban de la construcción de las naves y trabajaban en su puesta a punto, otros reclutaban sus dotaciones, y, en tierra, les enseñaban a remar. [….] Cuando estos estuvieron entrenados, al mismo tiempo que terminaban las naves, las botaron; se ejercitaron durante poco tiempo con maniobras reales en el mar», explica Polibio. Para una nación especializada en el combate terrestre, aquello fue un verdadero prodigio. Pero Roma no solo se valió de sus armas terrenas para forjar aquella flota primigenia. Mientras los astilleros construían los buques, las deidades impulsaron sus esfuerzos trayendo hasta las costas un buque púnico en estado envidiable. Según Polibio, el milagro se obró «cuando los cartagineses les atacaron en el estrecho». En el fragor del combate, «una nave suya se acercó tanto, debido a su ardor, que encalló y cayó en manos de los romanos». No pudo haber mejor regalo dadas las circunstancias. «La usaron como modelo, y según ella, construyeron toda su escuadra. Si no hubiera ocurrido esto, es notorio que sus desconocimientos les hubieran frustrado enteramente la empresa», añade el autor clásico en su crónica. A pesar de todo, o eso cuenta Polibio, las naves romanas «eran de construcción deficiente y muy poco marineras»; cosas de ser bisoños sobre los mares. Por ello, «alguien les propuso para el combate el uso de un ingenio» que les ofreciera ventaja en el combate contra los púnicos: el 'corvus' o 'cuervo'. Sobre su origen existen mil teorías. El cronista atribuye su diseño al militar y político de la época Gayo Dulio. Sin embargo, otros tantos autores mantienen que podría ser una adaptación de un arma similar inventada por Arquímedes ; y no sería descabellado, pues las fuentes clásicas afirman que el matemático creó una infinidad de armas para defender Siracusa del asedio de las legiones en el 214 a. C. Más allá de que permanezca huérfano, el 'corvus' fue un invento que revolucionó los abordajes de las legiones. En la práctica era una suerte de puente levadizo –una pasarela o 'manus ferra' de 11 metros de largo por 1,2 metros de ancho– con un pasamanos que se instalaba en la proa de cualquier navío más grande que un trirreme. La plataforma en cuestión estaba unida mediante una polea a una gran columna que aguantaba su peso, permitía recogerla y desplegarla y, además, tenía la capacidad de girar 180 grados. De esta forma lo narra Polibio en sus escritos: «Una viga cilíndrica, de cuatro brazas de longitud, de un diámetro de tres palmos, estaba colocada en la proa. Este mástil tenía en su extremo superior una polea, y tenía además, adosada a él, una pasarela formada de tablas clavadas con clavijas transversales. Esta pasarela tenía cuatro pies de anchura y seis brazas de longitud. Estas tablas tenían un orificio longitudinal en el que se instalaba el poste, a dos brazas de la extremidad de la pasarela. Esta disponía de dos barandas, una a cada lado, a la altura de la rodilla, en toda su longitud». En el extremo de la pasarela, los romanos incluyeron «una pieza parecida a un majadero de hierro, acabada en punta, que en su ápice tenía una argolla, de manera que el conjunto parecía una trillo de molienda». Un especie de aguijón metálico, vaya. El funcionamiento del 'corvus' era sencillo. Cuando las naves estaban lo bastante cerca del enemigo como para abordarle, los marineros dejaban caer estas pasarelas. El majadero de hierro se clavaba entonces en la cubierta e inmovilizaba el bajel adversario. «En el abordaje de los navíos, se levantaban los cuervos por la polea del mástil y los soltaban contra la cubierta de la nave enemiga, unas veces por la proa, y otras virando para hacer frente a los ataques que se producían por los flancos», explica Polibio. Después, la dotación incluida en el barco cruzaba segura a través de la pasarela dispuesta a sembrar el caos. Así lo escribe el cronista: «Cuando los cuervos conseguían aferrar las tablas de la cubierta y juntar así las dos naves, si éstas se embestían entre sí de flanco, los soldados saltaban por todas partes; si se había realizado por la proa, pasaban por parejas por el mismo cuervo. Los soldados que iban en cabeza protegían el frente descubierto de la tropa oponiendo sus escudos a los tiros enemigos. Los que seguían aseguraban los flancos, apoyando sobre las barandas los bordes de sus rodelas. Los romanos, pues, preparados de este modo, aguardaban el momento de una batalla naval». Así era sobre el papel, al menos. Y es que, más de dos mil años después, el debate sobre la existencia o no del 'corvus' sigue todavía sobre la mesa. El profesor Frank William Walbank , especialista en Historia Antigua, rechaza su uso por parte de los romanos. Aunque no niega que los atenienses habían utilizado máquinas parecidas sobre la tierra de Sicilia, sostiene que era imposible para un bajel transportar esta grúa sin zozobrar en el intento. Por su parte, otros tantos expertos se han preguntado cómo era plausible que un imperio marinero como era el cartaginés no conociera este tipo de ingenios. A favor, los historiadores ofrecen la descripción tan detallada que Polibio dejó sobre blanco. Y es que parece imposible que se inventara tantos y tantos datos.

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