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Nicole Kidman sube radicalmente la temperatura del Lido

Un cuarto de siglo después del polémico estreno en Venecia de «Eyes Wide Shut», la obra maestra póstuma de Stanley Kubrick donde se desnudaba en cuerpo y alma, Nicole Kidman vuelve a la Mostra con «Babygirl», un drama erótico lubricado por las luces y sombras del deseo de una mujer insatisfecha. La actriz australiana, siempre dispuesta a utilizar la sexualidad como llave secreta de la subjetividad femenina (desde «Reencarnación», en la que se enamoraba de un niño de diez años, hasta «La seducción», el sudoroso gótico sureño de Sofia Coppola, por poner solo dos ejemplos llamativos), confiesa que nunca había llegado tan lejos como en «Babygirl», una película que resitúa los thrillers sexys de los ochenta y noventa en la era del post-Metoo. No en vano, su directora, la holandesa Halina Reijn, se declara admiradora de títulos como «Atracción fatal», de Adrian Lyne, o «Instinto básico», de Paul Verhoeven, aunque la novedad de «Babygirl» está en el despliegue de la «female gaze» con la que la teórica Laura Mulvey, en su mítico ensayo «Visual Pleasure and Narrative Cinema», contribuyó a consolidar la teoría feminista aplicada al cine.

Inversión de roles

Desde los primeros instantes del filme, en los que escuchamos la respiración agitada de Romy (Kidman, absolutamente entregada a la causa) mientras hace el amor con su marido (Antonio Banderas), Reijn asume la mirada de su heroína, una alta ejecutiva de una empresa de robótica que nunca ha llegado al orgasmo en el seno del matrimonio, y que encuentra en la figura de Samuel (Harris Dickinson), un becario insolente y enigmático, el depósito de sus fantasías más inconfesables. «“Babygirl” trata del sexo, pero también trata del deseo», puntualizó Kidman en rueda de prensa. «Trata de tus pensamientos internos, de los secretos, del matrimonio, de la verdad, el poder y el consentimiento». Es muy interesante el modo en que Reijn pone en marcha la relación entre Romy y Samuel. Al principio, uno podría pensar en «La pianista», aunque la inversión de los roles de poder se produce casi de inmediato, para poner en crisis las diferencias de clase, edad y jerarquía entre los dos personajes.

El juego sadomasoquista es tentativo, casi torpe, y ambos empiezan a escribir sus papeles de amo y esclava sin estar muy seguros de lo que están haciendo. Sin embargo, Reijn no es Haneke, tampoco es el Barry Levinson de «Acoso», que presentaba a Michael Douglas como la víctima de Demi Moore. Será por algo que la anterior película de Reijn se titulaba «Bodies, Bodies, Bodies»: es el cuerpo el que exige, es la búsqueda del placer el que guía el relato. Cuando, en un arrebato de honestidad, Romy admite que no es «normal», lo que hace la película es ponerse del lado de su «anormalidad», de su deseo excéntrico, sin juzgarla. «Para mí, el feminismo es la libertad de estudiar la vulnerabilidad, el amor, la vergüenza, la rabia y la bestia interior de una mujer».

Diríamos que Reijn se deja, en esta definición de feminismo, temas que están apuntados en el tercio final de la película, y que no acaban de estar desarrollados. ¿Ser feminista significa reproducir las estrategias de poder patriarcales del capitalismo en nombre de una sororidad solidaria? ¿O, por el contrario, sería dinamitar estas estrategias, y, por tanto, aniquilar el capitalismo? ¿No es el capitalismo uno de los enemigos más aberrantes del deseo femenino? Reijn dispara a demasiadas dianas a la vez, y llega a pocas conclusiones. «Babygirl» podría haber sido más radical, aunque, en su final, resuene aquel último verbo que cerraba «Eyes Wide Shut». «Follar», le decía Kidman a Cruise, como solución a todo su vía crucis matrimonial. El sexo como primera conjugación de la existencia.

El francés Emmanuel Mouret prefiere el verbo «amar». En «Trois Amies» prolonga la contagiosa ligereza de su discurso sobre los caprichos del amor y el deseo, que tan bien contó en «Las cosas que decimos, las cosas que hacemos» y «Crónica de un amor efímero». Su deliciosa película, que también competía en la Mostra, es lo más parecido a un Woody Allen de la época dorada, algo así como un «Hannah y sus hermanas» iluminado por el sol otoñal de Lyon. Joan, Alice y Rebecca se enfrentan al amor desde perspectivas distintas, que atraviesan sentimientos tan opuestos como el conformismo y la pasión, la resignación y la aventura, el ensimismamiento y la alegría.

Pierden amores y los recuperan, se sacrifican y son recompensadas del modo más inesperado, se enamoran siempre de la persona equivocada, necesitan ser infieles para volver al redil. Son protagonistas de esa comedia de los errores que es la vida, mientras la película, que no para de hablarnos, nos hace partícipes de sus dilemas morales logrando un difícil equilibrio entre la autenticidad y el artificio. A Mouret le importa lo mismo una muerte accidental que un desamor, y lejos de parecernos frívolo o superficial, eso es lo que hace que el filme, tan chejoviano en su espíritu, resulte tan luminoso, y tan melancólico. Si el sexo pareció monopolizar la jornada, el amor hablado –en el cine de Mouret el deseo es lo que pasa entre una línea de diálogo y la siguiente– se ofreció como su generoso contraplano.

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"Marco", el hombre que nunca estuvo allí

En tiempos de la posverdad, retomar la figura de Enric Marco, que fue presidente de la Asociación Española de Víctimas del Holocausto haciéndose pasar por superviviente del campo de concentración de Flossenbürg, no puede resultar más pertinente. Es una prueba de la fascinación que genera un personaje que es la viva imagen de la mentira convertida en relato vital, en principio y fin de la existencia. Después del documental de Santiago Fillol, “Ich bin Enric Marco”, y el libro de Javier Cercas, “El impostor”, Aitor Arregi y Jon Garaña han abordado su historia en “Marco”, que se presentó en la sección Orizzonti, desde la ficción, con la complicidad de un monumental Eduard Fernández como protagonista.

Los directores vascos, que llevan trabajando en este proyecto intermitentemente desde el 2006 y que sienten especial predilección por las figuras históricas (“Cristóbal Balenciaga”, “Handía”), se acercan a su objeto de estudio con la distancia suficiente para que el espectador saque sus propias conclusiones no solo sobre la personalidad de un narcisista patológico sino también sobre cómo su familia y allegados (y la audiencia que lo escuchaba embelesada) eligieron creer su historia, a menudo llena de contradicciones que podrían haber hecho saltar las alarmas mucho antes de que un minucioso historiador, Benito Bermejo, descubriera el pastel. Haciendo dialogar la ficción con imágenes de archivo, y articulando su puesta en escena alrededor de la detallista interpretación de Fernández, “Marco” parte de un caso clínico para hacer tambalear el siempre escurridizo concepto de verdad.

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