Fantasmas y pecados
La provincia de Ramón López Velarde, su romanticismo y fervor católico; las atmósferas de Juan Rulfo, donde vivos y muertos se confunden; la mojigatería delirante del Cuévano de Ibargüengoitia, son presencias que rondan El cielo prometido y el infierno tan temido (Bonilla Artigas, 2024), novela reciente de Carlos Martínez Assad. Ubicada en San Francisco del Rincón, Guanajuato —San Pancho, de cariño—, la novela propone lecturas diversas que derivan de los sentimientos del personaje central, un niño que, a través de la instrucción religiosa, enfrenta historias, mitologías y fantasías que van poblando sus sueños. “Historias que a veces se convierten en pesadillas, pues lo confrontan con lo oscuro, con el temor que experimenta un niño entre los 6 y los 10 años en un pueblo donde despierta con los sonidos de las campanas de la iglesia que llaman a la oración, pero también anuncian la muerte”, comenta Carlos Martínez Assad.Se trata también de una novela iniciática del niño que se forma entre sermones de sacerdotes, historias que aluden al pecado, al castigo divino, al infierno, generando dudas y miedos para los que no encuentra explicación. Sin embargo, esas turbaciones parecen mitigarse el día que llega a sus manos un libro que lo salvará. “Encuentra”, dice Martínez Assad, “un ejemplar de la Divina Comedia que estará llevando y trayendo durante toda la narración y, a través de las voces de Dante, de Virgilio, comienza a relacionarse con una visión cultural más amplia. De este modo, se le revelan personajes como Mahoma o Saladino, de los que ya tiene alguna referencia por el lado libanés de la familia. Todo eso le permite sumergirse en una cultura universal que contradice un poco ese espíritu provinciano poblado de fantasmas y castigos brutales”.Como se ha visto en otros trabajos de Martínez Assad, el cine es un tema recurrente y en esta novela incide en la formación del niño. “Sobre todo, la exposición temprana a imágenes que no logra entender cabalmente, donde ni siquiera distingue entre lo real y lo imaginario”, dice Martínez Assad. “Por ejemplo, esa escena cuando Libertad Lamarque pierde a un hijo por irse al teatro. Entonces, resulta que se prohibían los besos en la pantalla, pero no que Libertad Lamarque matara por amor o por defender el honor de la hija. Son asuntos confusos para un niño”. Asimismo, lo asombra el arte cuando ve representaciones crueles de pinturas religiosas o cierta obra de Hermenegildo Bustos. La lectura de Vidas ejemplares, una serie que se vendía por un peso y fue lectura obligada en esa época, también lo marca, pero no solo eso. “Algo muy rescatable”, dice el autor, “es el repertorio de lo que se podía leer en provincia. Es interesante que la educación tuviera como base el libro Rosas de la infancia, de Enriqueta Camarillo; que conociéramos la literatura de los larenses —Lagos de Moreno es un lugar muy próximo a San Pancho— como la historia de Genoveva de Brabante, entre otras lecturas vinculadas al mundo católico”. El niño, además, se nutría de lo que narraba el padre, Mariano Azuela, Alfonso de Alba o José Rosas Moreno, a modo de “fijar un punto de vista diferente al de la religión que lo dominaba todo”.El libro es también un relato costumbrista. Se narra la provincia de las fiestas de pueblo, las parejas de novios paseando por la plaza al anochecer, la música que salía de las sinfonolas en voces de Pedro Vargas o María Victoria; las novedades “de los gringos” que llegaban retrasadas, como las primeras televisiones o los concursos de yo-yo que organizaba Coca Cola. En el capítulo “Las tejedoras y sus cuentos” se habla de las mujeres que se sentaban “sobre unas sillas chaparras en los quicios de las puertas” a tejer sombreros de palma. Alrededor de ellas, los niños escuchaban historias de espantos, leyendas y relatos de herejes con espectáculos tortuosos. Todo como parte de la educación sentimental de esas generaciones que vivieron una provincia mexicana con hábitos bien enraizados y ciertas costumbres que dificilmente persisten. “Suponemos que ya no existen, pero no estoy tan seguro”, dice Martínez Assad. “Las brujas siguen volando por ahí en las noches junto con las lechuzas y los murciélagos convertidos en vampiros. Y sí, es importante ese valor de reconocer cómo fue todo esto porque la cultura ha cambiado mucho. Al mismo tiempo, en las visitas de observación que hago a diferentes lugares me doy cuenta, por ejemplo, que los exvotos han desaparecido. Para mí fue muy significativo porque de joven me interesé en ciertos aspectos del arte en las iglesias y cuando, ya adulto, visité la iglesia de Atotonilco no estaban. Además, fue algo muy impresionante porque en la infancia supe que había casas de ejercicios y me parecía terrible la idea de la flagelación para purgar los pecados. Fue sorprendente encontrarme con eso en Atotonilco, ver que continúa viva esa tradición”.“Terre Sanctae” es un capítulo de especial interés. Se refiere al momento en que los protestantes llegan a San Pancho y como desagravio, en las puertas y ventanas de las casas, la gente pega calcomanías con la frase: “Este hogar es católico”. Martínez Assad relata cómo fueron agredidos al grito de “¡Mueran, mueran!” La intolerancia, los primeros atisbos de la laicidad y esa obsesión que provoca al creyente el cielo prometido y el infierno tan temido, quedan de manifiesto en la historia de este niño mexicano-libanés originario de San Francisco del Rincón, Guanajuato.Sobre su propia experiencia con la religión, Carlos Martínez Assad concluye: “La experiencia religiosa conlleva una gran riqueza, la de una formación más próxima a la lectura. Era muy rico escuchar los cantos de Dante en latín. Estar en contacto con otra lengua me parecía muy importante. Por otro lado, el castigo, la flagelación, la idea misma del pecado, es tremenda, sobre todo que se fomente y se permita que los niños crezcan pensando de esa manera”.AQ