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Mentir

Decía el filósofo Wittgenstein que «mentir es un juego de lenguaje que requiere ser aprendido como cualquier otro». Yo creo, además, que el aprendizaje de este juego comienza pronto. Si perteneces a una familia llena de prejuicios y tabúes, en la que se oculta la verdad con una fachada ficticia, el niño, instintivo por naturaleza, irá perdiendo esa inclinación, normalizando progresivamente la falsedad y adoptando los patrones de sus insinceros padres. En mi casa todo se decía en alto, no había ocultamientos ni apariencias sociales y, salvo el inevitable autoengaño, la claridad era lo corriente. Nunca he podido olvidar un suceso que viví y que me marcó en este sentido. Un grupo de crías de no más de siete años, en el recreo de mi colegio, comentaban cómo les bañaba su madre en casa. Una de ellas, quizá lideresa, aseveró que a ella la metían en la bañera con camiseta y braga. Yo flipada la pregunté, «¿y así te enjabonan?»;. «Claro», respondió la niña. «Ah», añadí yo asombrada. De pronto, el resto de las criaturas comenzaron a expresar que a ellas también las bañaban en ropa interior. Lo decían con orgullo y aprobación, como si que su madre las desnudara, aunque fuese a solas para meterlas en la tina, tuviera algo de pecaminoso. Como yo callaba, me preguntaron directamente. «A mí me quitan todo», manifesté tímida. A lo que las chiquitinas soltaron risitas y expresiones de vergüenza. Yo me sentí tan rara, con una familia tan rara, que le pedí a mi madre que al menos me dejara la braguita al bañarme. Cuando le conté el porqué, ella comentó divertida: «eso son mentiras tontas». Pero, fíjense, esa esa tontería me hizo comprender que existía la mentira y que, además, tenía numerosos fans. Hoy la mentira nos la meten en vena y con megafonía. La política, los medios, las redes, los comercios… Y los que mienten se ven abocados a multiplicar el engaño socavando la confianza de los otros en la verdad propia y ajena. Mala cosa para la serenidad del espíritu.

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