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«La fuerza de la democracia depende de los valores que promueve»

Decíamos en el anterior capítulo que el laicismo es un gran peligro para la libertad y la democracia, «cuya fuerza depende de los valores que promueve», como afirmó san Juan Pablo II en su quinta y última visita apostólica a España el 3-4 de mayo de 2003. España está organizada jurídicamente como un Estado aconfesional, y por tanto los poderes públicos tienen el deber de respetar y garantizar el libre ejercicio de las creencias religiosas de los ciudadanos. Asimismo deben cooperar con la Iglesia Católica y con las restantes, en la medida que correspondan con las creencias de los españoles. «No es lo mismo laicismo que laico», por lo que aun aceptando las diversas acepciones del término, la pretensión de convertir de facto el Estado en laico es una mutación constitucional sin mandato alguno para ello. Hoy se pretende desnaturalizar, dejándola carente de contenido, la definición del Estado como aconfesional como recoge la Constitución. La aconfesionalidad expresa neutralidad, que no indiferencia, de los poderes públicos ante el hecho religioso, como garantía expresa de la libertad religiosa y de la libre expresión de esas creencias en el ámbito público como un bien jurídico a proteger.

El laicismo: religión oficial y obligatoria

España se encuentra hoy ante el grave riesgo de querer imponer una nueva religión oficial y obligatoria, el laicismo, que no sólo niega la libertad religiosa, sino que ofende a (todavía) una parte significativa de la población española y es contraria a nuestra identidad cultural, nacional e histórica. Por decirlo de otra manera, se puede «gobernar» ETSI DEUS NON DARETUR, es decir, «como si Dios no existiera», y en España las consecuencias las hemos vivido dramáticamente el pasado siglo.

Pero lo que no puede hacerse en un sistema democrático es pretender gobernar «como si los católicos no existieran». Hablan pues de «Estado laico», que no es el definido en nuestra Carta Magna, pero el riesgo va más allá y ya se extiende ahora a la propia sociedad. De forma difusa pero constante, se escucha desde diversos ámbitos la voluntad de transformar la sociedad española en una sociedad laica, lo que ya recordamos se expone en una frase que es un paradigma de ello: «Respetamos a la Iglesia, pero la Fe no se legisla». Por ello es necesario salir al paso de esa expresión con argumentos sólidos a fin de desenmascarar la intolerancia que encierra y su inconsistencia argumental. Es evidente que la autonomía respectiva de la esfera civil y política respecto de la religiosa y eclesiástica es «un valor que pertenece al patrimonio de civilización alcanzada», como recoge la constitución conciliar «Gaudium et Spes». Por ello es importante evitar que una ley religiosa pudiera convertirse en una ley del Estado y limitar así otros derechos y libertades de los ciudadanos. Un elemental ejemplo es que se pretendiera regular como una obligación legal asistir a misa los domingos.

Fundamentalismo y relativismo

Pero es obvio que la frase «la fe no se legisla» no se refiere a eso, sino que debe entenderse en el plano de la doble patología: la del fundamentalismo y la del relativismo. Los fundamentalistas afirman una verdad que no necesita del consentimiento de la libertad de los otros para ser asumida, mientras los relativistas afirman una libertad que no tiene el deber de reconocer la verdad.

Aunque como afirma la Nota Doctrinal de la Congregación para la Doctrina de la Fe de 2002 sobre algunas cuestiones relativas al compromiso y la conducta de los católicos en la vida pública: «Verdad y libertad o bien van juntas, o juntas perecen miserablemente». A este respecto, es oportuno recordar que el «buenismo» marcha de la mano del relativismo, que se recoge en una afirmación demasiado presente en la actualidad: «Admitir que nada es verdad ni mentira a la hora de hacer uso del poder sería una exigencia obligada para frenar toda tentación autoritaria». Se trata de relativismo en estado puro. Pues bien, el fundamentalismo laicista –como todo fundamentalismo– pretende que sean aceptadas sus verdades de forma acrítica, y conscientemente confunde laicidad con laicismo. La conversión de España en un Estado laico y una sociedad laica es el objetivo del laicismo, tanto del propio de la izquierda frente populista, como de los ultra liberales, ultra nacionalistas separatistas, y –cómo no– de los tibios y «moderados». Estos son la plasmación de la sentencia de Dios en el Libro del Apocalipsis: «Conozco tus obras, y ojalá fueras caliente o frío, pero eres tibio; y como tibio, te vomitaré de mi boca». El laicismo pretende, por una parte, imponer sus propias convicciones desde una presunta neutralidad religiosa laica. Pero además quiere evitar que puedan ser recogidas por ley «convicciones que emanan del conocimiento natural sobre el hombre que vive en sociedad, aunque tales verdades sean enseñadas al mismo tiempo por una religión específica, pues la verdad es una».

La laicidad del compromiso político

Los ciudadanos católicos al igual que los demás tienen el derecho y el deber de buscar sinceramente la verdad y promover y defender –obviamente siempre por medios lícitos– las verdades morales sobre la vida social, la justicia, la libertad, el respeto a la vida, y todos los demás derechos de la persona. Así lo recoge la Nota de la Congregación para la Doctrina de la Fe de 2002 anteriormente referida, de Joseph Ratzinger, y que añade que «por supuesto el hecho de que algunas de estas verdades sean también defendidas por la Iglesia no disminuye ni la legitimidad civil ni la “laicidad” del compromiso de quienes se identifican con ellas». En esta misma línea se encuentra la afirmación de que la ley positiva no puede contradecir la ley natural. «La ley es –según una conocida definición de santo Tomas de Aquino– una ordenación de la razón al bien común, promulgada por quien tiene a su cargo la comunidad». Así lo afirmará Benedicto XVI en octubre de 2006 al considerar que «éste es el caso de las leyes que contradigan fundamentales valores y principios antropológicos y éticos enraizados en la naturaleza del ser humano, en particular en referencia a la tutela de la vida humana desde la concepción a la muerte natural».

Análogamente debe ser «salvaguardada la tutela y la promoción de la familia fundada en el matrimonio, evitando introducir en el orden público otras formas de unión que contribuirían a desestabilizarla, oscureciendo su carácter peculiar y su insustituible rol social». Asimismo, se incluye a esta relación de valores y principios irrenunciables la educación de los hijos como un derecho inalienable que corresponde ejercer a los padres, lo que también es reconocido en las Declaraciones Internacionales de los Derechos Humanos. Del mismo modo se incluye la tutela social de los menores y la liberación de las víctimas de las modernas formas de esclavitud, como las drogas o la explotación de la prostitución entre otras. Estos principios «no son verdades de Fe aunque queden iluminados y confirmados por ella». «Están inscritos en la naturaleza humana y por tanto son comunes a toda la humanidad». Defender estos principios es defender a la persona y actuar así en política no es hacerlo de manera «confesional», sino en defensa de la dignidad de la persona humana. Convendría tener presente que «sólo de la capacidad ética de la persona y de su conversión interior se obtendrán los cambios sociales que estarán al servicio del hombre». Escuchar hoy estas afirmaciones cuando el aborto, la eutanasia, la ideología de género… constituyen una auténtica muralla ideológica y legal. En la mayoría de los países del Occidente otrora cristiano, exime de más comentarios. El mismo Benedicto, siendo Papa emérito tras su renuncia escribió en 2020 que esas leyes constituyen un «credo del anticristo», y que quienes se opusieran a él serían «excomulgados política y socialmente». Sin duda, proféticas palabras con la cosmovisión de la cultura woke actualmente dominante.

Y con Trump que parece decidido a una batalla frontal contra esa ideología. De momento ha sobrevivido a dos atentados, y quizás intenten hacer realidad que «no hay dos sin tres» y que «a la tercera va la vencida». Tiene a grandes y poderosos enemigos en esa batalla espiritual. Que el Arcángel san Miguel le asista.

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