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Raíces históricas y culturales de la sumisión femenina

El libro de Daniel, en la versión griega de la Biblia conocida como Septuaginta, contiene el relato “Susana y los viejos”, que narra la historia de una joven muy bonita, desposada por Joaquín, un hombre próspero que vivía en un palacio con grandes jardines en Babilonia.

A estos jardines acudía cada mañana un gran número de ciudadanos para resolver sus conflictos conversando con dos ancianos que habían sido nombrados jueces por su sabiduría. Cuando la gente se retiraba, Susana salía al jardín a caminar sin ser vista, como lo imponían las costumbres; sin embargo, los dos ancianos la observaban.

Un día, mientras Susana decidía darse un baño y se desnudaba mientras sus doncellas iban por aceites, los dos ancianos intentaron persuadirla para tener sexo con ellos. De lo contrario, le advirtieron, la acusarían de haber despedido a sus doncellas para encontrarse con un joven que había huido al verlos llegar.

Los ancianos no lograron convencerla y cumplieron su amenaza: la acusaron públicamente de traicionar a su marido. Los jueces dictaron su condena a lapidación por adulterio; no obstante, por azar o favor divino, el proceso fue detenido, y la joven exonerada al demostrarse que había sido víctima de un falso testimonio.

El relato bíblico sobre Susana nos recuerda que cuando una mujer aspira a defender su verdadera identidad, lucha contra todo aquello que la somete.

Para la escritora Cristina Peri Rossi, “el papel de la mujer en la historia (a pesar del mito bíblico de Eva) ha sido siempre el del cumplimiento de las leyes, las escritas y las tácitas, tanto las dictadas por el Estado como las dictadas por el padre, el marido, los hermanos. Y, sin embargo, a veces la sumisión más terrible de las mujeres ha sido a las madres, verdaderos cordones umbilicales de la esclavitud”.

La sumisión femenina desvela la necesidad que habita en el imaginario de una cantidad todavía considerable de mujeres. Por un lado, el anhelo de ser necesarias para la pareja o los hijos las lleva a sentir que ejercen poder, que son importantes, y por ello se recargan de actividades para demostrar ese valor. Por otro, necesitan al hombre (o a quien ocupe la posición masculina, que incluso podría ser la madre) para realizarse; piden su opinión y aprobación.

Esta enajenación les devuelve una imagen cada vez más alejada de sí mismas, una ausencia que predispone a llenar el vacío con lo que el mercado ofrece para alimentar la ilusión de que todo anda bien. Cada vez más jóvenes entran en un bucle infinito de dependencias y sometimientos.

Lo femenino encarna una lógica desigual, la de la falta, que escapa a la lógica masculina del tener. Las mujeres representan la otredad. Por eso, el odio a lo femenino es inconsciente y estructural.

Dicho de otra manera, el odio a lo femenino proviene tanto de los hombres como de las mujeres. Para la antropóloga Rita Segato, “en el caso de las violencias contra las mujeres, nunca hubo tantas leyes de protección, nunca hubo tanta capacidad de denuncia (leyes, políticas públicas, instituciones). Pero la violencia letal contra las mujeres en lugar de disminuir, aumenta”.

Las leyes son esenciales y deben ser constantes en la lucha contra el maltrato, al igual que la educación. Existe, sin embargo, un componente inconsciente y reacio en la posición subjetiva que ambas deben considerar para no caer en contradicciones, como castigar o humillar a una mujer que incumple una medida de alejamiento.

Si una persona está fijada a una posición de expiación, no hay orden de restricción ni programa social que la saque de ese lugar. Por el psicoanálisis, sabemos que lo pulsional no se educa totalmente, siempre queda un resto inabordable para la regulación.

Aunque se puede elaborar un mejor arreglo con ello, lleva tiempo, y hay que trabajar con las coordenadas singulares inconscientes, lo cual dista de los tratamientos estandarizados que interpretan esto como una insuficiencia educativa o de socialización.

El reconocimiento de la propia servidumbre no es un camino de rosas, pero sí la vía para aceptar que el mayor obstáculo para el crecimiento reside en nosotras mismas, especialmente en el deseo de encajar en el estereotipo cultural de feminidad. Como señaló Liliana Mizrahi, “aprendemos el desprecio a nosotras mismas, fuente de todas las violencias”.

El camino por desvelar nos conduciría a modificar la mirada, a descubrirnos, a parecernos más a nosotras mismas; a habitar un cuerpo más compasivo, nombrarnos por primera vez y, sobre todo, a no ofrecer la otra mejilla.

cgolcher@gmail.com

Carolina Gölcher es psicóloga y psicoanalista.

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