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La muerte en la hoguera de Matheus Saladé

Escribe: Eduardo González Viaña

Salado significa, en España, gracioso, agudo y chistoso. En el Perú, quiere decir desgraciado.

Hay una buena razón para eso, y es la mala suerte del francés Mateus Saladé, que fue el primero en morir en la hoguera. Residente en lo que hoy es la huaca de ese nombre, sus vecinos lo denunciaron de leer la Biblia.  No pudo negarlo, y eso motivó que fuera acusado de tener ideas protestantes.  La Inquisición lo condenó a ser quemado vivo.

Fue en noviembre de 1573, o sea que estamos de aniversario. Como lo cuentan Ricardo Palma, en los Anales de la Inquisición en Lima (1863) y José Toribio Medina en Historia del Tribunal de la Santa Inquisición en Lima (1887), la quema de Saladé en la plaza de Armas de la capital fue todo un espectáculo.

Para demorar la muerte, los inquisidores dispusieron colocar leña verde a la hoguera porque esta tarda más en arder. Además, para hacer más deliciosa la función, llevaron también a un grupo de mujeres sentenciadas por causas leves, como inasistencia a la misa. A este grupo se le había quitado el alimento por un par de días con el fin de hacer mayor su sufrimiento y más feliz a la concurrencia.                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                          

Como se haría costumbre durante tres siglos, en la plaza de Armas de la ciudad, desfilaban semidesnudos, afiebrados, enfermos y con letreros infamantes los condenados por la Inquisición. Mientras un público feroz aplaudía el espectáculo, los vendedores hacían su agosto y, si era de noche, las prostitutas vendían sus servicios.

Este año debería celebrarse el bicentenario del cierre de la Inquisición. Sin embargo, la intolerancia ahora existente nos hace dudar de si esa institución realmente ha desaparecido o si solamente se ha transformado.

Los atentados contra los derechos humanos que se suceden en estos últimos años han terminado en un conflicto entre el Estado peruano y la comunidad internacional. Enamorados del pasado, algunos sugieren que lo mejor sería apartarse del sistema interamericano de DDHH, pero ello supondría alejarse también de la humanidad civilizada.

Algunos de esos atentados se muestran en el castigo después del castigo. Aprobada por el también desprestigiado Congreso anterior, la muerte civil para quienes salieron ya de la cárcel es solo un instrumento depravado que no tiene sentido en una democracia.

Decenas de miles de personas que participaron en el conflicto interno del siglo pasado han padecido décadas en prisión. A pesar de que en Derecho es inadmisible castigar a quien ya ha sido castigado, esos instrumentos legales establecen que, cumplida su condena, estas personas no trabajen en algunas de sus profesiones. Eso es anticonstitucional… y malvado.

Abogados como César Nakasaki, Michael Rocca y Julio Arbizú, defensores de derechos humanos como Gloria Cano y Mar Pérez, analistas internacionales como Laura Arroyo, entre otros, han coincidido en que la reciente sentencia recaída sobre el caso Perseo es una condena por ideas.

Los sentenciados no habían cometido delito alguno y, más todavía, algunos de ellos ni siquiera habían nacido en la época de la guerra interna o son abogados ancianos y enfermos. Sin embargo, sobre ellos han recaído largas condenas carcelarias.

Hemos sufrido la espantable pandemia y veinte años de democracia inestable. Las religiones suponen que, después de catástrofes como el diluvio, llegan la purificación y la paz. Ahora se precisa un poco de tolerancia y mucho de amor… y apagar para siempre todas las hogueras.

*Escritor. Este año publicó El poder de la ilusión, sus memorias.

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