Yo sí creo en fantasmas (incluidos los del seguidor de Liga Deportiva Alajuelense)
Decir que no creo en fantasmas sería una verdad a medias. Hay fantasmas reales —supongo—, ficticios —me han deleitado— y futbolísticos —no dejan de intrigarme, sobre todo los de Liga Deportiva Alajuelense—.
A los reales —espectros, apariciones y demás fenómenos paranormales— siempre les dedico un “no creo ni dejo de creer”. A los artísticos, en cambio, les guardo eterna gratitud desde la infancia, empezando por Gasparín, un dibujo animado que quizás los niños de hoy considerarían aburrido, pero que en los años 70 y 80 nos hacía reír con su picardía inocente.
Hasta podría hacer un top five de mis fantasmas favoritos, con “El Fantasmita Amigable” en la tercera posición, incluso superando al inmortal “Fantasma de la Ópera”.
Con una docena de películas, representaciones teatrales al por mayor, el más longevo musical de Broadway (1986) y decenas de libros inspirados en él, el de la Ópera es sin duda el fantasma más exitoso. A partir de la novela original de Gastón Leroux (1910), se han publicado secuelas al por mayor, alguna que otra sátira y hasta un cómic en su honor. Incluso la banda Iron Maiden tituló una canción en su nombre, aunque nada se compara con la inconfundible pieza del musical, tan célebre y reinterpretada como el propio personaje.
Más de 100 años después de su aparición, este ícono del romanticismo y la tragedia se resiste a ser olvidado.
Tampoco pueden faltar en mi top five (usted perdone el viraje abrupto) Pegajoso, de los Cazafantasmas, o “El Fantasma” de las viejas historietas en papel (el cómic, para que me entiendan los menos viejos), aquel personaje que vivía en la selva y se movía entre las sombras enfundado en un traje morado (una especie de Pantera Negra; de nuevo, para que me entiendan los jóvenes).
A los fantasmas del fútbol, otro tipo de fantasmas, los intento analizar un tanto incrédulo y con menos pasión.
Hay fantasmitas incómodos, como el Real Estelí para el Saprissa, o escalofriantes, como los que asedian a Alajuelense cada vez que el título parece suyo tras una excelente fase regular.
Aseguran que a la Liga le da “canillera” (dícese del temblor de piernas provocado por el temor a una situación venidera). Lo creo a medias: creo en los fantasmas de la afición, pero cuestiono los del equipo.
El seguidor rojinegro teme, por supuesto. Y no la culpo. Lo escucho en la conversación con el vecino, en los comentarios casuales con amigos, en los gestos, en las frases, en los números. Casi diría que no son espectros sino realidades, como demuestra La maldición del líder, un reciente reportaje de La Nación: desde 2007, cuando se instauraron los dos campeones por año bajo el formato de dos fases, Alajuelense ha liderado nueve torneos, pero solo ganó el trofeo en tres ocasiones.
Si pienso en el equipo, en cambio, creo ver otros defectos antes que pánico. ¿Qué fantasmas van a tener Canhoto, Toril o Angulo, recién llegados al equipo, todos debutantes con triunfo holgado sobre Saprissa en la Recopa? ¿Qué fantasmas va a tener Diego Campos, con apenas un par de torneos en el país? No lo sé...
Eso del miedo no me calza con un equipo que ha doblegado en Centroamérica a rivales tan fieros como Saprissa o Herediano, que aseguró el liderato del campeonato nacional a falta de dos fechas de la primera fase y que, antes de perder el invicto, tenía una colección de remontadas.
En Alajuelense, más que miedo, creo ver momentos sin la agresividad necesaria, sobre todo en el inicio de juegos clave. Los goles en su última visita al Saprissa lo ilustran a la perfección: marca contemplativa, de esa que deja pasar, de esa que afloja el cuerpo, lejana a aquella expresión de antaño: “pasa la bola o pasa el jugador”.
Herediano también lo superó en actitud en el primer tiempo del primer juego semifinal. Agresividad bien entendida: la fuerza en la pelota dividida, en la velocidad para levantarse y seguir si el árbitro no pitó, para intentar la jugada individual que rompe esquemas. Hasta un equipo con tantas virtudes necesita esa medida exacta de tensión, que no da una bola por perdida pero tampoco provoca las tarjetas del árbitro. Yo lo llamo intensidad. Otros, no los culpo, ven fantasmas.
Postdata: Por andar hablando de fútbol, casi me olvido de mi fantasma favorito: “El fantasma de Canterville”, genial, pícaro e ingenioso protagonista del homónimo cuento de Oscar Wilde. No se quede sin leerlo. De esos que uno metería en la lista de cuentos que hay que leer antes de morir (después de muertos, ¿pa qué?).