Escritores de a pie
Hubiera escrito otras líneas antes del 5 de noviembre de este infausto 2024. No las escribí. Hubiera escrito que hay escritores de su escritorio y escritores en movimiento.El mexicano Parménides García Saldaña escribía en los márgenes de los hoyos fonky (míticos conciertos de rock, fueran o no sobre piso de tierra, marginales siempre, a veces multitudinarios), medio sentado en el asiento trasero de un automóvil, con la puerta abierta, su Olivetti portátil en los muslos. La anécdota me la contó Guillermo Berea, uno de los tres originales de Three Souls In My Mind, yo la he guardado como si hubiera sido testigo directo de la escena —y tal vez lo fui, porque Memo Berea sabe bien que yo también canté alguna vez en un hoyo fonky al empezar los setenta, “cuando el rock navegaba en México en las hostiles aguas de la censura”, como escribe Antonio Bravo en “El hoyo funky y los desertores de los atrios novohispanos” (revista Casa del Tiempo), texto, importante decirlo, precioso.A principios de los años setenta del siglo pasado, una Olivetti portátil era obra pico de tecnología, no había nada más avanzado —de requerir copia, se utilizaba el papel carbón entre hoja y hoja—. Parménides escribía en el objeto que acababa de llegar, no hecho para el escritorio: era móvil de natural.Esa máquina de escribir tenía, además de su cualidad portátil, otras ventajas: sonaba más musical, menos golpeada que las de escribir anteriores, y además sus teclas no eran tan duras para los dedos.Parménides usaba esa máquina porque necesitaba escribir en movimiento.Yo solo escribí la versión final de una de mis 19 novelas publicadas en una Olivetti portátil: la fragmentaria Mejor desaparece, escrita en un clóset, bajo luz artificial, de un golpe, a dieta de galletas María, con agua por único acompañamiento, de un hilo obsesivo. Los garrapateos manuscritos previos a esta novela fueron por el proyecto de una novela ambiciosa, que se me fue cavando una tumba humilde, sincera, y que se llamó Dulces afectos —con ese proyecto me dieron la beca del Centro Mexicano de Escritores en 1980: jamás la terminé como tal, aunque sí por un acá—. Lo que hice fue, por razones que no vienen a cuento, irme con la letra de su hermana más humilde, la más sincera, la loca de la casa, porque eso fue Mejor desaparece, texto literario que fue, o es, un ataque de furia público. Humilde, sincero, enloquecido, sin frenos.Hubiera escrito, antes del 5 de noviembre, que Alfonso Reyes recomendaba hacerlo de pie. Hoy me dice AI (sin que yo se lo pregunte, porque ella anda en todo) que no hay información de que Alfonso Reyes escribiera de pie, pero sé por intuición que AI se equivoca, porque hay textos de Reyes que sin duda suenan escritos así, aunque (es verdad) otros no, tal vez los que yo más amo.Hemingway escribía de pie, con los pies en la tierra. Virginia Woolf, también de pie. Es imposible pensar que estos dos sean escritores del mismo tipo, aunque los dos suicidas (no lo menciona AI, aunque archisabido).Agatha Christie escribía en la bañera (eso me encanta). Truman Capote acostado —no le perdono la traición a su amiga Harper Lee, vergonzosa, ni tampoco, por motivos personales, el hecho de que escribiera acostado—. Durante años escribí acostada, hasta que el cuello dejó de permitirlo, con la salvedad de que, en esa posición, yo volaba: me acostaba para despegar los pies de la tierra. Fueron esos años (los últimos ochenta, los primeros noventa) un volar sin cuento, no un volador tapete, un jet de primera clase. Iba de aquí para allá a bordo, en el aire.Si alguien quiere una verdad científica (como muchas de su tipo), escribir acostado encama un continuo de violencia, pregúntenle a Capote si no, y a mí las dos o tres novelas de piratas que publiqué.Hasta aquí las posiciones de escritores (si de pie, si acostados), según AI (los comentarios, obvio, son míos).El tema de la mesa que nos reúne hoy a Lila Zemborain, a Álvaro Enrigue y a la voz tembleque, fue más o menos, sobre escribir en español en Nueva York, o sobre escritores hispanohablantes y su relación con Nueva York y otras lenguas, y sobre la ficción o la autoficción.Elena Garro vino a Nueva York, no como Pedro Páramo, a buscar a su padre, sino a buscar productor: cargaba bajo el brazo Los recuerdos del porvenir, quería libro y novela de éxito internacional, como años después lo consiguió Laura Esquivel, que vivió a pasos de Astor Place, en Nueva York.Mientras tanto, Octavio Paz convenció a Elena de que lo hacible (y asible) era poner su novela en manos de una editorial magnífica, Joaquín Mortiz. Aún no sé si fue convencerla o un golpe de Estado, pero los dos me parecen bien porque publicar o no Los recuerdos del porvenir es un asunto de interés comunitario, más allá de muchos otros que lo pretenden.De joven lectora, busqué los libros de la editorial de Garro, los de don Joaquín Díez-Canedo [en Joaquín Mortiz] eran garantía. Sus libros eran nuestra brújula, el indicador de una posición literaria. Así, por recomendación de Paz, corrí a buscar, con inmediata suerte, y compré (en los años setenta) el ejemplar de la primera edición de Los recuerdos del porvenir, en la vieja librería Gandhi, que era nuestro refugio, lugar donde leí poemas en público por primera vez, en 1976, por ser becaria Salvador Novo, cuando esa beca era esplendidísima, regalo de ese autor. Después el fideicomiso cayó de la gracia del mercado de dinero y, de ser la beca más generosa, pasó al olvido. Una injusticia poética con Salvador Novo que nos dejó bien dotados a los menores de 20 años, porque sabía que son años fértiles y únicos para un poeta en formación. Yo le vivo en deuda.Yo hubiera publicado mi primera novela en Joaquín Mortiz. A Díez-Canedo le envié mi libro. Me decía sí, que lo publicaría, pero que solo perdía dinero (de su mujer, me decía) en los libros que él amaba. Ante su comentario, leí que me decía que rechazaba el manuscrito. Entendí, paranoica, que no encontraba una manera elegante de mandarme a la porra. Don Joaquín Díez-Canedo me reclamó años después que cómo no entendí que me decía que “sí”. Yo lamento no haber sido autora de su casa, era mi casa natural, como años después lo fue ERA.Decía yo que antes del 5 de noviembre de 2024 (pero me desvié a los setenta o por ahí) hubiera yo escrito sobre el autor que escribe desde la autoridad de la estabilidad, y de nosotros, los otros que escribimos desde un punto de engarce, como el que une dos vagones de tren de no armónicos movimientos sobre sus rieles comunes. Desde un lugar que es como la puerta abierta de un automóvil al costado de un hoyo fonky (un inesperado e inevitable, necesario, hoyo fonky), o como escribir bajo la sombra de un día en que el autor llevará en los bolsillos piedras que pesen y lo auxilien a caer al fondo del río que está en el trayecto de sus caminatas usuales. Que ayuden a pesar, porque la autora, ligera, sabía volar, porque comprendía a ojo de pájaro, aquel que hablaba en latín, como escuchó la Woolf. Piedras para pesar, piedras para volar, piedras para pensar en la muerte, piedras para escribir con los pies andantes, para ser Muerte: así escribía Virginia Woolf, de pie para percibir de los pies a la cabeza las voces íntimas, en diálogo con lo subterráneo, con las voces de los muertos: escritora de la intimidad, el presente plausible y la memoria íntima.Solo los muertos hablan.Yo vine a Nueva York, hubiera escrito antes del 5 de noviembre, porque esta ciudad tiene pies, y porque amé (y amo) a una persona ligada a la ciudad profesionalmente, además por nacimiento, además por voluntad y espíritu crítico, y por devoción. Un escritor de escritorio, historiador de la ciudad de Nueva York. Empecé con mi compañero de vida, de amor, nuestra vida entre dos ciudades, la de México, ciudad de lagos y ríos que ya no están y que son su fundamento y su natural inestable, y la ciudad que tiene pies y caminar constante, esta, Nueva York.Como pareja, ya no tuvimos solo los pies de caminante y de escritor, sino más bien los seis pies del gato imaginario, o los siete, si pensamos en una cola sin cascabel, sin cascabel siempre, como son Nueva York y la de México. Y así empecé mi vida con una persona empecinada en ponerle el cascabel (histórico, pero cascabel) a Nueva York, y yo sin cascabel ni voluntad de ponerle a nadie ninguno, yo que tengo, en lugar de alma de escritor, alma de móvil (si mi alma fuera de pies, serían pies de cabra, no de patas: pies), en lugar de manos en un escritorio, el movimiento y, más aún: la fuga.Encontréme con mi fuga aquí, en Nueva York, donde siempre he sido una extranjera, donde no he querido intentar ponerle cascabel en la cola a la ciudad, o acariciársela, o entrar en ella, ni en su ano, ni menos aún en su boca, que le huele peor que la cola dicha. Y que es mi ciudad también. Mi casa en fuga, como la Ciudad de México. Ciudades que comparten la amenaza del agua: en la de México, por habérnosla borrado, por eliminarla, por volverla el signo de la arena en que reposamos (y riesgo en región proclive a los temblores), ciudad de agua por la inexistencia misma del agua: México es una ciudad con sed. En Nueva York, ante el cambio climático, el temor y la certeza de saber que el agua de los océanos la devorará.Eso hubiera escrito antes del 5 de noviembre para los que asisten a este congreso. Pero no lo escribí. Lo garrapateo con furia, porque esta nueva york, con minúsculas (espero hayan notado), generó al agente naranja, ese ser al que le sobran cascabeles y por el que siento poco interés aunque debiera ponerle más, porque no es la única encarnación populista, egocéntrica y, por lo tanto, tonta, que ha acosado a mis ciudades y a regiones enteras de la Tierra, presas de este o aquel populista, uno peor que otro, como piezas de dominó alineadas sobre un planeta en llamas, o, sin exagerar, de bosques a punto de ignición.En fin. Esto que escribo quedó sin haber quedado, porque lo que yo iba a escribir no está.Porque no acaba de quedar siquiera el esbozo de eso que yo iba a escribir cuando irrumpió el 5 de noviembre, porque omito que ser extranjero es otra voluntad del tipo de escritor que soy. Es una voluntad que grandes escritores muy apegados a sus tierras respectivas (o aguas, porque hay tierras que son de agua, pregunten si no a los filipinos que habitan en sus más de tres mil y que hace poquito eran también, como yo, súbditos del reino de la Nueva España), a escritores como Manuel Altamirano, tan mexicano, que supo tener el ojo extranjero, ojo sabio y puesto bien lejos, y así es como bien pudo ver, entre otras, la pulquecracia de la que nadie más que él habla —esos ricos muy “creídos” de su aristocracia que forraban sus carteras con los alambiques de sus magueyeras o haciendas azucareras—. El divino Altamirano del Zarco de tierras chontales. O Manuel Payno, y sus Bandidos de la Hoja —en el comercio ilegal de tabaco, contrabandistas diría alguien, los del cártel de la hoja, dirían otros—, el que peleó contra los invasores cuando los estadunidenses invadieron México, y fue juarista, que también supo ver con un ojo distante como el del más extranjero, ojo tan apasionado como el de Altamirano por su país. Autores de ojos bizcos, de forastero y de nacionalista, como los de Abdulrazak Gurnah en otros continentes, siglos después.Yo no soy bizca, en todos lados soy una extraña.Y no termino de garrapatear lo que iba a escribir antes del 5 de noviembre porque me parece que es injusto además no nombrar que en sus pies Nueva York tiene biblioteca, la de Nueva York, y que es mi casa de una manera muy profunda, no solo porque llegué becada por ella en el 2001, al entonces llamado Center for Scholars and Writers of the NYPL (New York Public Library), sino por lo que me ha nutrido, como lectora, y por lo tanto como escritora. Y que si París bien vale una Misa, La NYPL bien vale Nueva York.Además, he aprendido con la NYPL una lección indispensable: la entidad colectiva natural del libro. No lo creería Alfonso Reyes en vida, porque él tenía “su” biblioteca cuando escribía de pie, pero vaya que es indudable —las bibliotecas de Reyes se han vuelto colectivas—. Yo, una caricatura de este aprendizaje, he llegado al punto de casi abandonar mi propia biblioteca porque ya no es mía-mía: veo libro y pienso “nuestro”.Hay más para mí que debo a la NYPL, tal vez también por la colectividad del libro: algo que tuve como pasión marginal e íntima desde adolescente escritora, se me ha vuelto más protagonista: el libro único, el llamado libro de artista, nombre que me parece algo atildado, como con traje de domingo perpetuo, como para ir a misa, e ir a misa con velo como fui de niña, por cierto tiempo a diario, cuando por esa racha pasó mi papá, antes de clases, qué horror, antes de siquiera desayunar huevos, doble horror, para entrar a la escuela de las 8:30 AM a las 4 PM, hora de salida.¿Y el velo de la misa, dónde lo dejé? ¿Con el velo de estas líneas? No, no veo velo alguno aquí. Se me perdió, ahora, después del 5 de noviembre. ¿Se me quemó? ¿Vivo con el cabello a punto de ignición?Antes del 5 de noviembre, iba a leer algunos poemas que escribí en, y que son de Nueva York, aunque sin dudar sus pies caminen en otra ciudad, la de los lagos secos, la de México mía, en diálogo siempre con tanto, en ese caso en diálogo que emprendí del brazo de Juan Ramón Jiménez. Dirán que es absurdo ligar a Juan Ramón con la de México, pero para mí no, porque estaban los libros de Juan Ramón en todas las mesitas de lectura de mis alrededores cuando era yo niña, por su Premio Nobel (lo ganó cuando yo tenía dos años, en 1956). Ese recuerdo me torna de allá, por no hablar de su escritura (mía) porque Juan Ramón también entra en la categoría de autor móvil, aunque algún académico me lo rebata.Iba a leer esos poemas antes del 5 de noviembre de 2024, porque lo tengo presente: la Universidad Veracruzana me honra reeditándolo con un prefacio de José Luis Rivas, poeta y traductor al que admiro incondicionalmente en el deslumbre de su obra, sus poemas, la gloria de sus traducciones.Pero, pero último, pero mayor: ya pasó el día de esas nefastas elecciones que tuvieron como resultado un monosílabo, y con una u que nos suena a o, Trump. En cambio, mudé a rematar, cuando leí estas líneas, con obra del jesuita “móvil”, Antonio López de Priego (1730-1802)*, expulsado con los de su orden en 1767, cuando el virrey De Croix ejecutó expedito la orden real. Desde Italia escribió una crónica del viaje que no tiene desperdicio, y algunos poemas, como el “Suspiro por México, envuelto en la siguiente copla”: “El ciego que nunca vio,/ como no sabe qué es ver,/ no vive tan sin placer/ como el que después cegó”.Diré, si exagerando o tomando literal, que yo no llegué ciega cuando casi cumplía cincuenta a Nueva York, que aquí supe ver con “placer” —si placer es una manera de posible entendimiento distante.Otro fragmento de López de Priego, “La patria defender a ojo cerrado, en todo sin hacer discernimiento/ es dar prueba segura, es argumento de ser un hombre necio y limitado./ Perorar por su país apasionado/ sin que el mundo le deba un pensamiento// muestra es en esto su corto entendimiento/ se conoce que el mundo no ha girado”. Me interesa sobre todo esto del que no ha girado mundo, en boca de un escritor móvil, así fuera de manera involuntaria.Y cito del mismo, por último, un poema entero que por coherencia debí citar antes: “México, cuando de ti/ me aparté, no es ceguedad/ Ciego quedé, esto es verdad,/ pues de vista te perdí./ Vine a estos países de aquí,/ los miro sí; pero no// me dan golpe, porque yo/ no hago juego, no hago tono/ en ellos me miro como/ el ciego que nunca vio.// Hay en ellos qué admirar/ después de todo, yo creo/ que estoy ciego, porque veo/ que no me sirve el mirar./ Si esto se llama cegar,/ paciencia que hemos de hacer,/ esto más hay que ofrecer,/ lo que a mi ver son abrojos,/ a otros se le van los ojos,/ como no sabe qué es ver”.*Testimonios de un jesuita poblano en el amargo camino del destierro, estudio introductorio y paleografía de María del Carmen Aguilar Guzmán, Benemérita Universidad Autónoma de Puebla/ EyC/ Trama Editorial, libro de bellísima hechura.Titulo...Este texto fue escrito para la mesa redonda-diálogo con Lila Zemborain y Álvaro Enrigue, en el Center for Workers Education, que preside Juan Carlos Mercado, en el congreso que organizó Carlos Aguasaco, de esta institución, junto a la Universidad de la Rioja.
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