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Urtasun o la ceguera ideológica

Abc.es 
Ernest Urtasun se comprometió a convertir la cultura en una «forma de combate» y, desafortunadamente, está cumpliendo su amenaza. El ministro ha iniciado los trámites para eliminar el Premio Nacional de Tauromaquia en su próxima edición y ya en 2023 decidió no conceder la Medalla de las Bellas Artes a ninguna persona relacionada con la tauromaquia. Los desprecios e insultos de Urtasun hacia el mundo del toro han sido constantes y no ha dudado a la hora de expresar su opinión acerca de la lidia describiéndola como «injusta, sádica y despreciable». El ministro, como cualquier político o ciudadano, puede albergar la idea que considere oportuna sobre los toros, pero convertir su juicio individual en norma forzosa y perseguir una práctica artística inequívocamente arraigada en nuestra tradición constituye un abierto atentado contra nuestra herencia y nuestro imaginario cultural. Uno de los argumentos más habitualmente esgrimidos por Ernest Urtasun es puramente cuantitativo. Según sus cálculos, en España no existiría un aprecio mayoritario por la tauromaquia. El dato no sólo es erróneo, pues las estadísticas demuestran que en nuestro país la industria del toro es capaz de movilizar a más de seis millones de espectadores en más de mil quinientos festejos sólo el año pasado. Lo relevante es que aunque esa premisa fuera cierta, la condición minoritaria de la tauromaquia lo que requeriría es una especial protección y no un castigo. Que el ministro se arrogue la representación del pueblo es un exceso injustificable y en el ámbito cultural el respeto a las minorías debería jugar un papel prioritario. Todo apunta a que el propósito no es otro que volver a reforzar una lógica divisiva y socialmente polarizadora a las puertas de la Feria de San Isidro de Madrid. Los argumentos que llevan a Urtasun a excluir a la tauromaquia de los Premios Nacionales de Cultura son estrictamente ideológicos. El ministro presupone que la tauromaquia es una forma de maltrato animal y su vocación moralizante de las artes, expresada también en sus obsesiones decoloniales tan habituales en las élites occidentales, le ha llevado a justificar su desprecio. No cabe duda de que la lidia de toros bravos puede alimentar un debate razonable, complejo y estimulante. Es bueno que así sea. De hecho, las artes son un territorio de experimentación moral donde las sociedades ponen en juego sus certezas, sus valores y su capacidad para establecer puentes con los diferentes. Concebir la cultura como un instrumento de batalla contrario al pluralismo democrático es inquietante y reducir los toros al sufrimiento animal es una simplificación tan absurda e iletrada como la de aquellos que consideran que un cuadro de Pollock es una mera mancha de pintura. La tauromaquia no es sólo una expresión cultural sino que es un agregador de otras formas artísticas que, desde antiguo, han atendido al misterio del toreo con absoluta fascinación. Intelectuales de distintos ámbitos han reflexionado y reflexionan desde el mundo del toro para seguir formulando interrogantes cuya hondura y complejidad rebasan, con mucho, la estrecha linde ideológica del ministro. La cultura no puede ser una mera catequesis civil ni un proyecto homogeneizador de valores en disputa. La cultura es, por el contrario, el territorio donde pueden y deben convivir las diferencias de una sociedad diversa, plural y dialogante. No es la primera vez que el poder intenta instaurar una visión pacata, moralizante y recatada de la cultura. Que este propósito puritano se imponga en una democracia consolidada en pleno siglo XXI sí constituye una novedad decepcionante.

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