¿La verdad ya importa?
Un investigador de la Universidad de California llamado Norbert Schwarz llegó a la conclusión de que solo un 12% de los estudiantes a los que le preguntaba “¿Cuántos animales subió Moisés al arca?” respondían a la pregunta de forma correcta. Obviamente, Moisés no subió a ningún animal porque fue Noe el encargado de hacerlo, pero esto ocurre a menudo: cuando una afirmación nos resulta familiar o fácil de procesar, tendemos a no centrarnos en los detalles, y sólo nos centramos en lo esencial. En este caso, nos centramos en la cantidad de animales que subieron al arca, y no en quién los subió. Algo así ocurre con las fake news: a menudo nos las tragamos porque lo esencial, anulando los detalles, tiene sentido para nosotros. Especialmente si lo esencial concuerda con nuestra opinión o reafirma nuestro punto de vista moral, ético o político.
Yo me podría haber inventado ese estudio de la Universidad de California porque rara vez al leer las conclusiones de un estudio en una noticia vamos a comprobar la fuente original. Además, Norbert Schwarz tiene nombre de investigador de la Universidad de California. Casi puedes imaginártelo paseando por el campus. Además, las conclusiones del estudio parecen razonables y probablemente concuerden con la opinión de bastantes lectores de ElDiario.es.
Llegados a este punto cabe preguntarse: ¿La verdad ya importa? Pienso que sí, creo que sí. Pero no era necesario que Pedro Sánchez se tomase cinco días de reflexión para hacernos conscientes de que el problema que tenemos con las fake news es tremendo. Ni siquiera es un problema actual, desde hace años ha disminuido razonablemente el estatus de lo que significa la verdad.
A estas alturas ya todos sabemos que el objetivo de las fake news no es tanto que te tragues una noticia falsa en concreto, sino que desconfíes de todas. Porque cuando los votantes no confían en los medios de comunicación empiezan a creer en sus propias verdades. Y cuando un “hecho” comienza a parecerse a lo que uno cree que es verdad, resulta muy difícil distinguir entre hechos que son verdaderos y los que no lo son. Es decir, hoy en día las mentiras suelen aceptarse como verdades porque la noción misma de verdad se está fragmentando. La “verdad” es también ya un “yo he leído esto”, “esto lo han dicho en una tertulia”, o un “bueno, pero esto lo he visto ya varias veces por Twitter, así que será verdad”.
Las mentiras disfrazadas de noticias son tan antiguas como las noticias mismas. La novedad no es que existan, la novedad está en quienes las transmiten. Antes, sólo los gobiernos y los que ocupaban el poder podían manipular la opinión pública. Hoy en día, lo puede lograr cualquier pequeño canal digital pertinentemente regado con dinero público, o sencillamente cualquier persona con acceso a Internet. Las redes sociales reúnen a votantes entusiastas que actúan como proveedores de noticias que consideran ciertas (o no necesariamente las consideran ciertas, pero esto tampoco importa demasiado si la causa lo merece). Y hay muchas maneras de conseguir que extienda una mentira, pero hay una manera facilísima y eficaz que se ha visto poderosamente amplificada en redes sociales: la repetición. Cuanto más escuchamos una idea (por ejemplo, que Pedro Sánchez es ilegítimo), más probabilidades tendrá esa idea de hacerse pasar por hecho verdadero.
No sé cuál es la solución a todo este problemón, pero lo único que tengo claro es que la solución no pasa por restablecer a los históricos guardianes de la verdad. Es decir, la solución no pasa porque los que tienen poder decidan qué es o no verdad y qué merece o no el estatus de medio de comunicación. La solución pasa por un control independiente de lo que se dice y, sobre todo, de cómo se financian esos canales. ¿Cómo conseguirlo? ¿Y qué o quién es realmente independiente? He aquí el quid de la cuestión.