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Los secretos de un Le Mans excesivo y sensacional

Abc.es 
Dice el buen aficionado que «a Le Mans hay que ir al menos una vez en la vida«, como si de un peregrinaje se tratase. Rendir tributo a uno de los grandes templos planetarios del motor -el más reconocible junto a Indianápolis y Mónaco -, y empaparse de su ambiente y de su historia. Vivir en primera persona una carrera única que dura bastante más de las 24 Horas que dicta su cronómetro. En la edición 92 , especial por contar con la parrilla más competitiva e igualada en décadas (nueve marcas y 23 coches compitiendo en hypercars, la máxima categoría), se celebra a lo grande la victoria de Miguel Molina , que se convierte en el tercer español en conquistar 'la carrera de las carreras' tras imponerse en la clasificación absoluta al volante del Ferrari 499P con el dorsal #50, y acompañado por el italiano Antonio Fuoco y por el danés Nickas Nielsen. El barcelonés sucede en el palmarés a Marc Gené , que ganó con Peugeot en 2009, y a Fernando Alonso , que lo hizo por partida doble con Toyota en 2018 y 2019. «Es increíble. Hemos luchado mucho para vivir este momento. El año pasado ya lo tuvimos cerca. Es el mejor día de toda mi carrera», afirmó un emocionado Molina, recordando que el año pasado una piedra traicionera destrozó un radiador del Ferrari y arruinó su carrera a hora y media del final, cuando lideraban con holgura. Esta vez, el miedo en el cuerpo se lo mete una puerta del Ferrari, que se suelta sin motivo y obliga al equipo italiano a una parada adicional no prevista que da opciones a uno de los Toyota hasta la última vuelta. La victoria, la celebración de la resistencia como valor fundamental del deporte y de la vida, no es más que el epílogo de un evento excesivo en casi todos los sentidos. Son más de 300.000 personas las que se acercan al circuito durante el fin de semana, miles de ellas las que acampan, bien de manera organizada o junto a cualquier cuneta, para gastar parte de sus vacaciones en Le Mans, una ciudad del tamaño de Salamanca en Gran Oeste francés que ha hecho de la prueba un modo de existencia. Esos fanáticos, los más valientes, llegan una semana antes de que se dé la salida. La mayoría forma parte de clubes automovilísticos de Inglaterra o Alemania. Y así se organizan en los descampados. Los de Porsche, a la derecha; los de Aston Martin, a la izquierda. Un poco más allá, los dueños de los Corvettes o los Lamborghini. Todos con los coches y tenderetes en fila y embarrados, como de exposición. Así, entre barbacoas, siestas y sesiones de entrenamiento, pasan el tiempo hasta que llega el fin de semana, donde se concentra la chicha. El viernes, 24 horas antes de la salida, toca volver a la ciudad porque los pilotos desfilan en coches descapotables por las calles de Le Mans. Desde la Cité Plantagenet, con sus casas típicas de entramado de madera, hasta la plaza de la República, se agolpa la gente para aplaudir y desear suerte a sus ídolos. El ambiente es festivo. Mezcla bandas de música con puestos callejeros, y junto a los protagonistas de la carrera desfilan también una sucesión interminable de superdeportivos de las marcas implicadas: clásicos, los últimos modelos e incluso prototipos aún por comercializar. El sábado a primera hora ya no cabe un alma en el circuito y comienza un desfile ceremonioso. Los coches se ordenan en la recta de meta en función de la clasificación y se abren las puertas de la parrilla al gran público. Una marabunta los observa de cerca. Hay pilotos que se mezclan con esa multitud y posan felices junto a sus portentosas máquinas, pero la mayoría prefiere aguardar esa vigilia previa a la salida resguardado en sus garajes. Entre algunos famosos (Pierre Gasly, Esteban Ocon, Yannick Noah...) deslumbra con su presencia Zinedine Zidane, que sonríe y se hace fotos con quien se lo pide. El ex del Real Madrid es el elegido para dar la salida de esta edición, un honor muy solicitado. «Damas y caballeros, enciendan sus motores», ordena antes de que se ponga en marcha una salida lanzada de 62 coches relucientes que es un espectáculo en sí mismo. A las cuatro en punto de la tarde, en un ejercicio de puntualidad casi de malabarista, el primero de los coches pasa a toda velocidad por la línea de salida mientras Zidane agita sin descanso su banderola. Un doble Le Mans No hay nadie capaz de seguir las 24 horas de la carrera. Es una obviedad. Por eso se dice que hay dos Le Mans. Uno en la pista y otro en todo lo que rodea a la competición en sí. Y no se puede entender el uno sin el otro. Es una experiencia global. El circuito mide 13,6 kilómetros y en el interior de su perímetro, aparte de pueblecitos, hay de todo: estadio de fútbol, hipódromo, campo de golf … Para vivir a conciencia la carrera hay que salir de la grada, patear los viales y perderse más allá del village, de las tiendas y los puestos de comida. Caminar entre bosques frondosos y llegar a las larguísimas rectas de Les Hunadieres, donde los coches más potentes alcanzan los 370 km/h antes de frenar casi en seco en cuestión de pocos segundos para afrontar dos chicanes tan necesarias como molestas. Seguir andando y acercarse a Arnage y Mulsanne, otros dos puntos míticos de una pista que solo utiliza una pequeña parte del trazado permanente de La Sarthe, el que usan, por ejemplo, en MotoGP. Cae la noche Poco a poco transcurren las horas. Las gradas se vacían y se llenan los numerosos puestos de comida . Avanzan los coches mientras el ruido ensordecedor de sus motores se mezcla con las fanfarrias y el olor a salchichas y cerveza. La lluvia no solo marca el paso en la pista. También lo hace fuera. Hay quien busca resguardo y quien se adapta a ella sin problemas, convencido de que agua sobre agua ya no moja. En Le Mans se camina despacio a causa de las aglomeraciones, pero se intenta acelerar el paso porque ha ocurrido algo importante. Cerca de las ocho de la tarde se sube al BMW #46 Valentino Rossi, y nadie quiere perderse su debut en la carrera. EFE Cae la noche definitivamente, y surge en las conversaciones la sublime actuación de Fernando Alonso , otro mito, en la edición de 2018, cuando en su relevo nocturno recortó un minuto y medio con el Toyota que le precedía. Aquella gesta valió un título. En esta ocasión no hay proezas. No puede haberlas porque la lluvia, otra vez, mantiene a los coches detrás del coche de seguridad tras varios percances y la nula visibilidad en la pista. Uno de ellos, precisamente, deja fuera al equipo de Rossi , aunque no es el italiano el que pilota ya en ese momento. Pero con los coches en procesión hay que seguir buscando emociones. Algunos se acercan a la mítica noria, que ya no está sola. A su lado ha ido creciendo un pequeño parque de atracciones que aumenta la sensación de feria, acrecentada cuando se visita una de las cinco fan zones diseminadas por el circuito, que hacen las veces de merendero y zona de descanso. Luego hay otro Le Mans. El que transcurre dentro del paddock, la zona más restringida y exclusiva, aunque superpoblada también. Allí, los invitados beben champán en las terrazas de los hospitalities, con visión directa sobre la pista, disfrutan del bufé libre o se relajan en cómodas tumbonas para ver los fuegos artificiales. Desde allí se tiene también una panorámica privilegiada de los repostajes y cambios de piloto y neumáticos, otro momento cargado de liturgia. Abajo, crece el cansancio también dentro de los garajes, donde los mecánicos hacen esfuerzos por no dar una cabezada por la inacción. Se hace larga la noche también para los pilotos que no están en la pista. Junto al box, las escuderías disponen de enormes motorhomes, castillos infranqueables salvo con pases especiales, pero que dejan ver lo suficiente como para encontrarse a alguno de ellos saltando a la comba o durmiendo en un sofá. No hay mucho que hacer, salvo tratar de descansar, darse una ducha o pasar por el fisio. Es un buen año en lo deportivo para Le Mans. A la densidad de escudería se une el buen nombre y palmarés de muchos de los contendientes, más allá de los especialistas en resistencia. Jenson Button, Romain Grosjean, Mick Schumacher, Robert Kubica… Y nace el día Con la primera luz desaparece la lluvia y se nota que va quedando poco por el aspecto de los coches. Ahora los cubre una capa negruzca, mezcla de agua, aceite y restos de asfalto. Heridas de guerra. Han sido cuatro horas de parón, pero no hay mal que por bien no venga, porque cuando se va el coche de seguridad se plantea una batalla feroz por el liderato entre siete coches. Quedan aún cinco horas de carrera, un mundo. Pero por la manera de luchar de los contendientes nadie podría asegurar que no se trata de la última vuelta. De ahí al final no hay un segundo de respiro. A falta de tres horas se produce lo insólito: dos españoles en pista, en primer y segundo lugar. A Miguel Molina lo persigue Álex Palou (Cadillac), doble ganador de la IndyCar y estrenándose en Le Mans,que resiste poco ahí porque al coche americano aún le falta desarrollo para pelear la victoria. EFE Con la lluvia cayendo de nuevo con ganas le toca al danés Nielsen cruzar la bandera a cuadros como ganador. Molina aguarda a su compañero junto a Fuoco y ya juntos los tres levantan la impresionante copa de campeones. El de Lloret de Mar, 35 años,que fue un jovencísimo talento del kárting que se quedó a las puertas de la Fórmula 1, alcanza un nuevo estatus como piloto después de una prolífica carrera. Ahora es el rival a batir.

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