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Un viejo edificio en San Sebastián se convierte en la última esperanza de decenas de adictos

Casa Maná es un centro de rehabilitación ubicado en uno de los barrios del sur de San José, al sitio llegan, en su mayoría, habitantes de calle.

En San Sebastián, uno de los barrios al sur de San José, hay un rincón al que van a parar personas adictas a las drogas que por su historia de vida están prácticamente desahuciados. Ahí llegan hombres que pasaron por varios internamientos sin resultados positivos, cargan con múltiples recaídas, encarcelamientos, están desempleados o viven en la calle.

Son personas a las que ya nadie les cree o les cree muy poco. A la mayoría, la familia le dio la espalda cansada de años de consumo problemático, violencia o desgaste emocional. Los nueve meses de tratamiento que les ofrece Casa Maná son, para muchos de ellos, la última esperanza para superar su enfermedad.

El lugar, como reconocen sus administradores, no reúne las condiciones físicas para una operación adecuada. La infraestructura es una vieja construcción de cemento, madera y latas de cinc, pasillos estrechos y mucha humedad.

No hay aulas o salones para recibir terapia grupal, las charlas de ese tipo se desarrollan en un galerón con pupitres ubicado al fondo de la propiedad, para llegar a ese espacio se debe pasar por un angosto y oscuro pasadizo. Tampoco hay consultorios para terapias individuales; en su lugar se improvisaron “oficinas” en pequeños aposentos.

Los dormitorios están en una segunda planta, sin cielo raso. Ahí conviven 26 hombres distribuidos en 13 camarotes. No hay divisiones, solo un pequeño clóset.

A pesar de esas condiciones, Casa Maná tiene el aval del Instituto sobre Alcoholismo y Farmacodependencia (IAFA) para ofrecer tratamiento de rehabilitación para personas con adicciones, pues cumple con los requisitos, como contar con un equipo interdisciplinario para la atención de los pacientes y tener un programa de terapias.

Las carencias del lugar se contrarrestan con la mística. La mayoría de pacientes no debe pagar por el tratamiento, la organización se financia con donaciones, aportes de la Junta de Protección Social, el Instituto Mixto de Ayuda Social y la venta de pupitres y pizarras que fabrican los mismos internos.

“No es nada fácil”, comentó Yolanda Barrios, psicóloga del centro de rehabilitación Casa Maná.

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Para ingresar, contó Barrios, la persona debe tener deseo de cambio y tener una referencia del IAFA. El tratamiento se divide por etapas y hay al menos una terapia al mes de psicología, de consejería y ocupacional, para pensar en un plan de trabajo y de vida al salir del centro.

Además, deben mantener los controles con los médicos del IAFA para cumplir con un tratamiento farmacológico.

Una de las personas que llegó meses atrás a Casa Maná es Kristopher González, de 28 años. En febrero del presente año estaba a punto de terminar el proceso de internamiento, es la cuarta vez en su vida que lo intenta, pero siempre aparecen las recaídas.

El 20 de febrero, día en que realizamos la entrevista, el joven estaba en una etapa en la que seguía viviendo en las instalaciones del centro, pero salía a trabajar diariamente, pues consiguió empleo gracias a varios cursos que recibió por la gestión de Casa Maná.

Kristopher no terminó la secundaria y su padre también es adicto; empezó consumiendo tabaco y alcohol en la adolescencia, según dijo, para que lo aceptaran en “un grupo social”, luego escaló a la marihuana, el LSD y el crack.

“Este es mi segundo proceso de rehabilitación de nueve meses, pero he llevado otros tres procesos de rehabilitación que van de un mes a tres meses”, comentó.

Entró a Casa Maná porque está “cansado del consumo” y de las situaciones que las drogas lo han hecho vivir.

“La primera vez antes de internarme sí estuve en situación de calle. Yo me decía: ‘no puedo tener 20 años y estar en la calle, estoy demasiado joven’. Ese impacto de verme en la calle me hizo buscar ayuda por primera vez”, narró.

En Casa Maná, las personas que pasan por el proceso de rehabilitación comparten los tiempos de comida en el pequeño comedor del lugar.

No sabe si tendrá una recaída, pero asegura que esta vez tiene una sensación diferente, siente que los golpes de la vida lo han hecho madurar y siente que tiene más herramientas para “salir adelante”. Por ejemplo, en setiembre de 2023 empezó a estudiar inglés.

“El deseo de aceptación que me hizo entrar en las drogas, es lo mismo que me ha hecho recaer. La marihuana es algo que ha estado muy arraigado en mi vida, porque esa sustancia es la que más me hizo sentirme incluido en un grupo social (...) Entonces, si yo consumo marihuana, eso va ligado a otras sustancias y eso me ha costado mucho entenderlo, es mi talón de Aquiles”, reflexionó Kristopher.

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Drogas, cárcel y rehabilitación

Emanuel González, de 38 años, vecino de Desamparados, llegó a Casa Maná en 2020, cuando tenía 34 años. En la actualidad, es un egresado del programa que ayuda a otros internos. Su consumo empezó a los 12 años. “A esa edad ya fumaba cigarro todos los días y el licor lo probé a los 13 años”, relató.

Entre los 16 y 17 años probó la marihuana y cocaína. Sin embargo, esas dos sustancias no lo engancharon tan fuerte como el tabaco y el alcohol.

“Cuando probé la marihuana, su efecto no me gustó. Cuando probé la cocaína sí sentí el amarre, porque se estimula mucho el sistema nervioso central (...) Creo que empecé a consumir por falta de límites, criado en un barrio complicado y tenía mucha libertad, pasaba todo el día en la calle”, recordó Emmanuel.

Entre los 19 y 26 años, Emmanuel utilizó la cocaína como una forma de soportar las largas fiestas a las que asistía y en las que tomaba grandes cantidades de licor. “Luego se vinieron situaciones personales y ahí empezó otra etapa diferente”, expresó.

A partir de ese momento, empezó a emplear la cocaína para aliviar angustias, lidiar con la frustración y aplacar el enojo, entre otras cosas. Luego, aprovechó un trabajo como taxista para vender cocaína y comenzó a consumirla diariamente.

“Ya la consumía todos los días y hasta solo en la casa, no necesitaba el licor para consumirla (...) Empecé a robar en las paradas de bus, en las calles, a los negocios y me agarraron robando en Alajuela; estuve preso por seis meses. En la cárcel igual consumía, porque eso ahí abunda”.

Luego de la cocaína pasó al crack que lo llevó a dormir en las calles. “Ahí una hermana me buscó para preguntarme si yo quería ayuda, me dijeron que iban a hacer el esfuerzo”.

En San Sebastián, San José, está ubicada Casa Maná, un centro de rehabilitación enfocado en personas que están en situación de calle.

Entre todas las cosas que Emmanuel perdió por la droga, la más significativa es la relación con su hija. Ni siquiera tiene certeza de cuánto tiempo tiene sin saber de ella, cree que han pasado diez años desde la última vez que se vieron. Solo sabe que tiene 18 años y que está en la universidad.

Solo en 2023, más de 26.000 personas buscaron ayuda para dejar las drogas en el IAFA, esa cifra es un 28,6% mayor a la del 2020.

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