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Un odio muy antiguo

No se puede mantener la equidistancia; los españoles sabemos muy bien que cuando se afronta un ataque terrorista cualquier justificación es inmoral. Hace unos años comenté algo consternado con unos amigos que las últimas noticias hablaban de un aumento del antisemitismo en Francia y Alemania. Era como un eco preocupante de antiguas tragedias.

Tras el ataque de Hamas y la respuesta de Israel, el odio hacia el judaísmo ha cobrado carta de naturaleza en la opinión pública. Ahí está la polémica -que, por cierto, ha tenido escasa repercusión en este país- entre Judith Butler y Eva Illouz. Esta última acusaba a ciertas tendencias izquierdistas de emborronar lo sucedido el 7 de octubre, cuando el grupo terrorista dejó más de mil cadáveres a su paso, un drama al que habría que añadir los secuestros.

A eso, Butler, que es la capitana del equipo woke, respondió haciendo referencia a la situación en que vivían los palestinos y al asedio criminal de Israel. Esta pensadora recela de todo y observa tendencias asesinas en quien piensa de manera diferente; recuerda un poco a esos intelectuales tan peligrosos como frívolos que hablaban de tomar las armas para transformar el mundo. No es buena esa idea de cambiar las cosas a golpe de fusil.

“Se ha incrementado notablemente en los últimos tiempos el odio al judío y hoy, donde regresan muchos fantasmas y pesadillas de la historia, no está de más que llamemos la atención sobre la vuelta de odios sangrientos”

Aunque deberíamos estar vacunados ya de esas enfermedades y, especialmente, del lirismo político, en el caso de Israel no se distingue bien el grano de la paja. Sí, hay como una sinécdoque ética cuando se confunde la parte por el todo. Primero: Hamas no representa a los palestinos, sino que los usa, escudándose en inocentes e instrumentalizando el dolor. Segundo: el judaísmo no es Netanyahu. De hecho, hay una pluralidad radical en el seno de esta tradición que obliga inevitablemente a hacer distinciones.

A ello se suma otra cuestión importante: defender la paz no implica tomar los campus universitarios ni boicotear a quienes, pertenezcan a la cultura o religión que sea, tienen derecho a no ser incluidos o desintegrados en el marco de un grupo. Un estudioso de una universidad hebrea no tiene por qué arrostrar con una supuesta culpa, como tampoco el palestino.

Lo cierto, sin embargo, es que se ha incrementado notablemente en los últimos tiempos el odio al judío y hoy, donde regresan muchos fantasmas y pesadillas de la historia, no está de más que llamemos la atención sobre la vuelta de odios sangrientos. En el seno del cristianismo ha existido una lacra que vinculaba el asesinato de Cristo con la envidia y el recelo que despertó entre sus correligionarios. Pero es un error teológico especialmente grave pensar que fueron los judíos, como colectivo, los responsables de la crucifixión: todo buen cristiano sabe que es su pecado el que inexcusablemente clave a Cristo siempre de nuevo en la cruz.

Intentó ponérsele coto a esta inquina contra el judío con la declaración Nostra Aetate. Pero antes de que el Concilio recordara lo que es evidente, que la fe en Cristo nace de la misma raíz que la que se deposita en Yahvé, quien repase la historia se dará cuenta de que, desde sus inicios, desde un punto de vista doctrinal, el antisemitismo es incompatible con el cristianismo.

Un artículo publicado recientemente en First Things revisa hechos sumamente elocuentes: en Estados Unidos, por ejemplo, se han registrado más de ocho mil incidentes antisemitas el último año, lo que representa un 140% más con respecto a los datos de 2022.

Se han dado destrozos en negocios judíos que recuerdan cierta noche en que los nazis hicieron lo mismo. Muchos estudiantes han sido agredidos. Según se cuenta, incluso algunos niños han tenido que sufrir que hablaran de sus padres como “asesinos de bebés”, como si ser judío fuera ya ser culpable. Datos parecidos se pueden encontrar en Europa e incluso en África, donde según las informaciones, las agresiones contra judíos han crecido más del 600% en el último año.

Para Melissa Langsam, que escribe en la revista mencionada sobre la cuestión, los números son estremecedores. Y explica que cualquier democracia deja mucho que desear si evita responder con firmeza ante la estigmatización de una parte de la población.

“En Estados Unidos, por ejemplo, se han registrado más de ocho mil incidentes antisemitas el último año, lo que representa un 140% más con respecto a los datos de 2022”

“El creciente antisemitismo es un síntoma de decadencia social, así como la creciente intolerancia hacia minorías religiosas y hacia los disidentes ideológicos. Esto constituye una amenaza para Occidente (…) Las sociedades que no abordan o se avergüenzan del antisemitismo enfrentan problemas enconados, ya que las soluciones que se precisan se pasan por alto mientras los judíos son convertidos en chivos expiatorios”, explica.

George Eliot escribió hace mucho tiempo una novela que puede servir para curar estos efluvios antisemitas. Se trata de Daniel Deronda, afortunadamente publicada hace un año por la editorial Rialp. A diferencia de esa tradición milenaria que insultaba al judío, Eliot, con una finura impresionante, compone su panegírico, intentando contrarrestar el oprobio histórico.

Aunque tampoco se trata de idealizarlo. Lo importante, desde una óptica moral y política, es no disolver la singularidad y responsabilidad de cada uno en la sombra oceánica del grupo. Desde Karl Jaspers a Arendt, muchos han sido los pensadores que piensan que una de las lacras en nuestra cosmovisión ética es la llamada culpa colectiva. Ese problema, que tuvo que afrontar la sociedad alemana tras el nazismo, es el que, paradójicamente, sobrevuela hoy sobre los judíos.

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