El demonio está en los detalles
“Si algo se vuelve cotidiano, comenzamos a olvidar los detalles”, reflexionaba John Lee Anderson en el Congreso de Periodismo Digital (Huesca 2005) para poner en valor la inmediatez de los apuntes en este oficio. El cuaderno de notas, ahora sustituido por el portátil o el móvil entre las nuevas generaciones, es testigo de las marcas iniciales que nos dejan los hechos novedosos, indicios de la realidad e hijos de la irrepetible primera impresión. Me gusta regresar a esos trazos primigenios de las noticias para recordar el contexto y el horizonte de los hechos de la actualidad porque soy de las convencidas de que el diablo está en los detalles, como afirma el dicho anglosajón.
Y como pertenezco a una de las generaciones bisagra entre el mundo analógico y el digital, yo sí me paro a rebuscar entre mis viejas notas los detalles más pequeños de los antecedentes históricos donde suelo encontrar los demonios que me explican sucedidos de hoy en día. Así hice en esta ocasión, tras comprobar que la política española, como consecuencia del terremoto acaecido en la europea con las elecciones al Parlamento de la UE, había dado un vuelco con el pacto entre socialistas y populares para renovar el CGPJ, que, como suele suceder, contentó a mucha gente, inquietó a otra mucha y enfureció a los de siempre.
Dicen mis cuadernos que en 1988, en una tarde invernal de mucha lluvia, frío gélido y húmeda neblina procedente del Rin, se reunieron a cenar en un coqueto y exclusivo restaurante de la ciudad francesa de Estrasburgo, tres veteranos políticos españoles. Con un buen vino de la zona, se supone que degustaron delicias de la Alsacia porque los tres comensales, por aquellos tiempos, eran excelentes gourmets de finos paladares. Presidía el recoleto encuentro el de mayor rango y menor tamaño de los tres, pero quien resultaría el más longevo: Marcelino Oreja Aguirre, a la sazón secretario general por entonces del Parlamento de Europa, con sede en la ciudad.
El principal promotor de la conversación era Manuel Fraga Iribarne, eurodiputado español y fundador de Alianza Popular que en aquel momento buscaba una salida exitosa para su formación política –estrepitosamente derrotada en las últimas convocatorias electorales (vascas y municipales) y, lo que es peor, con un fracasado liderazgo político que se imponía relevar–. Su intención era articular un nuevo proceso que alumbrara un renacer del partido con perspectivas de futuro. Perspectivas de poder, se entiende. Porque Fraga era un hombre de poder, una fiera política que sólo comprendía el mundo en función del reparto de autoridad.
El tercer comensal, por paradójico que pueda parecer, era todo lo contrario de lo que su buen amigo representaba hasta el punto de que más que un actor en la escena podría decirse de él que fue un comparsa y un testigo. El político gallego Gerardo Fernández Albor (quizás el único que tuteaba y llamaba al de Vilalba por su nombre) había encontrado acomodo en el Parlamento Europeo tras perder la Xunta de Galicia en la tumultuosa moción de censura que le hizo el socialista Fernando González Laxe. Médico prestigioso, galleguista moderado y culto, Albor nunca ejerció el poder que le correspondía como presidente autonómico pero fue un referente de prestigio en AP.
Regresemos a la emblemática y decisiva cena de aquel invierno de 1988. Recordemos que el presidente de AP, Antonio Hernández Mancha, había cavado su tumba política con la fallida moción de censura contra Felipe González, avocando a su partido a la irrelevancia electoral a la vista de los resultados. El éxito en 1982 de la Coalición Popular –que reunió a los partidos centrista, liberal y democristiano con AP– había demostrado la eficacia del formato inventado tras la debacle de UCD, basado en la reagrupación de todo el espectro electoral del centro y la derecha. Pero los puñales y las traiciones entre los distintos partidos volvieron a dejar sola a la formación de Fraga que naufragó en las elecciones municipales del 87con un retroceso de cinco puntos y apenas un 20.60% de los votos. Imposible ser alternativa de Gobierno con ese porcentaje (el PSOE obtuvo el 37.50%) en la época. El Patrón de la derecha aprendió la lección y, en un nuevo giro político de su amplia y diversa experiencia política, se propuso articular una nueva formación.
Marcelino y Fraga eran amigos de antiguo y no les costó ponerse de acuerdo en los términos del proyecto porque ambos conocían a la perfección los resortes del poder en la realidad española y coincidían en que -como decía el gallego- “la política hace extraños compañeros de cama”. En la política europea, los democristianos alemanes e italianos manejaban el cotarro de la mayoría parlamentaria con el PPE y los conservadores españoles querían formar parte del pastel como alternativa de poder en España.
AP debía asumir su propia reconversión, siguiendo pautas marcadas por el político vasco –previa negociación con sus adláteres alemanes e italianos– y habría de dejar atrás sus veleidades franquistas y conservadoras para abrazar la ideología de la nueva formación de carácter más moderado y centrista, a fin de ser admitida en la Internacional Demócrata Cristiana. El primer paso sería el cambio ideológico, plasmado en su definición aprobada en un Congreso donde habría de sustituir su nombre por el de Partido Popular.
El Congreso extraordinario –llamado también de la refundación– se celebró el 20 de enero de 1989 y AP pasó a ser el PP, una formación política inspirada en el humanismo cristiano, como reza en los nuevos estatutos. Más costoso –emocionalmente, al menos– resultaba cumplir la segunda exigencia del proceso porque los conservadores habían de aceptar en el seno del nuevo partido a los demócrata cristianos de la UCD, a los que guardaban gran inquina por considerarlos traidores de la experiencia fallida de la Coalición Popular. Una vez más –como tantas en su historia– Manuel Fraga tuvo que aceptar encamarse políticamente con una persona non grata, como era para él Javier Rupérez, quien poseía el registro de la marca Democracia Cristiana que cedió al nuevo partido.
Cumplidos todos los requisitos –previo desalojo sin contemplaciones de Hernández Mancha de la planta séptima de la sede de la calle Génova de Madrid– Oreja ocupó una de las vicepresidencias, así como la candidatura a las elecciones europeas a celebrar aquella primavera, con intención de garantizar el correcto engranaje del PP dentro del PPE y, sobre todo, testar su tirón electoral. Si bien cumplió a las mil maravillas con el primer objetivo, fracasó en el segundo para el que tampoco puso mucho empeño dejándose comer el terreno por el joven vicepresidente y cachorro aliancista ambicioso, José María Aznar López, quien dejaría la presidencia de la Junta de Castilla y León para poner en práctica el proyecto nacido de aquella cena en Estrasburgo. Su esfuerzo se vio coronado por el éxito y consiguió llegar a La Moncloa en 1996, dándole la puntilla definitiva a la era socialista, en franca decadencia.
Gracias a erigirse en heredero de la UCD, articular un discurso de centro derecha moderado, apostatar del revanchismo franquista, desmarcarse del fundamentalismo conservador y, sobre todo, demostrar una gran capacidad para el acuerdo y el pacto con los diferentes (PSOE, CiU y PNV), Aznar no sólo consiguió el poder para su partido sino que logró llevarlo a las más altas cotas de apoyo en la sociedad española, con una mayoría absoluta en el año 2000, que terminó por desbaratar por su irrefrenable pasión totalitaria que ejerció sin contemplaciones durante esa segunda legislatura. Una buena lección que Feijoó podría recordarle en cualquier momento por si se le ha olvidado.
Claro que la juventud de Ayuso le dirá que España ha cambiado y se ha vuelto más radicalizada y exigente (intolerante) con el diferente, además de asumir un sentido de la libertad un tanto desconcertante y a veces confundido con el sector de la hostelería. Puede ser cierto porque ella gana elecciones. Pero, al menos en el Parlamento de Estrasburgo, hoy los grandes partidos siguen confiando en el valor del consenso como fórmula para frenar a la ultraderecha.
En esta existencia vital de corto alcance en la que vivimos, tanto nos acostumbramos a ver disparates cotidianos que nos parecen lo más normal del mundo. Así nos ha ocurrido al extrañarnos del pacto entre las dos grandes mayorías políticas del Parlamento para renovar el CGPJ y dar cumplimiento a un mandato constitucional escandalosamente aplazado durante 5 años. Es evidente que en este hecho influyó decisivamente la activación de pactos europeos entre populares, socialdemócratas y liberales ante el vendaval de ultraderecha que a las tres mayorías amenaza desde las elecciones del 9J. Por otra parte, la resiliencia del PSOE, que demostró en cada convocatoria electoral disponer de un suelo sólido que le permitirá completar la legislatura, también influyó decisivamente en este acercamiento que hace apenas un mes parecía imposible.
La pregunta ahora es saber si el actual líder de la oposición mantendrá esta línea abierta con el presidente del partido en el poder o si por el contrario continuará haciendo seguidismo del ala más radical de su formación que le ha abocado a un discurso hasta ahora desconocido en el político gallego, agresivo y visceral, en una deriva ultra a la desesperada con la excusa de impedir así las fugas de sufragios a Vox. Supongo que, con los datos demoscópicos en la mano, Feijoó tendrá que tomar la decisión que más le interese sin atender a presiones ajenas. En todo caso, este primer asalto ha sido una colleja en toda regla a la levantisca presidenta de Madrid, que –esta vez sí– tuvo que bajar la cabeza y aceptar la autoridad de su jefe.
Para convencer a Aznar –el otro agitador en la sombra– de la conveniencia del pactismo entre las dos grandes fuerzas políticas, Feijoó lo tiene mucho más fácil. Le bastará con recordarle la historia, su propia historia y la de su partido cuando buscaba el poder. Además, el gallego no procede de AP, como el expresidente, sino que su filiación política ha estado siempre en el centro derecha. En este caso, los orígenes son muy relevantes puesto que la derecha franquista (AP) sólo participó arrastras en el consenso constitucional y sólo la mitad de los diputados de esa formación votaron a favor del texto constitucional.
La Constitución de 1978 fue diseñada por personas y grupos políticos que basaron su acción en el consenso como medio, pero también como fin para conseguir un país en democracia después de una cruenta guerra civil y 40 años de dictadura. No debe extrañarnos que el marco legal incluya numerosos preceptos que obligan al pacto entre las grandes fuerzas. Esa es su inspiración y, hasta ahora, ha dado buenos resultados porque se basa en la buena fe de los actores políticos. Otra cosa es que, después de varias décadas, sea precisa una reforma y actualización a la vista de las circunstancias. Entre los principios de libertad y paz, quienes redactaron la Carta Magna fueron combinando intereses para garantizar ambos a través del acuerdo, única fórmula suprema que, afortunadamente, encontraron para avanzar en democracia y garantizar la convivencia. El cambio es posible. Pero no olviden que la generación bisagra sigue aquí.