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No entienden que no entienden

No entienden que no entienden

Una pregunta gravita entre el sentido común ciudadano: ¿por qué después del peor resultado electoral de los partidos históricos –incluida la desaparición de uno–, sus dirigencias se resisten a emprender un proceso autocrítico de reconstrucción ideológica, organizativa y política? ¿Qué pasa que “no entienden que no entienden”, como desde hace casi 10 años sugería The Economist en una mordaz descripción del régimen de la transición mexicana (The Mexican morass, 2015)?

En cambio, las dirigencias de los partidos históricos se atrincheran en la cantaleta desgastada, poco persuasiva y, sobre todo, inútil políticamente de la lucha existencial por la democracia frente al autoritarismo. En una mala versión del malmenorismo de élites en fuga, tan recurrente últimamente en el mundo, sobre todo entre el círculo de nuestros biempensantes que ciudadanizan hasta al principio de gravedad.

Esta coartada se usa ahora para justificar personalismos balandrones y silencios cómplices por una pretendida unidad opositora. Reelecciones indefinidas, patrimonialismo partidario y, claro, la enésima comisión de evaluación de la derrota en turno. Todo se vale. El manual del claudismo estipula que para enfrentar la restauración del neo-ogro filantrópico, el deber superior exige oposición unida en las connivencias de antaño, antes que alternativa redimida de sus propias culpas.

Puede que el problema no sea sólo de reflejo de responsabilidad, de mínimo entendimiento de la realidad, de decoro cívico o de vergüenza democrática. Es hasta entendible la ofuscación. Quizá tampoco la falla crónica radique en el ayuno de nuevos Reyes Heroles, de un Carlos o de un Heberto Castillo. Las generaciones renuevan liderazgos sociales y políticos. La pregunta relevante es por qué esos liderazgos están lejos de la política y, sobre todo, a contrapelo de los partidos.

En las disecciones sobre la muerte, erosión, declive, crisis, ruptura u ocaso del modelo liberal de la democracia, muy poca atención se ha puesto en la estructura de incentivos institucionales de los partidos políticos en las democracias representativas. Esos incentivos pueden explicar, más allá de la estulticia del caso, el comportamiento autodestructivo que pueden reproducir estas organizaciones ante el crecimiento de rivalidades populistas, iliberales o autoritarias.

Efectivamente, es común que las causas del deterioro democrático se atribuyan a los desplantes sociales de ira (Brexit), a los lobos cínicos (Trump) o al colapso de la política como razón –y ética– práctica en la era de la posverdad (la nueva civitas de los fake news). Según estas aproximaciones, las democracias mueren por irracionalidad colectiva, deslealtad estratégica de los jugadores antisistema (outsiders) o, incluso, como consecuencia del aislamiento digital de las personas.

Sin embargo, las reglas formales e informales que determinan la entrada y la dinámica de la competencia pueden servir para explicar lo que los partidos y sus dirigentes muy bien entienden: sus incentivos, pues.

El sistema de partidos mexicano induce al oligopolio político-electoral, es decir, a la concentración intencional de las alternativas en un reducido número de opciones.

Bajo este sistema de reglas, los partidos deciden quién está en la boleta. Las candidaturas se deciden cupularmente o se reparten en frentismos de café. Sólo hay una ventana legal cada seis años para formar nuevos partidos. La vía independiente es más difícil que una ida a Marte. Y al final, la configuración de la competencia termina en manos de autoridades electorales tripuladas precisamente por los propios partidos.

Asignan presupuestos millonarios. La suma de financiamiento público federal y local a los partidos nacionales ronda en los 21 mil millones de pesos en año de elección concurrente. En el Poder Legislativo federal, es decir, en la representación parlamentaria de los partidos, se adjudican otros 18 mil millones anuales, sin considerar a los Congresos locales.

De los partidos emanan gobiernos y de los gobiernos, plazas, clientelas, contratos, influencia. Los partidos prestan votos o ausencias para una reforma. La interlocución es privilegio, transacción o chantaje. Las cercanías administran impunidades y recrean lealtades. La funcionalidad premia.

Lo que se diputa en los partidos es el poder de postular, de ejercer dinero público y privado, de mangonear el picaporte de los palacios. Ahí está la verdadera batalla existencial de las dirigencias y, también, el origen de la crisis –de incentivos– de los partidos que se quedaron atrapados en las canonjías del régimen de la transición. De esos bienes públicos privatizados que se defienden hasta con las piedras.

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