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Esquivamos una bala; la otra, quién sabe

Benjamín Disraeli, primer ministro británico durante el cénit de la era victoriana, alguna vez acotó que “recurrir al asesinato nunca ha cambiado la historia del mundo”. Sarajevo, en 1914, ciertamente lo refutaría, y no sabremos hasta noviembre si Pensilvania en 2024 ratifique lo errado que estaba en su apreciación acerca de cómo puede comportarse y repetirse o no la historia. Y si bien escribo esta columna al día siguiente del manifiesto intento de asesinato de Donald Trump -sin mayores detalles aun de qué pudo haber motivado al atacante, un Republicano registrado- y previo al arranque formal de la Convención Nacional de ese partido en Milwaukee, la ungida oficial de su candidato mañana y a la espera del tono y narrativa que adoptarán éste y su partido, me temo que el sonido de percusión de balas y las imágenes de un desafiante Trump con el puño en alto y sangre en el rostro siendo removido del templete por el Servicio Secreto, podrían alterar irremediablemente el curso de la elección presidencial.

La campaña de 2024 en Estados Unidos ya se perfilaba como una contienda entre un liberalismo debilitado y socavado por sus propias contradicciones, demasiado frágil e inseguro para defenderse, y un movimiento autoritario y reaccionario dispuesto a todo, a romper todas las barreras y a destrozar todas las instituciones. Otras sociedades a lo largo de la historia del siglo XX han recalado en el autoritarismo como producto o respuesta a alguna crisis extraordinaria: depresión económica, hiperinflación, derrota militar o polarización y conflicto civil. Hoy EU no está en guerra; el desempeño y resiliencia de su economía son la envidia de buena parte del mundo; se ha contenido el espasmo de inflación pospandemia; los indicadores sociales se han tornado positivos desde que Joe Biden asumió el poder e incluso retos que el país confronta ahora apuntan, paradójica e indirectamente, al éxito del país: cientos de miles de inmigrantes están cruzando la frontera porque saben, incluso si una parte del electorado y clase política estadounidenses no lo reconoce, que la inmigración -y lo que dice del mercado laboral- es una oportunidad que EU debe aprovechar y no una amenaza a confrontar. Sin embargo, y a contracorriente de todo esto, lo que estamos atestiguando es un sistema político estadounidense que ha permitido que un instigador y autor material de una intentona de golpe de Estado no solo pueda postularse de nuevo, sino que incluso esté arañando la posibilidad de regresar al poder.

Desde la fundación de la república secular-liberal estadounidense (secular al menos entendida en términos de su rechazo a elegir una religión sobre otra como oficial; liberal al menos en su fe en el individualismo y los contrapesos al poder), los elementos antiliberales de su sociedad han estado en guerra constante contra ésta. Por ejemplo, el antiliberalismo que surgió durante y después de la Guerra Civil era una tendencia que, al igual que su versión contemporánea, insistía en una “mancomunidad cristiana” fundada esencialmente en el orgullo herido de la clase trabajadora “originaria” blanca. Puesta de nuevo hoy esa misma mesa, el intento de asesinato de Trump tendrá profundas implicaciones, repercusiones y consecuencias para la democracia estadounidense. A los pocos segundos de ser envuelto por agentes, éste gritaba “pelea, pelea, pelea” a la multitud; la foto instantáneamente omnipresente del momento convertida en el gallardete de su campaña.

La pregunta más importante es qué hará Trump con esto. Sospecho que la respuesta no será reconfortante. La violencia ya estaba implícita en gran parte de la retórica de campaña Republicana; ahora es explícita, y en un país tribalizado, con un promedio de 120 armas en manos de civiles por cada 100 habitantes, puede ser una mezcla explosiva. Ninguna explicación del clima tóxico, inadmisible, peligroso y de polarización que impera en Estados Unidos puede ignorar el hecho de que desde la campaña de 2016, es el propio ex mandatario el exponente más vocal de la radicalización y la violencia política en el país. No hay duda de que Trump y sus partidarios visualizan un rol táctico para la violencia como mensaje político definitorio en la elección de 2024. Y es que el fascismo siempre se ha alimentado de la violencia. Desde que sus simpatizantes tomaron por asalto el Capitolio para buscar anular las elecciones de 2020 (muchos de ellos amenazando con atacar al liderazgo del Congreso), Trump ha defendido a los sediciosos como héroes y rehenes del “sistema” y ha usado reiteradamente el lenguaje del odio y la violencia, recurriendo a la narrativa deshumanizadora de los “otros”. Tampoco se puede obviar que los suyos de nueva cuenta recurrieron, tal y como sucedió en las horas inmediatas al atentado contra Trump con voces de la extrema derecha, sobre todo aquellas que aspiraban a convertirse en su compañero de fórmula (en marcado contraste al posicionamiento de todo el estamento Demócrata), al lenguaje irresponsable y flamígero de la acusación y la conspiración. Incluso el inefable Musk se apresuró a desenmascarar su apoyo a la candidatura de Trump y a abonar a las tesis de compló en la red social que hoy controla. Y por mucho que haya quienes intenten postular que los extremos en ambos partidos son igualmente responsables de la temperatura fisible de la política estadounidense, no hay comparación legítima alguna: es solo uno de los dos partidos el que encubre a sediciosos, abreva de las patrañas de una “elección robada”, habla de “baños de sangre” o que usa el lenguaje del odio y se refiere a quienes piensan distinto o son distintos con los vocablos hitlerianos de “escoria” y “alimañas”.

Otras interrogantes se plantan frente a nosotros en los próximos días. Al igual que Trump, es posible que Biden igualmente coseche dividendos en la antesala de las cinco semanas definitorias que faltan para la Convención Demócrata en Chicago -por lo menos en los próximos días- con la despresurización del debate interno de su partido sobre si debe dimitir como su candidato. Ahora la atención volverá a centrarse en su rival. Y puede ser demasiado pronto para especular –como algunos se apresuraron a hacer– que las ya de por sí buenas perspectivas electorales de Trump pos-debate presidencial son ahora infranqueables. Presidentes y candidatos en la historia política moderna de EE.UU han sufrido atentados o han sido asesinados y en ningún caso el efecto de empatía hacia la víctima o su partido -en sondeos y perspectivas electorales- ha durado más que algunas semanas. Pero también sin duda alguna, a diferencia de ese pasado, las condiciones hoy, en estos Estados Unidos de América del 2024, son únicas.

La bala bien le habrá pasado de cerca a Trump, pero con mejor puntería esa bala lo habría convertido en un mártir, incendiando seguramente con ello al país. Pero qué secuelas conlleve este episodio para lo que ocurra camino al 5 de noviembre, en las urnas y para la democracia estadounidense es, en este momento, una gran incógnita. Puede que estemos a meses de la mayor crisis que haya conocido el Estado liberal estadounidense desde la Guerra Civil. Por ello, con todo y el deplorable atentado contra Trump, no debiera ser tan difícil subrayar y explicitar lo que todos deberíamos estar defendiendo y combatiendo, y por qué nos debe de importar. Y todos deberíamos estar aterrorizados por lo que podría venir después.

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