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Guille ciego, Toni invisible: la paraescalada española reclama su sitio desde el podio mundial

Abc.es 

«Tenemos que ir a escalar el Pico de la Miel», dice Toni mientras camina por un sendero del madrileño paraje de La Pedriza. «¿Y lo de Albarracín? Que lo hablamos y al final…», le pregunta Guille justo detrás. «Ya, a ver si sacamos tiempo», le contesta. Quien se cruce con ellos, cargados con cuerdas, mochilas, cascos y pies de gato, pensará que son una pareja de amigos, como tantas otras, que van a escalar a una de las zonas más famosas entre los amantes de este deporte. Quizá les llame la atención que Guille va agarrado a la mochila de Toni y que éste le va diciendo que tenga cuidado con aquella rama o esta piedra. Si el encuentro con ellos dura unos minutos, se hará patente que Guille constantemente está de broma mientras Toni, algo más serio al principio, no puede evitar reírse ante las ocurrencias de su amigo. Y si se comparte con ellos un rato más largo, chocará que Guille cuenta de forma recurrente chistes de ciegos, a pesar de que él tiene una discapacidad visual que no es evidente a primera vista (de aquí Guille sacaría un chascarrillo). Pero lo que pocos sabrán si no bucean en internet en busca de sus caras es que este afable dúo, cuya relación es tan estrecha que incluso pasaría por la de hermanos, está formado por el paraescalador Guillermo Pelegrín y su guía y entrenador, Toni Curiel, subcampeones de la Copa del Mundo de Paraescalada celebrada en mayo en Salt Lake City y bronce en el último Campeonato de España de Paraescalada. Ni siquiera ellos parecen ser conscientes de la proeza. «Conoces a mi padre, ¿no?», le dice humilde Pelegrín a otra pareja de escaladores que le reconocen por el apellido. Su relación se remonta a una década antes gracias a un examen de inglés. En casa le dijeron a Pelegrín que, si lo aprobaba, se podría apuntar al deporte que él quisiera. Él le tenía ganas a la escalada: había ido con su padre a la montaña y quería hacer lo mismo que aquella gente colgada de cuerdas sobre paredes de roca. El chico, de diez años, pasó la prueba del colegio y sus padres cumplieron la promesa llevándole al King Kong, un rocódromo de Las Rozas, su ciudad. Por edad, le tocaba en el equipo del que Curiel era el responsable. Su padre explicó al técnico que tenía una enfermedad degenerativa que afecta a la regeneración de las células de la retina. «Aún no tengo un diagnóstico claro: los médicos están entre retinosis pigmentaria y amaurosis congénita de Leber. Soy un bicho raro». Nació viendo apenas un 5 por ciento y sólo de forma periférica, si bien su visión a los 10 años había bajado hasta el 3. Ahora no llega al 2. «Veo luces y bultos por los lados –explica–. Para intuir algo que vosotros reconocéis a 200 metros, yo tengo que estar a uno. Por el centro no veo nada. Y cuando digo nada no es negro: es lo mismo que tú ves por la rodilla, por ejemplo». Esto no amedrentó a Curiel, quien no solo aceptó a su nuevo pupilo en el equipo, sino que involucró también al resto del grupo. «Se me ocurrió que los chavales se fueran turnando para guiarlo y al final incluso se peleaban por eso», relata Curiel, quien cuenta que su ahora amigo se convirtió en un pilar de cohesión entre aquellos chicos. «Yo les decía 'tranquilos, que seguiré siendo ciego mañana y pasado, habrá tiempo para todos», relata divertido Pelegrín. Curiel se llevaba el trabajo a casa y pensaba formas de adaptar los ejercicios que todos hacían. Aún lo hace, de hecho. No existe un curso o una titulación específica para ser tutor de escalada, por lo que se iba fijando en otros e inventando soluciones siempre con una máxima: evitar a toda costa el paternalismo que suele asomar siempre que alguien sin discapacidad se acerca a esta realidad. «Si cualquier persona puede hacerlo, ¿por qué no un ciego? Es lo mismo que alguien a quien le falta una pierna o un brazo: habrá que adaptarlo, pero es posible. No creo que haya sido paternal contigo, ¿no?», dice mirando a Pelegrín. «No, no, para nada», contesta entre risas su compañero. Con el tiempo, inventaron su propio código: al principio Curiel ideó un palo con un aplique metálico que hacía resonar en las presas a las que se tenía que agarrar Pelegrín en el rocódromo. También se animaron a hacerlo en la montaña y, cuando escalan con la cuerda, ambos llevan un sistema de comunicación por el que el guía le va dando instrucciones a través de un micrófono al paraescalador, que lleva unos auriculares ajustados con una banda. «A la izquierda, a las once, un poco más arriba, tienes una regleta buena. ¡Un poco más arriba!», le indica desde al pie del Diedro Azul, una vía de escalada de la Pedriza no apta para principiantes y pusilánimes (grado 7a) y a la que, los que saben, le han otorgado la calificación de 'tres estrellas' por calidad y dificultad. «¡Esto es una regleta para tus dedos, no para los míos!», grita desde arriba Pelegrín refiriéndose al agarre ínfimo al que se tiene que asir para seguir subiendo. Pelegrín escala de todas las formas posibles: se atreve con los 'lances' en el rocódromo (cuando literalmente hay que saltar de una presa a otra) y abre vías en escalada clásica, la modalidad con la que se suben decenas de metros, generalmente hasta el pico de una montaña, en varios tramos o largos. Ahora está probando la escalada de velocidad. «Me he apostado una comida con un amigo a que lo hago por debajo de 15 segundos. De momento estoy en 17». Y escalar no es lo único que hace este polifacético atleta, que hasta hace nada competía en esquí –este año ha sido la primera vez que no ha podido compatibilizarlo con la escalada–, equitación y, ahora, está probado el surf. «Me han intentado liar para competir porque voy mucho a Galicia –es un orgulloso hijo de gallega, quien le incluye hasta gazpacho en la mochila para una mañana–, pero es inviable». Además, toca la guitarra, el piano y la percusión y dice que no le importaría estar en una batucada o una charanga. Todo esto mientras estudia en la universidad el Grado de Trabajo Social. No solo eso; también sube vídeos a sus redes sociales, donde se anuncia como 'tu ciego de confianza': en Instagram tiene 25.500 seguidores y en TikTok crecen hasta los 49.000. Pero no le gusta el apelativo 'influencer'. «En casa me dijeron que podría mezclar las redes sociales con la carrera que estoy estudiando y dar visibilidad a la paraescalada, pero de influencer nada». Reconoce que a veces se agobia porque la gente le para en el autobús para pedirle una foto. «Que yo no soy Mario Casas, soy solo un 'matao' que sube vídeos y alguno de ellos se ha hecho viral», apostilla. «Aunque al final lo que resuenan sean los podios o los vídeos de Guille haciendo 'lances', lo que no se ve ahí son las horas de dedicación, todas las veces que no sale bien el paso, incluso las heridas en las manos después de estar toda una tarde cogiendo presas», incide Curiel. Uno de esos vídeos suyos que se ha compartido masivamente es el que recoge, precisamente, el momento en el que le dan la medalla de plata a Pelegrín durante el podio de la Copa del Mundo de Paraescalada de Salt Lake City. Justo después de que se la cuelguen al cuello, él se la quita, y se la ofrece a Curiel, que estaba en segundo plano. «Me llegaron muchos comentarios de 'qué gesto tan bonito' y tuve que hacer otro vídeo explicando que no era un gesto bonito, sino un derecho. Somos un equipo». Ambos cuentan que la Federación Española de Montañismo y Escalada, de cara a unos próximos Juegos Paralímpicos en los que se incluya la paraescalada (no se disputará esta competición este año en París), está profesionalizando el deporte. Sin embargo, el Consejo Superior de Deportes aún no reconoce a los guías como deportistas de élite, lo que provoca que éstos tengan desventajas como tener que pedir días en el trabajo para poder acudir a las competiciones. «Lo que no puede ser es que a nosotros se nos reconozca y que el trabajo de los guías sea una cuestión de bondad y voluntad. Está muy bien la profesionalización, pero tiene que ser para ambos lados», dice Pelegrín. Curiel, quien es técnico en el rocódromo Sputnik de Las Rozas –donde también entrena con Pelegrín cinco horas al día, tres días por semana–, desde hace un año dirige el equipo de paraescalada de la Federación Madrileña de Montaña al que pertenecen Iván Muñoz (reconocido paraescalador madrileño asiduo a los podios que se ha llevado, entre otros reconocimientos las medallas de plata y oro en las dos últimas Copas en Salt Lake City y al que también entrena Curiel), Andrea Sánchez Aparicio (subcampeona en su categoría en el Campeonato de España de Paraescalada) o Iván Germán (el primer paraescalador que consigue encadenar una vía de grado 8b). Además, entrena a Javier Aguilar, granadino que obtuvo la plata también en la Copa de Salt Lake City. «La gente lo ve como 'qué meritorio que esta gente pueda escalar'. Sí, vale, pero no es sólo eso: detrás hay mucho trabajo, el primero el de Toni, que se mata en su casa pensando en cómo planificar los entrenos; y después todo lo que hacemos juntos, aplicando todo esto», alaba Pelegrín a su compañero. Tras una larga charla con ellos a la sombra de la roca y sobre todo, siendo testigos de su complicidad mientras escalan, queda claro que, además del duro trabajo, detrás de aquella plata que puso los apellidos de Curiel y Pelegrín en el podio de la Copa del Mundo de Paraescalada en Salt Lake City, están Toni y Guille, los amigos que se afanan en demostrar que lo imposible puede, con la motivación adecuada, no serlo tanto.

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