La discapacidad intelectual de un hijo contada por una madre y unos hermanos
“La vida sigue su curso. Y tú te quedas siempre ahí, en la casilla de salida, mientras ellos avanzan, te adelantan y se alejan”. Estas palabras de Ada d’Adamo (Ortona, 1967-Roma, 2023) se pueden aplicar tanto a su hija Daria, aquejada de una grave malformación cerebral desde el nacimiento, como a sí misma, porque ser madre de una niña como ella la distancia del resto de madres, de la civilización de individuos funcionales al completo. D’Adamo dedicó a la danza, primero como bailarina, luego como escritora. Inmersa en la búsqueda de belleza, aprendió a dominar el cuerpo, mantenerse erguida y a moverse con la ligereza de quienes, más que andar, flotan. Ella, nada menos, tuvo una hija que jamás podría ponerse en pie, que es y será incapaz de controlar su cuerpo. Halló, sin embargo, la belleza; aprendió “cuán vasto y variado es el alcance de la gracia y la belleza”, en la danza y en la vida.
Lo cuenta en su única novela, Como de aire (Lumen, 2024, trad. Celia Filipetto), que se publica en España tras sumar una larga lista de reconocimientos en Italia, incluido el prestigioso Premio Strega. Escrita con sensibilidad y crudeza cristalina, la autora no oculta, no disfraza. Comenzó a esbozarla años atrás, tras el primer diagnóstico de un cáncer que terminaría con ella, animada por una lectura de Annie Ernaux, que le recordó que “no hay verdades inferiores y haber experimentado algo, cualquier cosa, confiere el derecho inalienable de escribir sobre ello”. El cerco de la muerte añade dificultad en una vida ya de por sí llena de obstáculos, pero el libro no va solo de eso, sino que recorre toda la existencia de Daria, desde ese primer diagnóstico que lo cambió todo.
Llegó a las pocas horas de nacer: una enfermedad, holoprosencefalia, que no había oído nunca. Daria no podría hablar ni moverse de forma autónoma, ni muchas otras cosas. Se produjo un error médico: esta afección se suele detectar en la ecografía; de hecho, hay madres que entonces deciden abortar.
Esa fue la primera de una cadena de decepciones con el sistema sanitario: el ginecólogo no respondió a sus llamadas e hizo desaparecer la ecografía. Una pediatra le dijo que durante los primeros meses sería una recién nacida como el resto, sin ser consciente de que no era así y que, en su intento de tranquilizarla, aumentó el sentimiento de culpa al sentir que no daba la talla.
La gran fuga
También hubo, en el camino, profesionales que ayudaron de verdad, como la cuidadora o el personal de rehabilitación (“no pierden el tiempo lamentando lo que te falta sino que sacan partido de lo poco que tienes. Y ese poco se convierte en mucho”). Como si la conmoción no fuera suficiente, empezó “la gran fuga”: solo quedaron a su lado la familia y alguna amiga. La soledad del enfermo, la falta de apoyo institucional, el rechazo en la mirada ajena. “Cuando tienes un hijo discapacitado [...] Te conviertes en sus manos y sus ojos, en sus piernas y su boca. Ocupas el lugar de su cerebro. Y poco a poco, para los demás, tú también acabas siendo algo discapacitada una discapacitada por poderes”, circunstancias que hacen que ella deje ser persona para ser una “función de ti”. Juntas a perpetuidad en los márgenes.
La asociaciones que contacta por Internet proporcionan información útil, pero tampoco son la panacea. “No siempre, y no para todos, la desgracia compartida es menos sentida”, reflexiona. Cada familia integra la discapacidad a su manera.
Es necesaria la puerta de la literatura para captar un atisbo de la intimidad entre madre e hija: el modo en el que, al no poder expresarse verbalmente, el cuerpo se convierte en canal de comunicación mediante la expresión facial o el contacto. La aceptación de los impulsos de violencia involuntaria (arañazos, tirones de pelo...). El temor ante la adolescencia, que para Daria no supone maduración intelectual, sino un cochecito más grande, un pañal de adulto, una grúa para moverla, y la pregunta, sin respuesta, acerca de cómo se debe de sentir con los cambios corporales.
En febrero de 2008, indignada por las declaraciones de un médico contrario al aborto, escribió a La Reppublica: “Adoro a mi maravillosa hija imperfecta. Pero si aquel día hubiese podido elegir, me habría inclinado por el aborto terapéutico […] vayan a ver con sus propios ojos en qué se han convertido esos niños y a qué eterno presente han condenado a esas madres”.
Ella empatiza con las noticias de suicidios y demás actos desesperados de quienes cuidan de alguien; en lugar de juzgar, invita a plantearse cómo aguantaron tanto, por qué no se les ayudó. No es su única crítica: la enseñanza, en Italia, tiene un modelo ejemplar, pero en la práctica hay trabas, que aumentan a medida que Daria crece; las madres luchan por algo tan básico como el derecho a la educación.
Con todo, hay rayos de esperanza de la mano de los compañeros de Daria, escenas que prueban que Daria también brilla, que irradia su propia luz.
Aceptar la enfermedad y la muerte
“Un individuo no contrae cáncer, lo contrae una familia entera”, dice Terry Tempest Williams en Refugio (1991). Junto con la angustia por el futuro de su hija, Ada sufre los efectos del tratamiento: no puede cargar con Daria ni seguirle el ritmo, los ingresos hospitalarios la apartan de su rutina, sufre la degeneración del cuerpo: “Ahora que has crecido y yo he enfermado, el encaje de nuestros cuerpos ya no es posible”. La madre de un niño discapacitado debe mantenerse en forma, y ya no puede. Debe ocuparse de sí misma, salvarse, aceptarse con sus nuevas limitaciones.
La gestión familiar no es fácil: la enfermedad puede unir, pero también separar. Busca consuelo en los libros, en quienes pasaron por lo mismo. Y arregla, con diligencia, los papeles para cuando no esté. La reflexión que nace de esto, potenciada por la pandemia, es que todos, tarde o temprano, seremos discapacitados, seremos los “otros”. Es necesario vencer el miedo, aceptar la enfermedad y la muerte como parte de la vida.
En lugar de asumir nuestra fragilidad, la COVID-19 reforzó la división entre fuertes y débiles. “Así como la enfermedad es la mayor desgracia, la mayor desgracia de la enfermedad es la soledad”. Ella, confinada con su hija y su compañero, sentía que no harían nada por ellas si se contagiaban, porque pertenecían al grupo de riesgo. Y escribe que “el verdadero problema que la pandemia ha sacado a la luz [...] es el terror inmenso que sentimos ante la enfermedad y la muerte. Estamos convencidos de ser criaturas que gozan del indiscutible derecho a una salud perfecta [...] los enfermos son siempre ‘los otros’: los pacientes oncológicos, los discapacitados, los diferentes”.
La autora supo que formaba parte de los doce candidatos al Premio Strega horas antes de morir. Como cuenta su marido y padre de la niña, Alfredo, en una entrevista para Oggi, lo más difícil fue comunicar su pérdida a Daria, una muchacha de diecisiete años que no concibe qué es la muerte. Los expertos recomendaron no “borrar” a Ada, sino hacerla presente. Optó por una estrategia que ya había seguido la propia Ada tras el fallecimiento de su padre: le regaló a Daria una almohada en forma de estrella, con una foto de Ada en un lado y un corazón y una frase para ella en el otro. Le dijo que, aunque no la viera, siempre estaría ahí; se había convertido en estrella. Adoptaron la costumbre de darle las buenas noches antes de dormir. “No debemos eliminar, debemos convivir”, concluye.
La nueva vida de los hermanos
“¿Cómo habría sido tu vida si hubieses tenido un hermano mayor a tu lado?”, se preguntaba Ada D’Adamo. Clara Dupont-Monod (París, 1973) responde en Adaptarse (Salamandra, 2024, trad. Pablo Martín Sánchez), el libro que la consagró tras una larga trayectoria como periodista y autora de novela histórica. Es su obra más personal, un texto intimista, preciso, poético, tan honesto como el anterior. Está narrado desde el punto de vista de la casa donde nace un niño, el tercero, con otra malformación cerebral grave. El enfoque permite concentrar los acontecimientos en el hogar, donde conviven; deja fuera los médicos, el mundo adulto en general.
La primera parte se centra en el hermano mayor; la segunda, en la mediana. Hay una tercera parte, de la que es mejor no adelantar nada. El hermano mayor cumple con el viejo tópico y se vuelca con el niño, lo lava, lo cambia, lo saca a pasear, relega a sus amistades por él. Sin que nadie se lo pida, por puro amor. Aprende a amar su singularidad, aunque esto lo aleje de sus pares. “No lo comparaba con nadie. Menos por un acto reflejo de protección que en aras de una felicidad plena, completa, tan original que la norma le parecía insulsa”. Una conducta ejemplar, podría decirse, aunque hay también una sombra de tristeza en este niño que renuncia a serlo. Se convierte en un adulto taciturno con dificultades para expresar el afecto hacia los demás, que no va a querer ser padre por miedo a que la historia se repita.
Para la hermana es distinto. Ella pone voz al lado políticamente incorrecto: “Desde que nació, sintió resentimiento hacia él”, detalla en su texto. Por mucho que los padres disimulen, su vida cambia para siempre. Las prioridades, también. Dejan de ser los únicos hijos para convertirse en los hermanos autónomos de los que no hay que ocuparse (tanto). No invita a sus amigas; le duele que la vean como “hermana de”. No reacciona como su hermano mayor ante el cuerpo enfermo. Por ejemplo, le dan asco los fluidos, los ojos ciegos, las articulaciones inútiles. En una ocasión, trata de cogerlo y la cabeza, que no se sostiene sola, se le queda colgando. Sus padres no se lo afean. Se muestran comprensivos y pacientes.
Ella sigue enfadada con el mundo, incluido su hermano mayor, que la deja de lado. La irrupción del hermanito la quiebra como a otros los quiebra una pérdida o un accidente. Se convierte en una adolescente rebelde. Solo disfruta con su abuela de la que dice: “A su lado, no había ni hermano robado ni hermano ladrón”. Más tarde se marcha. Necesita construir su identidad lejos. Y, al final, logra tener una existencia plena.
Teniendo en cuenta que esta hermana es ella misma, aún tiene más mérito su confesión. La llegada del hermano dinamita la rutina familiar, pero no solo altera los hábitos, sino que cambia a quienes lo rodean, padres, hermanos, la red de relaciones entre ellos. Son niños que están desarrollando su identidad, ya inseparable de ese “ser a medio camino, un error, atrapado en algún lugar entre el nacimiento y la senectud. Una presencia incómoda, sin voz ni gesto ni mirada. Indefensa”. Notan la falta de apoyo: “la discapacidad no era suficiente para recibir la ayuda, pero era excesiva para integrarse en la sociedad”. El libro, en suma, revela los claroscuros de la discapacidad para los allegados, que ya no se definen por sí mismos sino con respecto a. Como D’Adamo, nos recuerda que, aunque nadie piense que le tocará, ocurre, y la realidad estalla sin posibilidad de retorno. Todos podemos ser los “otros”; más vale no olvidarlo.