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Francisco Nieva y su teatro furioso se deshacen ante la maquinaria festivalera

Volvía esta versión de Francisco Nieva de La paz de Aristófanes al Festival de Mérida. Versión que se estrenó en 1977 en el mismo espacio y que hoy llegaba de manos de Rakel Camacho, la directora que hace dos años se ganó a público y crítica con un furioso Coronada y el Toro. Muchas esperanzas puestas en este estreno que tuvo lugar con el gran teatro romano casi lleno, en torno a dos mil personas, y un público entregado desde el principio a esta comedia que además llegaba protagonizada por nombres tan conocidos como los humoristas Joaquín Reyes y Sara Escudero, actrices con Premio Goya incluido como Laura Galan (Cerdita), o la intérprete que más trabajó con el manchego, la conocida Ángeles Martín. 

La obra cuajó entre el público que rio y acabó palmeando el final bajo la canción de John Lennon Give peace a chance. Varias niñas en escena levantaban unos dibujos de rostros infantiles bajo el lema “why”, porqué. Resonaba Gaza y Ucrania tras el estreno de esta obra que vio la luz en el siglo V a. de C. y que es precursora de la comedia y el teatro político. Aún así, la sensación de haber asistido a otra comedia más de este festival, que desde que es dirigido por Jesús Cimarro parece enganchado a este género, se impuso. Faltó el pellizco beligerante y profanador de morales propio de Francisco Nieva, quien catalogó esta obra dentro de su teatro furioso. Y es que por el medio muchas cosas quedaron en el camino. 

La obra de Aristófanes fue escrita tras trece años de Guerra del Peloponeso, en un momento de tregua inestable. Cuando Nieva acepta el encargo del director Manuel Canseco, el autor transforma la obra en otra cosa. Una adaptación que, primero, sirve a Nieva para disparar “esa genialidad en el manejo del castellano que le distingue entre cuantos escriben hoy teatro en España”, como dijo José Monleón en las páginas de Triunfo en su momento. Lo segundo que intenta Nieva es su versión es acercar a Aristófanes al teatro español. Nieva en su día dijo sobre esta pieza que se había convertido en “una ofrenda de mi parte al primer poeta cómico y, en suma, una forma castellana de trascender la esencia de su humor en clave de auto sacramental burlesco y en un lenguaje de ascendencia barroca y surrealista”. 

Para conseguirlo el autor da mayor importancia al personaje de la Guerra (Astrid Jones), buscando el arquetipo barroco que le permita lo desmedido. La guerra es pura locura facinerosa que abre la obra al desborde verbal y físico. Además, introduce nuevas acciones dramáticas y escenas escatológicas y sexuales que faciliten el engaño y la carne. Finalmente, decide suprimir las constantes alusiones políticas a personajes de la época que en su momento debieron picar a más de un militar o patricio, pero que hoy adaptadas pudieran quedar mitineras. Busca Nieva un barroco carnal, surrealista y popular, que incida en el presente sin tener que bajar a él. 

En definitiva, Nieva, se apropia de Aristófanes, lo lleva a su terreno y además lo presenta en un un festival de 1977 en el que desde 1933, con el estreno de Margarita Xirgu del Medea en versión de Miguel de Unamuno, predominaba la tragedia como la forma excelsa del teatro griego. Todo muy serio y colocadito. Fue en cierto modo aquel estreno una reivindicación de Nieva de un teatro popular, del “respetable teatrucho de las ferias en descampado”, dicho con sus propias palabras, que además albergara la libertad, corporal y espiritual, más alejada del moralista.

Rakel Camacho es una directora ya bregada, estudiosa de Nieva y que bien conoce todos estos avatares y circunstancias. Pero en esta ocasión parece haber ganado la maquinaria festivalera. Se ha protegido Camacho y ha contado con parte del equipo de Coronada y el toro, como José Luis Raymond en la escenografía, o Nerea Jiménez que está fantástica, aunque sea en un papel menor. Repite en cierto modo la estética que creó junto a Ikerne Giménez para Coronada, aunque esta vez sea más simbólica, como si de un Mad Max sexual, libertario y fetichista se tratase. Y consigue ritmo y acción en la palabra tanto de los actores con más tablas como de las incorporaciones que vienen del stand up. 

Joaquín Reyes está más que cómodo en el papel de Trigeo, sabiendo explotar esa vis cómica que le es tan propia y haciendo llegar bien el texto. Y Sara Escudero se pliega a las necesidades de su papel como Hermes, el único dios que Trigeo encuentra en el Olimpo. Ambos están solventes y consiguen dar vida a sus personajes. También está correcta Astrid Jones, cantante ya con experiencia en teatro, que intenta llevar al personaje de la guerra, a través de la caricatura grotesca y desmedida, al símbolo. Ángeles Martín disfruta su papel de corifea. El corifeo era el actor del coro griego destacado que se encargaba de hablar en nombre de la comunidad e incluso podía hablar con los personajes. Nieva hace que esta corifea además hablé a público. La actriz, vestida con patas de fauno, lo aprovecha y tira de verbo y presencia. No en balde Ángeles Martín participó y fue dirigida por el propio Nieva en otros tres montajes anteriores.  

Consigue también Camacho que suenen y lleguen los textos más ricos de Nieva, como cuando la Guerra tienta a Trigeo con una sesión de sexo desmedido y le dice: “Anímate, y hazme tuya, papanatas. Sabes que entre piernas tengo un mortero enfogarado en donde muelo mucho pimentón. ¡Fiebre tengo en el mortero, paroxismo, efervescencia...!”. Se dispara la pirotecnia verbal de Nieva en muchos momentos de la obra, pero no consigue la propuesta esa unión entre la forma del auto sacramental barroco y el libertinaje subversivo carnal y popular. Todo eso, si bien está, tan solo queda apuntado y, desgraciadamente, la obra va tendiendo a lo convencional.

Son incomprensibles las canciones con baile incluido. Algo que parece más dirigido a cumplir con el canon de las comedias que se presentan en este festival que a potenciar la propuesta. Es verdad que un espacio como el teatro romano hay que calentarlo y jalearlo, pero quizá no siempre a través de este recurso, que además esta vez no consigue altas cotas musicales, aunque detrás esté Pablo Peña que demostró capacidad en la obra de Alberto Cortés, El ardor

La comedia se va deslizando hacia lo facilón, a códigos que se saben bien aceptados por el público, y se aleja de la carga subversiva de Nieva. Poco a poco la obra va entrando en la maquinaria festivalera de primeros nombres, solvencias y posibles giras. El montaje tiene un comienzo precioso, una niña sale de las tripas de un gorrino gigante y junto con otras juega al escondite por un espacio vacío, ruinoso e iluminado por la luna. Pero al final, cuando las banderas de trapo de la escenografía se sustituyen por libros, cuando reina la paz y se canta la canción de Lenon, poca inocencia teatral queda para que la escena se sostenga. No llega a entenderse bien la propuesta de Camacho para esta 70 edición del Festival de Mérida, ya que más que furiosa la propuesta, por decirlo grácilmente, quedó dúctil, flexible, elástica. 

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