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La tentación de la nada, por Rosa María Palacios

Desde hace varios meses tengo la sensación de hacer todos los días el mismo programa y escribir todos los domingos la misma columna. Cuando alguien me dice que todavía no ha podido leerme, le respondo que no se preocupe porque he escrito lo mismo que la semana anterior. A simple vista, esto no es evidente. Cambian los personajes y cambian los hechos. Los detalles son variadísimos. Sin embargo, todo parece un engaño para distraer. Escribo sobre un país que naufraga, en el que puedes cambiar de bote salvavidas o agarrarte de un madero diferente, pero, al final del día, sigues exactamente en el mismo naufragio. Es el mismo barco, el mismo mar, los mismos pasajeros, la misma tripulación. Cambian los capitanes, pero el bote se sigue hundiendo.

Tomemos la reforma universitaria de ejemplo. Luego de un diagnóstico descarnado de las precariedades de un pésimo servicio educativo, se puso en marcha la ejecución de una ley que ha sido una verdadera revolución. Luego de una apertura desregulada en los noventa, donde miles tuvieron acceso a la educación superior como primera generación, llegó la defraudación. Los egresados comprobaban que sus títulos eran una estafa. Universidades públicas a las que el propio Estado no dotaba de los recursos mínimos y universidades privadas que, buscando una ganancia, olvidaban toda inversión. Tuvimos un inventario de universidades fachada. Filiales de la nada, carreras inventadas con profesores que no eran ni bachilleres y tesis truchas, compradas por docenas en una fotocopiadora. Una gran y masiva estafa que burló la esperanza de jóvenes y sus padres.

La reforma que llevó a cabo la Sunedu fiscalizó el cumplimiento de requisitos mínimos (y subrayen lo de mínimos) para que una universidad pueda ser considerada como tal. ¿Resultado? 50 universidades privadas tuvieron que cerrar; las universidades públicas recibieron un cuantioso subsidio estatal para ponerse al día; y las universidades privadas que aprobaron el licenciamiento tuvieron que invertir millones para ponerse mínimamente a tono. Esto trajo enormes efectos positivos: las universidades peruanas comenzaron a subir, año a año, en ránkings internacionales y los títulos tuvieron mayor prestigio en el mercado laboral.

No obstante, ya desde el Congreso del 2020, la culminación de todo el proceso de licenciamiento era visto con ira y codicia por los perdedores que quedaron fuera del mercado universitario, pero dentro del Congreso. Desde que Castillo y luego Boluarte llegaron al poder, ellos y el Congreso han demolido la reforma. La Sunedu está capturada por rectores y empleados de universidades con evidentes conflictos de interés. Exactamente igual que en los tiempos prerreforma en ese club de amigos argolleros que era la Asamblea Nacional de Rectores. Así, hoy se crean facultades y carreras sin cumplir ningún requisito mínimo y los estándares, que tanto se tardó en levantar, caen cada día, uno tras otro.

Esta semana, los parlamentarios se han colocado un nuevo hito en su propia lumpenización en pos de la degradación de la universidad peruana. La Comisión Permanente ha aprobado, en primera votación, una ley que establece que el licenciamiento, a partir de ahora, es perpetuo. Nunca más se deberá acreditar nada para garantizar el cumplimiento de requisitos mínimos. En pocas palabras, se tiraron la reforma completa.

En otros tiempos, miles de estudiantes universitarios estarían en las calles defendiendo sus futuros títulos, autoconvocados para reclamar no ser estafados. Porque no hay un sueño que una más a todos los padres del país que este: que sus hijos prosperen gracias a la educación. ¿Qué padre o madre no aspira a ello? ¿Quién no tiene esa ilusión? Eso es lo que este Congreso nos está robando, pretendiendo ser populista regalando títulos profesionales baratitos que no sirven para nada. ¿Acaso le sirvió a Pedro Castillo una “maestría” de la Universidad César Vallejo en Tacabamba? Con eso no pudo jamás pasar la evaluación docente. ¿Lo estafaron? Sí, pero él también fue cómplice de su propia estafa. Hoy, ese es el sistema que promueve el Congreso.

Sé que pelear por cada atrocidad que hace el Ejecutivo y el Legislativo harta. Y cansa porque no es una, no es la excepción. Es la regla. Normas penales que favorecen a criminales; normas de bosques que favorecen la tala ilegal; normas de dinamita que favorecen la minería ilegal; normas de transporte que favorecen al transportista informal y normas de educación que favorecen al maestro jalado. Normas para avasallar a los demás poderes del Estado y usurpar sus funciones, concentrando más el poder en un congreso fragmentado.

No hay duda de que harta. La evasión de esa realidad frustrante, que parece inamovible, es la tentación del día a día. Millones han optado por ese camino después de la pandemia. Defraudados, desilusionados me dicen, “¿Cómo puedes ver noticias?”. Muchos se enorgullecen de jamás ver un noticiero o leer un periódico, porque ya no les importa. “¿Qué va a cambiar?”. La sociedad peruana ha perdido la fe en sí misma como actor de cambio mientras prepara a sus hijos para que estudien y trabajen lo más lejos del Perú que sea posible.

Una columna, en este diario, de Jorge Bruce ha sido una epifanía para mí. Como en la película El día de la marmota estamos atrapados viviendo el mismo día una y otra vez. No hay salida hasta que no aceptemos que estamos aprendiendo en la repetición de los eventos, una y otra vez, a ser mejores. Ese es el único camino para vencer la apatía, la indiferencia, y enfrentar a los delincuentes que nos están robando desde el poder. Protestar, todos los días, sin entregarse a la tentación de militar tras la bandera de la irrelevancia, en silencio, aspirando a la nada.

Hace meses y años que escribo la misma columna. La gracia es que cada vez lo haga mejor, hasta que mi protesta sea la nuestra. Tengo fe en que eso ocurra y salga del día en que todos estamos atrapados.

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