Renuncia de Biden: intento desesperado de impedir... ¿lo inevitable?
Joe Biden no ha tirado la toalla renunciando a ser el candidato demócrata en las elecciones estadounidenses del próximo noviembre. A Joe Biden lo han tirado a la papelera política. Y lo han hecho sus propios compañeros de partido, en un intento desesperado por salvar los muebles y corregir un nefasto error de cálculo, ante el temor de un desastre electoral que no solo podría suponer la vuelta de Donald Trump a la presidencia, sino también la pérdida de muchos puestos de poder tanto en la Cámara de Representantes como en el Senado, dejando el país en manos de quien el Tribunal Supremo está convirtiendo en una figura por encima de la ley.
Es comprensible el esfuerzo de Biden por aferrarse a un poder presidencial que cree que le ha llegado demasiado tarde. De ahí que, contraviniendo el guion dibujado tras su victoria electoral en 2020 –cuando se presentó como “un puente” que debía desembocar en Kamala Harris como la siguiente inquilina de la Casa Blanca–, decidiera, en abril de 2023, confirmar que aspiraba a un nuevo mandato. Un interés personal que coincidía con los estudios prospectivos del Partido Demócrata, mostrando que era el único entre sus correligionarios que tenía alguna posibilidad de derrotar a Trump.
Se pasaba así por alto que a esas alturas ya había dado frecuentes muestras de sus limitaciones, tanto físicas como mentales, para ostentar el cargo y para competir con un histriónico maestro del espectáculo que incluso ha logrado convertir a su favor las causas judiciales que lo han convertido ya en un convicto.
No hacía faltar esperar a su penosa actuación en el debate electoral del pasado 27 de junio para entender que sus posibilidades de victoria eran mínimas, tal como venían consistentemente reflejando las encuestas desde hacía tiempo; pero a esas alturas el partido ya no veía más remedio que seguir apostando por él. Si a eso se le añade que el atentado sufrido por Trump ha dotado al candidato republicano de un aura divino, se llega de inmediato a la conclusión de que Biden no tenía ya nada que hacer frente a su rival.
En consecuencia, el pánico se ha apoderado del Partido Demócrata y en plena desesperación sus principales figuras han decidido pasar a la ofensiva, presionando a Biden para que abandone por la fuerza su sueño político. Un partido que, haciendo ejercicio de la más grosera hipocresía, dice valorar ahora su gesto como el propio de un patriota y un estadista generoso, cuando un minuto antes de su renuncia lo criticaba por incapaz. Un partido que ahora pretende convencer a sus potenciales votantes de que Kamala Harris es un dechado de virtudes, las mismas que hasta ayer no quisieron ver hasta el punto de arrinconarla en una vicepresidencia sin futuro.
Racionalmente, el Partido Demócrata no debería estar interesado en promover unas primarias a la carrera, aunque solo sea porque mostraría públicamente sus fracturas internas, cuando lo que necesita es dar imagen de unidad, y porque dejaría aún menos tiempo a quien sea finalmente nominado para crearse una imagen conocida y con cierto gancho electoral antes de noviembre.
Partiendo, por tanto, de que Harris es la opción más probable, queda por ver si se hunde irremediablemente ante quien se ha atrevido a decir que recibió “un balazo en nombre de la democracia” o va a suponer un revulsivo que acabe logrando una victoria que sería una mayúscula sorpresa, movilizando a quienes valoran su defensa del derecho al aborto o su sensibilidad para hacer frente al cambio climático o potenciar la integración plena de las minorías en un país que está sufriendo un retroceso democrático innegable.
En todo caso, obliga a Trump a modificar su estrategia para la campaña electoral, aunque solo sea porque no podrá emplear contra ella los mismos argumentos que ya viene utilizando contra Biden.
El Partido Demócrata, en definitiva, ha decidido jugar a la lotería, deshaciéndose de quien ya veía como un cadáver político, al que le esperan unos meses de agonía, sin el consuelo de poder actuar de telonero en los mítines de Harris, necesitada de marcar diferencias.
Precisamente, si finalmente es ella la nominada, uno de los problemas que va a encontrar en este giro de guion es que no tiene ningún balance propio que presentar y tampoco ha dado a conocer grandes ideas sobre su manera de ver el papel de Estados Unidos en el mundo. En todo caso, visto desde la perspectiva ucraniana, taiwanesa o europeo-occidental, y ante la perspectiva de un Trump crecido y victorioso, la (improbable) victoria de Harris dibujaría al menos la pequeña esperanza de que Washington no gire bruscamente hacia el aislacionismo y el abierto entendimiento con autócratas como los de Rusia y China.
Una mínima esperanza que no incluye a los palestinos, dado el alineamiento mostrado en tantas ocasiones por la vicepresidenta (al igual que su actual jefe y su previsible rival en la campaña electoral) con el gobierno de un Benjamin Netanyahu al que ya espera el Congreso de EEUU.