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La experiencia Biden y su legado

Juan Pablo II, un pontífice vaticano reconocido por su inigualable labor pastoral, realizó su último viaje fuera de Roma en el mes de mayo de 2003, 83 años después de su nacimiento el 18 de mayo de 1920 —virtualmente a los ochenta y tres años—. Falleció en el 2005. Por su tenacidad, por su carisma, por su capacidad unificadora en la cúspide eclesiástica, hoy ha sido santificado y es recordado como uno de los papas más prolijos en su labor al frente de la Iglesia católica.

Sus dos sucesores han dado cuenta, también, de la capacidad que puede tener una persona sana, octogenaria, para ser cabeza de una organización religiosa que, frente a todos, conserva intacta su doctrina y, por ende, la base de su existencia.

No es equiparable la función que realiza la iglesia a aquella que lleva a cabo la administración, como parte del Gobierno del Estado. Ésta interactúa de manera cotidiana con la sociedad para resolver los problemas materiales que le aquejan en los términos en que lo prevé la ley. El titular del Ejecutivo tiene una carga material de estar a la vanguardia en aquellos temas de actualidad que llaman la atención y preocupan al grupo humano más amplio de entre aquellos que conforman la sociedad, ese que, por su contribución al gasto gubernamental, determina su progreso y su suerte.

La proliferación de la retórica a favor de la no discriminación ha producido sus efectos en el ámbito laboral, como también en el terreno del servicio público. No solo se han impulsado modificaciones legislativas con el propósito de proteger la paridad de género en la conformación del gobierno, sino que también se han venido cambiando o eliminando aquellas normas que establecían restricciones de edad en contra de aquella persona que deseara ejercer un cargo público.

En el caso de nuestro país, el artículo 82 de la Constitución Federal exige que el aspirante a ejercer el cargo de Presidente de la República tenga 35 años cumplidos el día de su elección; sin embargo, no establece una edad tope. No es un ejemplo de lo que a lo largo de la historia ha sucedido para el resto de los integrantes del Gobierno Federal. En el caso de los ministros de la Suprema Corte de Justicia, por ejemplo, hasta 1994 estos no podían ser designados al cargo si hubieran llegado a tener más de sesenta y cinco años a la fecha de su designación.

Este domingo fuimos testigos de un desenlace que se venía anunciando desde meses atrás, y que se produjo como consecuencia del fenómeno electoral que tuvo lugar a partir del atentado —afortunadamente infructuoso— en contra del presidente Donald Trump, por virtud del cual el actual presidente Joe Biden declinó su candidatura a la reelección al frente de la presidencia del gobierno de los Estados Unidos de América.

En su carta de declinación —lógicamente— no existe una explicación de las causas que lo orillaron a tomar la decisión; sin embargo, dado el importante número de evidencias registradas sobre problemas de salud asociados a su capacidad de enfoque y atención a los asuntos de su agenda, todo haría parecer que su resolución proviene del reconocimiento de la lógica incapacidad para atender sus responsabilidades, asociada a su avanzada edad.

Ante los grandes planteamientos que arroja la longevidad humana de nuestra época sobre la capacidad intelectual de la que gozan los octogenarios para hacerse cargo de alguna función pública frente a los grandes retos y responsabilidades que esto entraña, la necesaria pregunta que debemos hacernos tiene que ver con eso, precisamente: ¿es válido y necesario que la ley establezca techos a la edad con la cual un determinado candidato debe contar para ejercer un cargo público?

No existe una respuesta categórica o única a dicho cuestionamiento. Deviene absolutamente necesario que el tema se discuta, porque no nos encontramos en un terreno de deliberación político-social que nos sea ajeno: el licenciado Manuel Bartlett, Director General de la CFE, empresa productiva del Estado de la que depende en buena medida la marcha de nuestra economía, cuenta con 88 años.

Estimo que la aportación intelectual que puede concedernos una persona de mayor edad es invaluable. La visión histórica en la trascendente labor de bien gobernar favorece la exclusión de los errores y garantiza la atención de puntos de interés que son cruciales para la sociedad, que es bien entendida desde una perspectiva de largo plazo.

No obstante, es cierto que la visión y atención de los problemas atiende a una perspectiva generacional que no es deleznable, que exige la presencia infranqueable de una persona que tenga un nivel de comprensión adecuado y equivalente a la época en la que una determinada decisión deba ser adoptada. Gobernar exige energía y ésta, bien cifrada en la experiencia, no deja de requerir cierto grado de juventud y empatía.

Nuestra Constitución tutela en su artículo 26 un derecho humano a la movilidad social, un principio que vela por el derecho inalienable de cada sujeto en lo particular, o de nuestra sociedad en lo general, a aspirar y alcanzar un mejor estado de bienestar.

Frente al importante número de mexicanos que conformamos el conglomerado humano que denominamos Nación, y de cara al derecho humano a la movilidad, estimo que siempre existirán aptos mexicanos que puedan aportar sabiduría, energía y razón para bien gobernar, que pueden acompañarse sanamente de muchos mexicanos de mayor edad, de quienes pueden aprender y adquirir la sabiduría necesaria para asumir determinadas decisiones.

Es una personal opinión que nuestra Constitución debe fijar límites respetuosos y razonables de edad o a la capacidad intelectual, de conformidad con la cual deben establecerse los accesos a todo proceso de elección popular para hacerse cargo de las responsabilidades públicas. Nuestros gobernantes deben de gozar de actualidad en el entendimiento de los retos que enfrenta México; no podemos emprender los grandes caminos de nuestro porvenir con ideas o ideologías aferradas al pasado, o de la mano de personas que adolecen de capacidad intelectual esencial.

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