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La resistencia gala del París olímpico

Abc.es 

Al principio, el sonido parece como el de un móvil cuando suena en el bolsillo, pero poco a poco, el silbido que suena en plena calle se va haciendo más nítido, más sublime, tanto que es posible percibir cada una de las notas de 'Toreador', el aria de la ópera de Bizet. Son las siete de la tarde y ese silbido sería imperceptible si no fuera porque en la rue Lariston, a unos diez minutos de la Plaza del Trocadero y del Arco del Triunfo, hay un silencio físico, un silencio que chorrea y eso que no ha empezado a llover en París a media hora de arrancar la inauguración más fastuosa y compleja de la historia de los juegos: fuera de un polideportivo y navegando por el Sena. Qué bello. Qué sublime. ¿Acaso quien pasea por París no va con esa sensación de mandíbula desencajada? Así debería de haber sido también este viernes, si no fuera porque París se transformó en una ratonera, con calles que se iban cortando progresivamente , primero las más cercanas al Sena, y después, como si tiraran una piedra al río, las ondas consiguientes hechas de vallas metálicas que cortaban el paso, el ánimo, la respiración. Salvo a Thibaud Mercier, que silba por la acera porque está a veinte metros de su casa, y porque sale del gimnasio y va a cenar «viendo la ceremonia». Thibaud lleva en la mano una pizza precocinada que acaba de comprar en el supermercado, la única tienda de toda la calle que a esas horas sigue abierta, junto a los bares y restaurantes. Solo se mueven las luces azules de los coches policiales. «Estamos en operación tortuga», dice el joven de 30 años señalando los furgones policiales que cierran todos los cruces de su calle. ¿Como en los cómic de Astérix, cuando los romanos se encerraban con los escudos? «Algo así», responde riendo, porque, en este caso, los parisinos no están debajo de los escudos. Muchos se han ido de la ciudad y da fe de ello porque en la empresa de ingeniería donde trabaja «la mayoría de los compañeros han cogido ahora las vacaciones para no estar aquí». Pero él no, «es un día para estar orgulloso de esto», dice mirando al cielo, y con la pizza en la mano, se dirige a su casa silbando de nuevo mientras deja atrás una cola de personas que aguardan para acceder al lado opuesto de la calle, algunos pacientes, como Agnes, otros resoplando, otros resignados, como la joven que se pone la mano en la lumbar y estira la espalda con gesto de dolor; tiene los ojos azules, un vestido negro y ceñido hasta las rodillas, la melena rubia que le deja a la vista el cuello finísimo: es bella con ambición, con alevosía, y sin embargo, en este París coartado y secuestrado, resulta invisible. Nadie la mira. Nadie mira nada. Nadie habla. Salvo Thibaud con su silbido, salvo Agnes, que espera paciente con su marido a que les dejen pasar. «Vamos a ver la ceremonia a casa de unos amigos», dice señalando con la vista al otro lado del furgón, de las boinas de los policías y sus armas. Vive en el barrio (distrito 16) y no le molesta, dice, «estos exhaustivos controles de seguridad», quizá porque se ha imbuido en el espíritu olímpico cuando cambió los billetes de tren para irse al sur de Francia estas semanas huyendo del follón por las entradas que compró para ver voley y hockey cuando bajó el precio. ¿Están hechos los juegos para la ciudad que los acoge? ¿Cabe París en su propia ceremonia? Viendo la cara de los paseantes que buscan salir o avanzar por la ratonera de calles cortadas que se propaga hasta el Arco del Triunfo uno podría pensar que hasta los turistas han huido de este París, pero no es así. O no tanto. Porque al final, en esta Francia colonizada por el deporte y su fastuosidad hay espacio para la resistencia galos: los restaurantes y cafeterías resisten totémicos al vacío catastrófico que los rodea. Es lo único que se mantiene abierto. «Esta noche solo tenemos dos reservas», dice Tom Touja, manager del restaurante italiano Marzo, pero no le preocupa, porque anoche los pedidos de 'take away' se dispararon: «La gente pide pizzas para tomarlas en casa y ver la ceremonia», dice mientras dobla un montón de servilletas blancas que anoche nadie usó en su local. Tampoco estaban llenas las clásicas terrazas de pequeñas mesas redondas que miran hacia la rotonda vacía de la plaza Víctor Hugo, los pocos parisinos que desafiaban a la lluvia con la raya intacta de la camisa lo hacían de espaldas al interior del local; solo uno de ellos tiene puesta la retransmisión de la inauguración. Sin embargo, a nada que te adentras en los barrios, empiezas a descubrir ese otro París que silba, que vitorea a las delegaciones, que aplaude cuando actúa Aya Nakamura o cuando suena al piano 'Jeux d'eau' de Maurice Ravel. Quedan franceses, parisinos que resisten como galos en pequeños locales como el de Pierre Catta. «Pasa, no te quedes ahí», dice ante el chaparrón que está cayendo. Tiene el local repleto, en la rue Lareston, una calle estrecha a unos minutos de los Campos Elíseos, y ha instalado un proyector en la entrada, con un altavoz que proyecta la ceremonia hasta las ventanas del vecindario. «Quiero ver la ceremonia y quiero que los parisinos que no pueden estar allí lo vean, esto es único», dice con la bandeja en la mano que sostiene un plato en el que un solomillo con salsa exhala vapor sobre una cama de patatas que parecen moras amarillas. Pierre Catta lleva 12 años al frente de su restaurante y en la estrecha acera que separa la terraza del interior del local (los transeúntes tienen que pasar en fila de a uno), los que pasan se animan a silbar, a mirar la pantalla, a rendirse a la razón por la que maldicen al subir la cuesta porque abajo, de donde proceden, no hay salida sino gendarmes, muchos, armados y con gesto cansado, algunos impacientes de frenar a los que quieren pasar exigiendo su derecho a pisar el suelo que es suyo, no de la entelequia que sucede a pocos metros de allí, en el Sena. «Esto es único», insiste cuando suenan los silbidos y los aplausos. En el pecho de su polo azul lleva un gallo azul sobre dos aros. ¿Y eso? «Es el logo de los juegos de París de 1924», dice sin disimular el orgullo. Y sigue sirviendo, porque los parisinos este viernes estaban encerrados, sí, pero silbando entre el ruido de sirenas y helicópteros.

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