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En democracia no hay patentes de corso

El problema con los liderazgos populistas, polarizadores y autocráticos está justamente en su apelación a la fuerza y a la concentración del poder

El problema no es la democracia, sino las malas políticas públicas y la disfuncionalidad que imprimen a los sistemas políticos intereses sin contrapesos. Primero, lo primero; es crucial, pensando en las soluciones, aceptar y entender que tras la crisis de las democracias liberales subyace, no tan profundamente como para no ser capaces de reconocerlo, la insatisfacción de las demandas de las ciudadanías en todos los ámbitos, en especial, acerca de la calidad y efectividad de las políticas públicas y de los espacios de bienestar y equidad en las oportunidades en nuestras sociedades.

Paradójicamente, este aspecto es probablemente uno de los pocos elementos de verdad detrás de los discursos populistas polarizadores y autoritarios y consiste, justamente, en apelar al poder movilizador electoral y político que siempre han tenido la indignación y el cabreo, y que ha sido potenciado hoy en día ―en su viralidad y virulencia― por las redes sociales.

También es, siguiendo con las paradojas detrás de los discursos divisivos, que los problemas suelen estar asociados con políticas públicas mal concebidas y, sobre todo, capturadas ilegítimamente por intereses de todos los tipos y signos imaginables.

Pero justamente, este es un elemento clave: el problema con los discursos de odio antidemocráticos no está en el diagnóstico y el reconocimiento de las fuentes de la molestia y el malestar en las ciudadanías, sino en las intenciones y la ética que está detrás de sus mensajes y prácticas políticas.

La concentración de poder no es la solución. El problema con los liderazgos populistas, polarizadores y, sobre todo, autocráticos está justamente en su apelación a la fuerza y a la concentración del poder con el fin de brindar soluciones a las ciudadanías.

Dinamitando la democracia desde adentro

Saben que, aunque el origen de la insatisfacción es bien conocido por los electores, no sucede lo mismo con las soluciones y explotan los mitos ancestrales en torno al poder caudillista, cargado de testosterona y de espíritu vengador.

Pero ésta no es más que una escenificación, un espectáculo con fines electorales y hoy, cada día más claramente, una forma de legitimarse en el ejercicio mediante aprobación en las encuestas y likes en las redes sociales.

Los problemas de las democracia requieren perfeccionarla no desmontarla y sobre todo urgen de una ética de convivencia básica que incluye, además del respeto a los otros, particularmente el entender que el poder es delegado en los gobernantes temporalmente y, sobre todo, con un carácter limitado.

José Luis Arce, economista.

Si esto no se reconoce se es incapaz de entender que gobernar en democracia no es imponer verticalmente, sino sobre todo convencer y ser capaz de crear acuerdos basados en dos principios: anhelar objetivos comunes y colectivos legítimos y el quid pro quo de una negociación democrática y transparente.

Pero, además, detrás de esos liderazgos populistas y autocráticos se percibe el tufo de lo antidemocrático, de la concentración del poder no para hacer y ofrecer soluciones, sino con fines ilegítimos.

Libertad, igualdad y fraternidad

No se pretende ofrecer soluciones, se busca el poder para concentrarlo, mantenerlo y sobre todo ponerlo a las órdenes de otros intereses.

Al final del día, la insatisfacción sigue acumulándose al mismo tiempo que se cercenan libertades, contrapesos y, en tiempos de política tribal, se persigue y segrega a los disidentes o grupos excluidos económica y socialmente. Sin duda un peligrosísimo escenario.

Las elecciones no otorgan patentes de corso. Estos nuevos liderazgos populistas y autoritarios que alcanzan el poder mediante los mecanismos de elección democráticos desconocen un principio fundamental en democracia: los pesos y contrapesos en el ejercicio del poder.

En sus desvaríos manipuladores pretenden sembrar en las ciudadanías la idea de que ganar elecciones es equivalente a una patente de corso, en el sentido de dar espacios para ejercer un poder sin contrapesos y controles bajo el pretexto de la legitimidad que da la expresión del soberano en las urnas y la urgencia de hacer, ambos elementos centrales de su discurso manipulador.

Buscan mayorías electorales para destruir la democracia desde adentro, dinamitando sus cimientos institucionales y el pilar de un poder temporal y acotado.

¿Cómo proteger la democracia de estas amenazas? Estos liderazgos populistas y autoritarios desubican, a los grupos de interés, a las élites y a las agrupaciones políticas tradicionales, en un contexto en el que su baja credibilidad y lejanía frente a las ciudadanías las convierte en los culpables de todos los males.

Estos grupos, muchas veces acostumbrados a la influencia y al poder no saben leer los signos de los tiempos. Primero, se acercan a los liderazgos autocráticos pretendiendo favorecer sus intereses, buscando migajas de poder o intentando replicar sus éxitos electorales.

Enfrentan el peligro antidemocrático con la misma desconexión que los ha llevado a la irrelevancia, pretendiendo hacer, una y otra vez, lo mismo que falló en el pasado y que les debilitó frente a sus electores.

Cuando lo que debieran es despertar, fortalecer los espacios de escucha y diálogo con las ciudadanías y ofrecer soluciones nuevas a los problemas, tanto los antiguos como a los nuevos retos.

La democracia tiende a resistir, pero no debe menospreciarse el poder destructivo de estos liderazgos autoritarios, ni sobreestimarse la fortaleza de las instituciones pues tanto va el cántaro al río que termina por romperse.

Además, al final del día, como siempre cuando de gobernar en democracia se trata, son las intenciones lo que determina el verdadero talante de los gobernantes: su preocupación por construir un nosotros realmente compartido y próspero, su respeto por entregar todos los derechos a todas las personas y una búsqueda incesante de construir acuerdos entre intereses diversos, en lugar de pretender imponerse vacíamente por la fuerza.

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