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«Cada 24 de julio soplo las velas para llenarlo de recuerdos felices»

Abc.es 
Lidia Sanmartín lleva once años tratando de darle la vuelta al 24 de julio más negro de la historia de Galicia. Esta abogada que por aquel entonces tenía 30 años viajaba de Madrid a su Ferrol natal en el vagón del Alvia número 5, el que impactó contra el muro de la curva de A Grandeira de Angrois. Salvó la vida de puro milagro y fue una de las últimas víctimas en ser dada de alta. Cuando lo hizo ni siquiera podía caminar, cambió «los tacones por la silla de ruedas» dice, pero se empeñó en aferrarse a la vida. «Cada aniversario, a las 20.41 horas, soplo las velas por esta segunda oportunidad y porque quiero llenar ese día de recuerdos bonitos», explica a ABC. En este empeño por plantarle cara a la tragedia, decidió casarse en el tercer aniversario del descarrilamiento y llamó a su hijo Thiago, por la ciudad donde volvió a nacer. «Siempre se lo digo a mi madre, que es la que más ha sufrido con todo esto. Si no hubiera sido por lo que pasó ese día, no me habría vuelto a Galicia y no habría formado esta familia», reflexiona para sí esta firme defensora del vaso medio lleno. Aunque, como toda historia, la suya también esté cargada de sombras. La asignatura pendiente de Lidia es volver a subirse en un tren y recorrer los apenas 90 kilómetros que esa tarde le faltaron, de la capital gallega a Ferrol, su estación de destino. Mientras llega el momento, reconoce que la sentencia que condena al maquinista y al exjefe de seguridad de Adif a dos años y medio de prisión por 79 homicidios y 143 delitos de lesiones imprudentes le ha servido para cerrar la mochila que lleva una década cargando. Visualiza su historia «como esas mochilas que tienen cordón y una tapa». «Pues la sentencia ha anudado el cordón. Ahora solo me falta bajar la tapa, igual tardo años». El regusto agridulce del recuerdo del día que esquivó la muerte, mezclado con una condena que se ha resistido más de una década y que el tribunal hizo coincidir con el aniversario, también asaltan estos días a Cristóbal González. Militar sevillano de 62 años que viajaba a la capital gallega con su bicicleta en la mano, ayudó a sacar del tren a un puñado de heridos hasta que se dio cuenta de su estado y envió un mensaje de despedida a su familia. «Había perdido mucha sangre y pensé que me iba a quedar allí, les dije »adiós, os quiero«» rememora desde el pueblo al que se mudó dejando atrás la ciudad por recomendación médica. En plena naturaleza, convirtió el ciclismo en una terapia y el Camino de Santiago en una visita obligada, que nunca traiciona. «Llevo 22 caminos, soy peregrino por tradición y por devoción», se describe. La condena de los dos únicos imputados que llegaron a sentarse en el banquillo también dibuja para esta víctima un punto de inflexión en su particular peregrinación tras el accidente. «La primera sensación ha sido de descanso. Vivimos en un país democrático y tenemos que acatarla. Como mínimo, se tenía que condenar a estas dos personas. Esta era la herida que tenía abierta», introduce. Ahora, coincide con muchos de los supervivientes, puede pasar página. «La mayor satisfacción es la de parar, no tener siempre tan presente y tan vivo que está por dictar el fallo y a quién se condenará. No lo voy a olvidar, pero esto sí me va a ayudar a cerrar un capítulo que dura ya once años», reconoce. En su caso, las cicatrices que le atraviesan la cabeza fueron lo más fácil de olvidar. La carrera de fondo, asume, es la psicológica. «Estuve cinco años de terapia. El giro no fue de 180 grados, pero sí fue importante. Lo que aprendí es que la vida la tenemos que vivir», aconseja sabedor de lo frágil que puede ser la línea que separa la vida de la muerte, y que él transitó sin esperárselo. Del interior del vagón tiene grabada la imagen de la persona que se le agarró al tobillo y le pidió que no la dejase allí. «Le contesté »usted y yo vamos a salir de aquí«», resume con la misma fortaleza con la que enfrenta la vida cada mañana. «Todos los días me levanto, doy gracias y dejo que la vista se pierda en el horizonte». Siempre, confiesa, va a tener presente el descarrilamiento porque «no perdí la consciencia en ningún momento y esas estampas quedan para mí», aunque lucha por que esa experiencia no modifique la persona que era antes. Rogelio Bernardo no viajaba en el Alvia esa tarde de julio, pero el accidente también le quebró la existencia. Su declaración en el juicio por el descarrilamiento dejó algunos de los pasajes más crudos de horas y horas de pura desolación. Su hijo era tripulante de cabina del tren y murió ese día, trabajando. Desde entonces, su padre lo visita cada semana en el cementerio para narrarle su «lucha judicial» por depurar responsabilidades. «La sentencia nos da la razón, pero yo creo que no hace justicia», valora con el fallo ya publicado. «Se trata —argumenta— de hacer las cosas bien y que no vuelva a suceder algo así. A mi hijo no me lo van a devolver, pero por lo menos ningún ingeniero volverá a firmar en barbecho y se lo pensarán antes de que el político de turno les diga que hay que inaugurar con prisas». Víctimas no del accidente sino de un «dolor insoportable», Rogelio y su esposa siempre han perseguido una «sentencia ejemplar» que, lamentan, no es la que el tribunal ha tardado once meses en escribir. Para este matrimonio, muchos responsables quedaron en el tintero. Al principio de la instrucción exigieron dimisiones que nunca llegaron. Con el undécimo aniversario aún presente, se quedan con la «emoción» de tener dos condenas y de «haber desmontado todas las mentiras que nos contaron». En primera línea de batalla se situó también Arturo Domínguez, portavoz de la plataforma de víctimas del Alvia 01445 durante la última década. Varios de sus familiares viajaban en el tren, incluidas dos pequeñas de 9 y 11 años. Una de ellas estuvo dos meses en la UCI. Él se siente afortunado porque «el dolor de quienes perdieron a alguien no se puede subsanar». La sentencia, coincide con otros de los afectados, «nos da la razón y demuestra que este descarrilamiento era evitable». Ganada la primera batalla judicial —Adif ya ha anunciado recurso— los años apuran aunque el tren que nunca llegó a Santiago siga detenido en la misma una curva infinita. A la que muchos regresan a diario.

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