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La cuerda de la vida

El gesto profundamente contracultural de "Un puñado de flechas", el nuevo libro de María Gainza, es el de examinar y disfrutar de ese azar que es la vida del artista: no buscarle el secreto ni la autenticidad, no intentar desentrañar qué es aquello que se necesita para seguir produciendo.

Leería una lista de supermercado si la escribiera María Gainza, pero si a veces demoro un par de semanas o incluso meses en arrancar sus libros cuando llegan a mis manos es porque siento que leerla a ella, como a Rachel Cusk, a Vivian Gornick o a Nora Ephron es un poco hacer trampa. Tengo una parte kantiana de mi mente que siente que las cosas importantes tienen que molestarme un poco para enseñarme algo; y leer a Gainza jamás me molesta. Todo en la experiencia de leerla me resulta terso y suave: no es porque se repita, no es porque sea predecible, todo lo contrario, ésas son el tipo de piedras en el zapato que me van empantanando la lectura de un libro. Es sencillamente que sé que me va a gustar, que me va a sorprender, que me lo voy a devorar. La conciencia de que tiene todo lo que necesito y también algo más, algo que deja sin decir, sin cerrar, y que yo siempre vengo a arruinar con mis interpretaciones.

 En Un puñado de flechas, eso que María Gainza tiene la delicadeza de nunca terminar de nombrar es la pregunta por el paso del tiempo. Igual que El nervio óptico, libro que comparte universo y registro con éste, Gainza empieza el libro con un ensayo que tiene una clave de lectura para leer todos los demás. En El nervio óptico, el primer texto terminaba enunciando el procedimiento del libro, con la sencillez de quien esconde la carta robada sobre el escritorio: “uno escribe algo para otra cosa”, así ponía. El primer texto de Un puñado de flechas, que se llama “El carcaj y las flechas doradas”, explica un concepto que le enseñó a Gainza nadie más y nadie menos que Francis Ford Coppola una noche en el Rodney, el bar de Chacarita: “Vos sabés”, le dijo Coppola a Gainza, “el artista viene al mundo con un carcaj que contiene un número limitado de flechas doradas (...) Puede lanzar todas sus flechas de joven, o lanzarlas de adulto, o incluso ya de viejo. (...) Y sólo al final de una vida se puede evaluar la periodicidad de los lanzamientos”. Gainza le pregunta a Coppola si el artista tiene control en el lanzamiento de esas flechas, si puede decidir cuándo lo hace: “No mucho”, le contesta él. “It just happens”.

Gainza recordaría este intercambio años después: ella ya era adulta y madre cuando un cúmulo de circunstancias la llevaron a terminar tomando pisco sour con su marido, su beba y Francis Ford Coppola a pasos del Parque Los Andes, pero no había empezado su carrera de escritora. No había lanzado todavía su primera flecha. La imagen parece volver en este libro, que viene ya después de muchos: la parte que ella no enuncia es la pregunta que todos nos hacemos, la de cuántas flechas nos quedarán. Es una pregunta específica que nos hacemos quienes escribimos, supongo: cuántos ases bajo la manga tendré todavía, cuándo dejará de dar agua el pozo del que siempre siento que estoy sacando la última gota. Es también una pregunta más general sobre la cuerda de la vida, y a lo largo del libro, Gainza parece examinarla de manera oblicua también en este sentido: cuando se pregunta por el sentido de una colección de arte, o incluso por la narrativa de una vida, lo que está haciendo de alguna manera es poner en escena distintas versiones de esta búsqueda por el sentido, esta sensación de intentar ponerle a lo inesperado de la existencia un borde que solo puede aparecer cuando ya no estamos ahí para entenderlo.

Gainza escribió ya alguna vez cómo se liberó de los imperativos de su clase. En "Un puñado de flechas" cuenta cómo se liberó de ciertos imperativos del mercado

Cuando pienso en lo que se perdería si el arte pasara a ser todo producido por inteligencias artificiales (o por figuras encarnadas por humanos pero enteramente inventadas por empresas, que es casi lo mismo, en el fondo: no es una cuestión de ADN, ni de venas ni de sangre), pienso en que una de las cosas más valiosas que tienen los autores es que viven en el tiempo y que podemos leer la sucesión de sus obras como un relato: ver su juventud, sus búsquedas, lo que emerge después de un bloqueo o de un período de silencio largo, las inquietudes que se le gastan, las que aparecen, las que nunca lo abandonan.

En algún sentido pienso que esto que le dijo Coppola a Gainza habla también de su trabajo, el de Gainza digo, el trabajo de crítica de arte que viene ejerciendo desde antes de ser escritora y que todo indica que la acompañará toda la vida. Solo al final de una vida se puede evaluar la periodicidad de los lanzamientos: y para cuando eso pasa el artista ya no está, de modo que ese trabajo es esencialmente el trabajo del crítico. Pienso, también, en lo otro que pasa con el tiempo, que es aprender cosas que uno ni sabe que sabe: la sabiduría, ese conocimiento intransmisible del cuerpo sobre el amor y sobre el poder y sobre la experiencia en general que no puede traducirse en información y por eso nunca podría llegar a saberlo nadie que no tenga que soportar vivir en un cuerpo por todos estos años.

Un puñado de flechas habla de todo esto sin discursos motivacionales, sin enseñanzas: Gainza no quiere decirnos que todo es siempre posible, ni darnos ningún consejo para mantener las fechas disponibles después de los treinta o de los cuarenta o de la marca arbitraria que sea. El gesto profundamente contracultural de Un puñado de flechas es el de examinar y disfrutar de ese azar que es la vida del artista: no buscarle el secreto ni la autenticidad, no intentar desentrañar qué es aquello que se necesita para seguir produciendo. Lo que hace el libro es mirar, como se mira en un museo, la maravilla del paso del tiempo, las oportunidades tomadas y las desperdiciadas. Lo hace con la tranquilidad de quien se entrega al descontrol mitad porque es lo único que se puede hacer, mitad porque en el corazón de su narradora late una intuición muy íntima de que de esa manera aparece la autenticidad mucho más que si se la busca en alguna instancia última, en un viaje de ayahuasca, en un casamiento, en lo que sea.

Gainza escribió ya alguna vez cómo se liberó de los imperativos de su clase; en Un puñado de flechas cuenta cómo se liberó de ciertos imperativos del mercado, y de cierta narrativa burguesa, juvenilista y predecible de la carrera del artista. Mucha gente se va de mundos, y eso siempre te enseña algo, pero lo que se ve en este libro es que Gainza no se fue de un mundo para conquistar otro. Se fue del goce aburrido de la conquista.

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