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Crónica de una ausencia

Hay ausencias irreparables, pérdidas irreversibles, y aunque la muerte es la peor de ellas, todas generalmente laceran. Desde pequeños nos enseñan el valor de la amistad. Se nos dice que esta es como una flor y que, por tanto, requiere atenciones. Para quienes hemos tenido la dicha de experimentar esta maravillosa sensación y, además, hemos logrado tener un bello jardín con flores bien cuidadas; duele que, de pronto, lo mismo súbita que paulatinamente, la vida nos despoje de la mayoría de esas flores que, con tanto empeño, hemos mimado.

Así es la distancia. No la ves venir. Llega de forma repentina y, cual huracán, arrasa con tu jardín. Y solo te queda el recuerdo, la nostalgia… disipada muchas veces gracias a la tecnología, pero siempre presente. Cuando un amigo se va (o se distancia), sí, nos deja un gran vacío. Aunque lo veamos poco y las dinámicas cotidianas sean un freno al siempre anhelado (re)encuentro, no es lo mismo saber que está ahí, al alcance de nuestra mano. Es un efecto sicológico, tal vez explicable o no, mas es así. Quizá porque sabemos que su cercanía significa que, al decir: ¡te necesito!, él sorteará los obstáculos de la vida y acudirá al llamado.

La ausencia tiene muchos nombres y causas. Pero no vale la pena detenernos en ellas, porque siempre habrá un motivo, y sea cual sea no llenará ese vacío. Pero lo que más curioso pudiera resultar del asunto, o al menos lo más consolador, es que, lejos de la tristeza que esto causa, he descubierto que se puede experimentar un nuevo tipo de amistad: una más sólida, más madura, más profunda, más tierna, inquebrantable, sin fronteras, imperecedera.

En ella lo físico adquiere otra dimensión, pasa a un segundo plano, y se potencia el sentir. En términos tecnológicos diríamos que triunfa lo digital frente a lo analógico. ¿Acaso será porque la ausencia o la distancia generan miedo a la pérdida y hacen que las personas aumenten su valor? Podría ser, pero no es la respuesta absoluta.

Después de todo siempre hemos estado conscientes de la valía de nuestros amigos, pero el hecho de que el destino nos haya llevado por caminos diferentes, a cada uno con sus propias oportunidades y retos, como flores —que sabes que pertenecen a un mismo jardín, tu jardín— dispersas por el vasto mundo, implica renunciar a momentos únicos que ya no podremos vivir juntos, sino solo, en el más feliz de los casos, esporádicamente.

Sin embargo, las ausencias también nos ofrecen una acogedora oportunidad: la de crecer individualmente, desafiarnos a nosotros mismos, explorar nuevos horizontes y descubrir facetas desconocidas de nuestra personalidad; por lo que pueden funcionar como un catalizador de fortaleza emocional.

Lo mismo pudiera pasar con la familia, con las parejas. Pero esta reflexión es apenas un pretexto para hoy celebrar y agradecer a esos buenos amigos que, estén donde estén, son un bello regalo de la vida y siempre serán nuestro puerto seguro y la familia que elegimos.

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