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La desigualdad, por norma

Abc.es 

Mientras el PSOE se cuartea como consecuencia del modelo de financiación que Pedro Sánchez está dispuesto a conceder al separatismo catalán, los militantes de ERC – poco más de 6.000 votaron este viernes – deciden de forma unilateral, como la declaración de independencia que un día aplaudieron, el futuro de la unidad fiscal de España. Si los siete votos de los parlamentarios de Junts fueron suficientes para visar en las Cortes una ley de amnistía que terminó con la igualdad ante la ley, ahora son los afiliados a un partido independentista, tercera fuerza política regional, los que por un escaso margen deciden por los cuarenta millones de españoles con derecho a voto, en representación del conjunto de la nación, y en una cuestión igualmente ligada a la igualdad, en este caso fiscal. Nada tiene de extraño que el nacionalismo pretenda trasladar al ordenamiento jurídico un supremacismo que, como en el caso de la amnistía, los sitúa por encima de la ley. Que lo respalde el PSOE, supuesto valedor de la solidaridad y el igualitarismo, cuando no de los principios constitucionales, revela la profunda crisis de una democracia pervertida y subastada a conveniencia de parte y en contra del bien común. Y todo por una supuesta 'reconciliación' con el nacionalismo que los resultados de la consulta de ERC, superada por un puñado de votos, ponen en entredicho. Nada es suficiente para el separatismo. El amago de revuelta protagonizado en los últimos días por los barones socialistas, tradicionalmente sumisos y ahora alzados contra Ferraz y La Moncloa, no solo pone de manifiesto el hartazgo de las bases socialistas y sus dirigentes territoriales ante las políticas disgregadoras con que Sánchez satisface a sus socios a costa de la integridad de su propio partido, sino que revela el temor de los barones que acaudilla Emiliano García-Page –víctimas de la estrategia personal de su secretario general– a perder el escaso poder que aún conservan en comunidades autónomas y ayuntamientos. Las elecciones de mayo del año pasado representaron un serio aviso sobre la debilidad de un PSOE que pagó en el conjunto de España el precio de los negocios políticos de su líder, un presidente del Gobierno que, lejos de hacer autocrítica y rectificar, huyó hacia adelante en su enésimo ejercicio de aventurismo y adelantó las elecciones generales para, desde la derrota, forzar a la defensiva un frente de falso progreso con partidos separatistas, antítesis de los valores de igualdad y solidaridad que históricamente ha defendido el socialismo. La simple formulación de la pregunta sobre la que se pronunciaron los militantes de ERC –apoyar la investidura de Salvador Illa «a cambio de la soberanía fiscal, la promoción y protección de la lengua catalana, la Convención Nacional para la resolución del conflicto político»– es una afrenta que desarma al Partido Socialista. Pedro Sánchez ha demostrado con hechos, bien documentados, que España ocupa un lugar muy secundario en su tabla de prioridades. Tampoco su partido le importa. El personalismo de quien, además de alojarse en La Moncloa, dirige una centenaria empresa política, con sede en Ferraz, lo ha llevado a consentir, cuando no a provocar, el hundimiento de su partido. Sánchez puede sobrevivir a través de pactos 'contra natura' que sus barones –sin la muleta del separatismo, sin nada que vender o subastar– no pueden reproducir en sus respectivos territorios. Page y el resto de los alzados contra Sánchez no defienden tanto la unidad de España, ahora fiscal, como su propio futuro y el de unas siglas sin otro significado ya que el que, como a España, le han dado los militantes de un partido que apenas representa al 13,7 por ciento de los catalanes.

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