El cómplice de Nicolás Maduro
La incomodidad política y moral con la conducta de José Luis Rodríguez Zapatero en la crisis venezolana comienza a tomar cuerpo dentro del Partido Socialista y el expresidente Felipe González se encargó ayer de subrayarla. Incluso quienes reconocen en él a un activo de carácter político, al que Pedro Sánchez sacudió el polvo y rehabilitó de sus cenizas en su desesperación por remontar el castigo en las urnas del 28-M, reconocen que su silencio es ominoso y está lastrando la postura diplomática de España, y de paso la de la Unión Europea. Su condición de expresidente español, pero, sobre todo, el nuevo papel que Sánchez le ha asignado como guardián de las posiciones más radicales que puede albergar el PSOE, hace que inevitablemente su postura se confunda con la del Ejecutivo. El exjefe de Gobierno socialista asistió a las elecciones celebradas en Venezuela el 28 de julio pasado desde una posición de privilegio, como el más sénior de los 635 observadores electorales reclutados por el chavismo. Lo hizo encuadrado en el Grupo de Puebla, del que se esperaba un acrítico respaldo a las tropelías electorales del régimen de Nicolás Maduro. Sin embargo, las cosas no ocurrieron como se esperaba. La izquierda iberoamericana se encuentra en un momento de tránsito ideológico y político, y sus nuevas generaciones se están preguntando si definirse de izquierda significa necesariamente bajar la cabeza ante dictaduras como la castrista o la bolivariana, que violan los derechos humanos. El caso del presidente chileno, Gabriel Boric, que no parece dispuesto a asumir la política de doble estándar de la Guerra Fría, y su temprana crítica a los resultados en Venezuela, son un claro ejemplo de este fenómeno. Al final, los acompañantes de Zapatero en el Grupo de Puebla, los expresidentes Ernesto Sámper (Colombia) y Leonel Fernández (República Dominicana), han pedido claramente que el régimen chavista presente las actas de votación. Incluso el coordinador del Grupo de Puebla, el chileno Marco Enríquez-Ominami, fue ambiguo -por «prudencia», dijo- en sus declaraciones, pero dejó claro que el veredicto popular sólo se conocerá «cuando se publiquen las actas del CNE». Frente a esta actitud de varios de sus acompañantes, Zapatero ha optado por un silencio atronador. La actitud del expresidente ni siquiera es explicable en términos de la discreción que requieren las gestiones que el brasileño Lula Da Silva, el colombiano Gustavo Petro y el mexicano Andrés Manuel López Obrador están desarrollando para que Maduro y la oposición entablen una negociación directa y busquen una salida a la crisis. El expresidente colombiano Iván Duque afirmó hace unos días en la red social X que las gestiones del trío de líderes de izquierda podrían abrir la posibilidad de que el Consejo Nacional Electoral pida la repetición de las elecciones, excusándose en que las actas habrían sido corrompidas por un ataque informático. El silencio de Zapatero, sin embargo, no hace más que ofrecer una capa de legitimidad a los exabruptos y amenazas con que Maduro ha decidido enfrentar la situación. El venezolano no sólo no parece dispuesto a sentarse a negociar, sino que su gesticulación autoritaria, compareciendo con uniforme militar, amenazando con encarcelar a los opositores y llamando traidores a todo el que se salga de su línea de trinchera, no permite albergar ninguna esperanza de que las instituciones del país puedan ofrecer alternativas a lo que no es sino un robo electoral con la complicidad de un expresidente español.