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Principios constitucionales bajo amenaza

Hacia 1965, en un breve ensayo titulado El antipitagorismo romano, el genial y elocuente Dr. Constantino Láscaris, basándose en la Sátira III de Juvenal, recuerda que en la Roma imperial del siglo I era razón suficiente que un ciudadano petulante (petulans) acusara a su vecino de practicar el pitagorismo para que fuera llevado a los altos tribunales de justicia del Estado romano.

“Probablemente, la raíz de esta actitud no era ideológica, sino simple consecuencia de los continuos esfuerzos de fortalecimiento del Estado, los cuales chocaban violentamente con todo lo que fueran hermandades y asociaciones que pudieran fomentar un Estado dentro del Estado”, comenta el filósofo español.

Al respecto, como dato jocoso, agrega que incluso el gobernador Plinio el Joven se ve en la obligación de escribir una larga carta al emperador Trajano para intentar persuadirlo de las bondades de la creación de un cuerpo de bomberos en la provincia de Bitinia.

Como vemos, aunque en aquellos tiempos los romanos mantenían una actitud de mucha tolerancia hacia los pueblos lejanos, conquistados por sus generales y legiones, respetando incluso las prácticas, ritos y creencias religiosas de estos, en el Estado romano había una actitud intolerante contra todo aquello que atentara contra la integridad y estabilidad del gobierno imperial, es decir, contra el emperador.

Así, por aquellas épocas, al igual que con los pitagóricos, fueron también perseguidas y exiliadas las sectas cristianas y judías, porque es propio de los imperios y las dictaduras de la “idea única”, de los regímenes clericales-militares sostener esa cohesión forzada “a como dé lugar”, proscribiendo toda forma considerada “anómala”, y, consecuentemente, peligrosa para los principios e intereses que orgánicamente fundan a dichos entes piramidales y estructurados.

Gracias a los historiadores y a los registros de los actores presenciales de aquellos acontecimientos, sabemos que los liberales costarricenses de finales del siglo XIX y principios del XX intentaron poner coto —aunque con relativo éxito— a toda intervención e injerencia clérigo-militar en las decisiones sobre políticas públicas del país, fomentando con ello los tres principios constitucionales que forman la nervadura de toda nación que dignamente pueda llamarse moderna: el derecho de expresión, el derecho de reunión y el derecho de libre tránsito.

Está claro que los dos primeros son fundamentales para que en una democracia se puedan discutir racionalmente las propuestas sobre la nueva y necesaria legislación, y la reforma de las leyes, debate que debe ser observado con objetividad y probidad por los altos tribunales de la República, los cuales deben promover, resguardar y dar transparencia a dichos derechos, es decir, hablo de la corte constitucional y el Tribunal Supremo de Elecciones.

Sin embargo, a partir de los acontecimientos recientes, los costarricenses no podemos darnos el lujo de permitir que algunas personas que ostentan altos cargos públicos retuerzan hasta el tuétano aquellos principios y derechos constitucionales argumentando que intentan enmendar a “un país moral y materialmente decadente”.

Con ello promueven la división de los ciudadanos mediante posturas estomagantes y emocionalmente delirantes, y olvidan que la principal labor de todo líder político es la conciliación racional y sopesada de opiniones divergentes.

De lo contrario, la imposición de los dictámenes y sus tratamientos paliativos crean fisuras irreconciliables entre los distintos sectores de la sociedad civil, que conducen a leyes mordaza que acallan con violencia a grupos e individuos que denuncian actos delictivos y componendas entre poderosos grupos económicos.

¡Costa Rica no quiere ni necesita un emperador! Tampoco un ejército con generales que rindan pleitesía a su césar. Costa Rica tiene problemas urgentes y pendientes en materia de ecología, inseguridad, educación y planeación de la salud pública.

No queremos petulans que quieran hacer ruido y robarse el show con sus sarcasmos y matonerías infundadas, pues la inmensa mayoría tenemos claro que, a diferencia de Venezuela y Nicaragua, aquí se llevaron a cabo votaciones electorales constitucionalmente limpias y transparentes.

Así, se eligió a un presidente no para mandar, sino para conducir a buen puerto esta barca en medio de este río revuelto que llamamos democracia, la cual debe cobijar por igual a pitagóricos e antipitagóricos.

barrientos_francisco@hotmail.com

El autor es profesor de Matemáticas.

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