La verdad necesaria
Polarizado como está social, económica y políticamente el país, la retórica en las discusiones “informadas” suele librarse sin los matices que aportaría la búsqueda honesta de la verdad.
Entre las muchas discusiones que hoy ocupan la atención pública, está la representación de Morena y sus aliados en la Cámara de Diputados; de lograr la mayoría calificada, el gobierno de Claudia Sheinbaum tendría amplio poder para modificar la Constitución y servir así al proyecto político que representa.
Eso es verdad; sin embargo, en su empeño por hacer que el INE y el Tribunal Electoral federal no lo permitan, la oposición no hace más que pronosticar el inminente colapso democrático y económico (aunque las inversiones vayan en aumento y el desempleo a la baja) que deja como legado único el gobierno de López Obrador.
La verdad que se omite es que la Constitución necesita cambios mayores para volver a servir como instrumento constitutivo de la nación, como factor de identidad, de cohesión social y de legitimidad del poder.
Hace ya varios sexenios que la Constitución dejó de servir como un medio para hacer perdurables los objetivos de desarrollo que la sociedad pudiera reconocer como propios, con los que se identificara, y que a su vez legitimaran el ejercicio del poder. Tuvo esas cualidades mientras los cambios que se le hacían satisfacían los derechos individuales, sociales y colectivos, y mejoraban las garantías de justicia legal.
A partir de los años ochenta —cuando el salinismo adoptó todos los aspectos económicos del neoliberalismo, excepto los de carácter democrático— la Constitución se fue reformando subordinada a ese modelo verdaderamente polarizante con lo que, además, desdibujó cualquier idea de Estado nacional coherente.
La Constitución dejó de ser la expresión de los ideales populares y se volvió un franco y descarado instrumento del poder; diría Diego Valadés, connotado constitucionalista, que se convirtió en “la expresión de intereses cupulares” (…) “en un instrumento del poder”.
A partir de entonces, cada sexenio dejó la huella de su paso por el poder en la Constitución, rebajándola a los criterios coyunturales que exigía el neoliberalismo, como eran las privatizaciones; éstas se sucedieron con alcances cada vez mayores.
Destacan dos: la que hizo legal la enajenación de la banca a corporativos transnacionales (1994), asegurándoles el negocio más jugoso de todas sus filiales en el mundo con el Fobaproa, y la reforma energética de 2013, que abrió el petróleo y la electricidad a inversiones extranjeras con ventajas tales que México perdía todo poder de decisión sobre esos sectores estratégicos.
A la banca extranjera en México —donde BBVA, por ejemplo, obtiene la mayor proporción de sus utilidades mundiales— AMLO la consideró intocable —como probablemente lo sea—, pero entró en fuertes controversias —aún irresueltas— con la intención de revertir algunos aspectos de la implantación de la reforma energética.
México necesita que gobierno y oposición colaboren en conformar una Constitución que sea respetada, que ofrezca una transformación de régimen para afianzar la democracia y llenar vacíos de gobernabilidad, que permita el desarrollo de la economía de mercado con efectiva regulación, que entusiasme y motive a la mayoría de la población.
Diría Diego Valadés —del Instituto de Investigaciones Jurídicas de la UNAM— que las opciones en torno a la Constitución son tres: “mantenerse en vida latente por tiempo indeterminado, produciendo un déficit de gobernabilidad creciente; ser objeto de una revisión a fondo para imprimirle una orientación democrática radical que permita a la sociedad hacerla suya de nuevo, o ser remplazada por una nueva Constitución”.
Porfirio Muñoz Ledo, promotor durante un tiempo de un Congreso Constituyente, terminó considerando que la derecha, cuando habla de reformas, “les interesa que el petróleo y la energía eléctrica se privaticen. Que haya una ley laboral que disminuya los derechos laborales. Reformas fiscales para pagar menos impuestos. Ellos no quieren reformas para ampliar derechos económicos, sociales, ni culturales. Hay proyectos de Constitución incompatibles, por eso no hay posibilidades de una nueva”.
En esa trabazón está el país; si la derecha solo ha de oponerse sin argumentos, no veo mal que el gobierno de Sheinbaum tenga el respaldo del Congreso para devolverle a la Constitución la idea de Estado nacional, la coherencia de un proyecto político y la utilidad de ser un factor de identidad y cohesión social que favorezca la gobernanza del país.