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Queremos una autocracia

El país se encamina a una autocracia y en el horizonte se asoma inmediato el poder en una sola persona, el Poder Legislativo al servicio de los deseos y ánimos del Ejecutivo y un Poder Judicial de competentes, incompetentes e ignorantes, pero al servicio de quien gobierne, de los caciques, de quien tenga dinero y de quien además tenga armas.

No habrá certidumbre jurídica y los inversionistas, salvo quienes trabajan en países como Afganistán, Irán o naciones africanas controladas por warlords, se asustarán y quizás prefieran instalarse en Texas y Vietnam, que hoy son los ganadores del nearshoring. Ya no habrá órganos autónomos, con lo cual nos denunciarán en los paneles del tratado comercial norteamericano y, eventualmente, ante la pérdida de ventajas competitivas y sin agua ni energía eficiente, cancelen el acuerdo.

El poder lo va a tener la presidenta Claudia Sheinbaum, pero la fuerza la tendrá el Ejército, que es el diseño que le heredará el presidente Andrés Manuel López Obrador, y no puede modificarlo de él, cuando menos por ahora. Cada vez nos pareceremos más a la Venezuela de Hugo Chávez, que también utilizó la democracia para destruirla, pero Sheinbaum no tiene la ascendencia del comandante venezolano sobre sus Fuerzas Armadas y, al contrario, hay mutuas desconfianzas. No habrá un gobierno bicéfalo, pero sí estará acotado, y de alguna manera sutilmente amenazado por ellas, para no salirse de la pista del primer piso obradorista y del segundo piso al que ella se ha comprometido.

Se puede debatir el tipo de régimen que se está construyendo, pero están claros los pilares de una autocracia, en un mundo totalmente diferente al que teníamos hace medio siglo y donde las libertades ya no serán un derecho institucional, aunque así lo diga la Carta Magna, sino que serán dispensadas, al igual que la ley, por Sheinbaum.

La próxima presidenta dice que no será así, pero la realidad es que la arquitectura que se está levantando está sepultando la democracia. En el fondo, ni ella ni López Obrador han tenido el coraje o la creatividad para argumentar racionalmente, como China o Rusia, que la democracia occidental no es el camino del desarrollo.

Para quienes creemos en los valores occidentales de la democracia, lo que está pasando en México es una tragedia. Años de luchas por abrir el sistema cerrado en el que vivíamos, donde la izquierda fue un actor muy importante para avanzar hacia un sistema democrático, habrán sido demolidos sin que se haya podido consolidar por las mezquindades y complicidades de los líderes de los partidos que sólo querían poder y dinero y la sumisión de los órganos electorales al Presidente.

Pero también, quienes creemos en un sistema de organización social democrático que no se limita a la democracia electoral, debemos tener claro que esta autocracia que se está formando no es por el diseño de un dictador, sino producto del deseo de la mayoría que en las urnas eligió a Sheinbaum presidenta. No es falso lo que dice López Obrador. Sí es cierto que la mayoría quiere este nuevo régimen y nadie puede llamarse a engaño. El Presidente dijo el 5 de febrero, en la conmemoración de la Constitución de 1917, que quería tener mayoría calificada en el Congreso para que aprobara su plan C. La justificación que dio para ello, “reencauzar la vida pública por la senda de la libertad, la justicia y la democracia”, lo que fue una mentira, pero las palabras están tan desgastadas que pocos escuchan. Los mexicanos querían la continuidad y votaron por quien ofreció darla.

Tampoco se puede decir, como afirma una parte de la oposición, que fue una elección ilegítima. Es cierto que López Obrador intervino abierta y reiteradamente en el proceso, pero cuando todos, quizá salvo los presidentes Enrique Peña Nieto y Ernesto Zedillo, lo hicieron, nadie se sumó a los reclamos de la izquierda que lo denunciaron.

También hubo carretonadas de dinero para manipular al electorado, pero ahí están los resultados: las clases medias que no reciben programas sociales votaron por Sheinbaum, como también repartieron su voto entre ella y Xóchitl Gálvez quienes mayor ingreso tienen. Los jóvenes, que en este siglo votaron antisistema, ahora escogieron la continuidad, como también millones de personas con estudios universitarios y posgrado, y presencia del crimen organizado. El crimen organizado operó en algunas regiones del país, pero no para anular la elección.

Argumentar que 39% no votó por Sheinbaum, sugiriendo un rechazo significativo al obradorato, es un poco tramposo. Gálvez logró el voto de 27.5% y Jorge Álvarez Máynez, 10.32%, mientras que al resto de los electores –sólo seis de cada 10 fueron a las urnas– le dio exactamente lo mismo quién resultara ganadora. Si viéramos números absolutos, sólo 22.7 millones de mexicanos le dijeron “no” al obradorato y más de 114 millones, por diferentes causas, le dieron la bienvenida al nuevo régimen prometido.

Esta es nuestra realidad. La mayoría de los mexicanos quiere una autocracia: los que no entienden de qué se trata, los que sí saben y quieren lo que viene, los tontos útiles –que abundan en la neoderecha disfrazada de izquierda panfletaria– y otros más porque les permite vivir sin trabajar. A muchos les asusta lo que puede venir y les preocupa. Unos empacaron y ya se fueron de México porque tienen dinero para hacerlo; otros quisieran pero no pueden, y los más rumian lo que ven que está logrando López Obrador.

Honestamente, llevamos años de declive de nuestros valores democráticos, y hubo quien lo vio y no supo qué hacer para revertirlo; a otros no les importó porque pensaban que le arrebatarían a Morena la Presidencia. En cualquier caso, contribuyeron a anidar el huevo autocrático de López Obrador. Tendremos el gobierno que la mayoría quiso, con el proyecto que planteó al electorado. Faltan unos días para que veamos consumado el cambio de régimen, porque un giro en otra dirección en este momento de agonía sexenal parece imposible. López Obrador no se arrepentirá de lo que quiso toda la vida.

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