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¿Quién da la vez?

Abc.es 
Madrid tiene en sus mercados un tesoro añejo. No son galerías ni museos, como ocurre en otras ciudades. Ahí continúan resistiendo las tempestades de la especulación, pues son tan de nosotros que tenemos la obligación de defenderlos. Porque cuando alguien compra en un mercado no es para comer, sino para celebrar. Se prepara todo a fuego lento, con más ganas. Casi roza el ritual. Caminar bajo su techo es como ir a la iglesia. Antes de que las ciudades se infectaran de supermercados franquicia, los de abastos eran nuestro puerto de mar, el sueño de quién te vende la materia prima de nuestros mejores momentos, una puerta abierta a la Castilla Vieja o a la huerta de Valencia. Y siguen resistiendo sobre la galerna de nuestra pereza. Deberíamos ser menos de Glovo y volver a entonces, bajar esas escaleras y pisar el serrín de la marejada que desbordada y llega a la capital. Algunos cumplen con las tendencias de tener de todo para comer ahí mismo, demostrando también que en la ciudad hay sitio para todos, pues también son barra y tendencia. Para quienes no nos resignamos a llenar la bolsa amarilla de paquetes de ración individual, los que aún pensamos que lo lento mejora y que guisar no es lo mismo que cocinar, ir al mercado no es un trámite sino una fiesta. Los delantales verdes y negros a rayas, los dedos que perdieron los carniceros, el peso en la balanza, las semillas, las legumbres, la tienda de abarrotes, los encurtidos; dice tanto de lo que fuimos, que es un lujo tenerlos abiertos con el madrugón de su esfuerzo. En Madrid los hay en cada barrio, desde la Paz a Pacífico, de Barceló a La Cebada, en Tetuán, Chamartín o Chamberí, pues los mercados siguen siendo el lugar dónde se toma el pulso a la vida casera y dónde se compra lo que no se consume en masa. El carro de la compra se va llenando con el tesoro de las cosas buenas. Los cortes que no son industriales y la curiosidad innata de ver qué se lleva el vecino de turno, mientras esperas el tuyo. Los pescados, fila a fila sobre el hielo y la boca abierta, las tijeras y las escamas, la falda de la carne o la entrécula, ese solomillo de espalda que el carnicero te guarda porque te conoce. Y el serrín sobre el charco y la hortaliza fresca. Se compra en temporada porque así ayudamos al que tenemos cerca, al agricultor que mira al cielo para que no llueva de menos ni de más, al ganadero que cuida de los suyos, al que trae el pimentón de la Vera, el melocotón de Calanda y los tomates de primavera. Un paisaje como el que allí se aprecia es un regalo del costumbrismo y de nuestra herencia. Una ciudad paralela en el que se grita la oferta y la demanda se entera. Hay que tomarse su tiempo, porque así es la vida auténtica, la que no se deja arrollar por chorradas perecederas, ensanchando el tiempo y quitando todo aquello que no merece la pena. A los míos los llevo al de Pacífico, para que aprendan, igual que mi madre me llevaba a Chamberí cuando vivíamos cerca. Esas colas en el puesto de Ramón, que traía la ternera de Ávila, las lubinas de Mariola, la mujer de Fernando, el de Norteña, y así de uno a otro descubriendo que de cada provincia de España se vendían sus mejores prendas. No pierdan las buenas costumbres de darse lo mejor posible. El mercado es como el bar de abajo, la cocina de su casa. Y Madrid los resiste porque muchos gatos saben que lo bueno no se importa desde el fin del mundo. Está aquí al lado. El comercio de proximidad lo llaman ahora. Son los mismos que dicen DANA a la gota fría o cambiar de opinión a ser un mentiroso compulsivo. Den un paseo por el suyo, lo tienen cerca. Además, no necesitan poner una piña para que alguien choque con su carro. Tan sólo debe preguntar: ¿Quién da la vez? Y dejar que la magia del chup chup llené su casa de eso; de sabor a hogar.

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