El valor de la autonomía, por Rolando Luque Mogrovejo
La Defensoría del Pueblo no nació para hacerle la corte a los poderes públicos. Jorge Santistevan, primer defensor del Pueblo, tuvo claro desde el primer día que la autonomía era el valor fundamental que habría de darle dignidad a la institución. Eran los noventa, tiempos recios, en los que la concentración del poder de Palacio de Gobierno y del Servicio de Inteligencia Nacional habían provocado en la mayoría de las instituciones, mansedumbre y complicidad. La Defensoría del Pueblo nunca estuvo en esa vergonzosa lista.
El diálogo y las buenas maneras fueron cultivadas siempre por esta institución, pero llegado el momento de pronunciarse sobre los temas cruciales del país, demostró honestidad intelectual y firmeza moral. Así dejó sentadas posiciones sobre temas como la abusiva destitución de los magistrados del Tribunal Constitucional, el retiro unilateral de la competencia jurisdiccional de la Corte Interamericana de Derechos Humanos o las elecciones del año 2000 que fueron calificadas sin ambages como “ni libres ni competitivas”.
Es que, a la par que el ombudsperson intercede por los ciudadanos cuyos derechos se ven menoscabados en la vida cotidiana, investiga problemáticas de fondo para producir cambios en las políticas públicas y procura el perfeccionamiento de las instituciones de la democracia. De ahí que haya sido la mayor parte de su historia un actor vigoroso que terció en el debate público, desde su propia e insobornable perspectiva, buscando que los problemas del país no quedaran reducidos a querellas políticas o prescripciones economicistas.
Justamente, sus informes defensoriales han sido el medio para entrar con seriedad en sus temas y acicatear el debate. Hay que estudiar los problemas y elaborar posiciones altamente calificadas que abunden en argumentos, en casos de referencia, en voces ciudadanas, en fórmulas de aplicación práctica. Sacar el cuerpo no es una opción, tampoco improvisar declaraciones en los medios.
El Defensor del Pueblo del Perú no fue pensado como un “comisionado parlamentario”, sino como el titular de un órgano constitucional autónomo. Si bien su nombramiento proviene del Congreso de la República y debe volver a él a presentar su informe anual, eso no significa contraer una deuda de gratitud, ni afanarse en reverencias. Un defensor del pueblo que se inclina ante cualquiera de los poderes, o que adelgaza su voz hasta desaparecerla, traiciona su esencia y su misión.
La defensa de derechos y, en particular, la supervisión de la administración pública es una forma de control del poder. En nombre del ciudadano, el defensor del Pueblo le pide explicaciones al policía que no recibió una denuncia, a la escuela pública que hizo un cobro indebido, al hospital que posterga atenciones de urgencia; pero también cuestiona leyes, decretos legislativos u ordenanzas cuando estas contravienen la Constitución y los tratados internacionales, y aporta un sólido punto de vista, libre de ataduras políticas. La superioridad de la democracia no proviene solo del origen del poder sino de su control.
Es un error pensar que la denominación de “autoridad moral” convierte al defensor del Pueblo en un funcionario iluso que se prodiga en llamados a la consciencia. No. Nadie conoce mejor los padecimientos de las personas en su relación con el Estado, los abandonos históricos y las desigualdades humillantes. Por eso requiere de fortaleza moral y autonomía, porque lo suyo es vérselas con todo género de abusos cometidos desde los poderes estatales. Entonces, los persuadirá de enmendar su conducta, o los confrontará en tribunales, autoridades administrativas o en la opinión pública. El objetivo: no dejar sin defensa a nadie cuyo derecho haya sido amenazado o vulnerado; y no dejar a la democracia librada a su suerte. Se entiende entonces por qué en aquellos países con defensorías autónomas se les ha buscado neutralizar mediante recortes presupuestales, maniobras políticas o campañas infamantes en los medios.
Como lo señalan los Principios de París, una institución nacional de derechos humanos debe “examinar libremente todas las cuestiones comprendidas en el ámbito de su competencia”. ¿No tiene acaso consecuencias perniciosas facilitar la impunidad de los delitos de lesa humanidad, o arrebatarle inconstitucionalmente las facultades de investigación al Ministerio Público, o pulverizar la reforma educativa y la Sunedu, o anunciar la desaparición del Ministerio de la Mujer, o ser contemplativos con la minería ilegal? ¿Hay dudas de que los 49 muertos de hace más de un año y medio merecen justicia oportuna e imparcial y esto demanda supervisar el debido proceso? En materia de derechos y de democracia, no caben titubeos. Callar es una forma de omitir el cumplimiento del deber, callar es desproteger al ciudadano, es dejarlo a merced de los que abusan del poder.
Desde un punto de vista ético, la autonomía es la dignidad institucional. Es no subordinarse a los poderes Ejecutivo o Legislativo ni a ninguna entidad estatal; tampoco a los poderes económicos, castrenses, eclesiales, ni siquiera las organizaciones sociales le pueden marcar el paso a la Defensoría. Eso se llama independencia de juicio, auctóritas, conciencia cabal de que la defensa de derechos es indeclinable. Son las instituciones de la democracia las que garantizan el ejercicio de los derechos, y son los derechos los que le dan sentido y vigencia a las instituciones de la democracia.
Autonomía no significa insularidad, ni pretenciosa distancia frente a otros órganos del Estado, significa hacer valer los fueros, eso que en el lenguaje de esquina se resume en la frase “respetos guardan respetos”. Y, a propósito de respeto, va el mío a los cientos de trabajadores de la Defensoría, dueños de una verdad innegociable: a los ciudadanos se les defiende sin tregua contra todos los poderes.
(*) Profesor de la Universidad de Lima y de la PUCP