Tiempo de perdedores
A su cruzada contra esta cultura viva, contra la cultura en sí misma, la ultraderecha la llama guerra cultural; pero es guerra contra la cultura. La ultraderecha siempre ha estado en guerra con la cultura
Es una obra contra la hipsterización del teatro y contra la gentrificación de los temas, de las tramas, de los asuntos que se tratan en los escenarios. Nos están hipsterizando a pasos agigantados. Vean ustedes, si no, el Manifesta, el festival de arte contemporáneo que se celebra este trimestre en Barcelona. Tiene dos grandes símbolos: las altas tres chimeneas de la Fecsa (que se alzan sobre sobre el único tramo del litoral de Barcelona que queda sin edificar) y Casa Gomis, en Can Ricarda (la polémica zona donde se va a ampliar el aeropuerto del Prat del Llobregat). Hay un montón de gente frotándose las manos. Tampoco lo esconden demasiado. En el Manifesta, a la parte de exposiciones que se celebra en esa zona del litoral la han llamado: Imagining Futures. Y a la parte de Can Ricarda, le han puesto el nombre de Balancing Conflicts.
Este tipo de reconversión urbanística se encuentra minuciosamente contado en la novela de Richard Price, La vida fácil (Random House, 2010, trad. Carlos Milla Soler). Es una historia policíaca que, en su trasfondo, explica cómo el Lower East Side de Nueva York dejó de ser un barrio de gente humilde, de gente que lo pasaba mal, para convertirse en un territorio puro y duro de especulación inmobiliaria. Un distrito abierto en canal lo mismo que El buey desollado, de Rembrandt, un barrio puesto en carne viva para ser entregado a sus compradores.
En primer lugar, mandaron a ocupar las calles y los locales a los artistas, a los bohemios. Son carne de cañón, lo aguantan todo y ponen de moda el sitio. Se le llama dar visibilidad. En esto, los inversores son como Jesucristo, escupen en el suelo y con el barro frotan los ojos de los barrios ciegos de nacimiento para devolverles la visión. Para darles visibilidad. Aunque no es lo mismo ver que ser visible. Lo que sucede mediante la gentrificación es que la gente a la que nadie quería ver pasa de ser tratada de invisible (en la India les llaman intocables), a ser expulsada. Ya no habrá que verlos, porque ya no están. El personal tiene que irse a sitios peores, donde la vida sea más barata. Que se pudran bien lejos. La tierra es de quien la trabaja, y el suelo, de quien puede pagarlo.
Por la misma razón, la obra teatral Euforia y desazón se convierte en un alegato a sangre y fuego contra la hipsterización del teatro y de los temas que se representan. Porque trata de gente, cinco personajes, que se ha quedado fuera de juego. No hay más que verlos. Gente que ha tenido que inventarse sus propias reglas del juego en un sitio arruinado, que es su último refugio. Fuera de ese lugar, no les queda nada, y por eso no pueden escapar de su confinamiento. ¿A dónde ir? ¿A la vieja furgoneta sin ruedas que ven desde la ventana? Cuando no se puede pagar un alquiler, cuando llegan las demoliciones, cuando todo va mal, en pisos como esos, en bajos así, es donde el personal más frágil acaba arrumbado (no viene de rumba, significa abandonado, excluido).
La obra Euforia y desazón está representándose estos días en la Sala Beckett, de Barcelona. Ha sido escrita y dirigida por el dramaturgo argentino Sergio Boris, y la interpretan la compañía El Eje, más otros actores que se han sumado para la ocasión. La mezcla ancentos argentinos, catalanes, gallegos..., dinamita el espacio y el tiempo. Lo que ha sucedido hasta el momento en que empieza la acción es que la señora Laura Velázquez (no sale, sólo se la nombra), tenía una academia para adultos, donde se entregaba un título que no parecía muy homologado, pero quizá sirviera para buscarse la vida incluyéndolo en los currículos. Un día, la dueña de la academia llevó su furgoneta a repasar las ruedas, y así fue cómo el dueño del taller, Aguilés, acabó emparejado con ella y ocupando su academia por razones puras de supervivencia. Sus neumáticos lo invaden todo silenciosamente. Las ruedas llegan a la academia como la nieve llega a El Eternauta.
Nada representa mejor lo militar que los montones de neumáticos. Un ejército, una invasión es simplemente eso: la irrupción de un montón de ruedas. La herida argentina de esta obra está en ese caucho, en esas ruedas tiradas por el suelo, que se han apoderado por completo de la academia para adultos. La herida argentina de esta obra está también en la desgarradura de los personajes y en las desgarradoras ropas que visiten, y que representan la úlcera que infringen a la gente las crisis económicas. ¿Se acuerdan del corralito? Su pústula es Milei. En España, también es así. Pero les llamamos invisibles, les llamamos los barrios invisibles, como ciegos que llaman invisible a lo que no ven.
La señora Laura ya no está en la academia porque se la llevaron de urgencias al hospital de San Camilo. En España, bueno, ya nadie se acuerda, el día de San Camilo es nuestra herida más gorda, San Camilo es el 18 de julio. La señora Laura se había puesto muy mala porque se intoxicó esnifando la cola de reparar los pinchazos. Se había enganchado a olerla, como todos los personajes de la obra. Esta adicción, esta enfermedad, esta podredumbre, llegó como aparecieron las ruedas. Vino de afuera, vino del espacio exterior, extraña y maldita, igual que el meteorito de El color que cayó del cielo, en el relato de Lovecraft. Esa cola la traían incorporada el gordo Aguilés (Sebastián Mogordoy), y su hermano Carlos (Eric Balbàs), el muchacho que se ocupa, es un decir, del mantenimiento de las instalaciones en la academia. Dos supervivientes, los personajes. Dos actorazos, los intérpretes. Todo lo que es derrota en Aguilés, es impotencia en Carlos. Las derrotas siempre son gordas, siempre pesan demasiado, siempre es necesario que otros les limpien el culo. La impotencia se manifiesta patéticamente al hablar, se muestra abiertamente ante nosotros cuando ya solo es posible hablar utilizando frases hechas, palabras de segunda mano, empleando esas manidas aseveraciones que suelta la gente para protestar y decir ¡aquí estoy yo!, cuando no hay aquí y apenas yo.
Al día siguiente del ingreso de la señora Laura en el hospital, se presenta en la academia su hija Amanda (Maria Hernández Giralt, nadie ha andado rota por la cintura como esta actriz, lo mismo que se ve por la calle a la gente baqueteada por la droga, doblada igual que un clip de Famóbil). Bueno, no es su hija, pero por soledad acordaron admitirse como madre e hija. Ahora es cuando empieza la obra. También vive en la academia el último alumno que queda, Elián (David Teixidó, alto y profundo). Es alguien que espera una oportunidad, que necesita una oportunidad y que sabe que ni siquiera tiene derecho a pedirla. Y, a duras penas, acaba de instalarse entre ellos Selva (Cristina Mariño, irónica, sagaz, auténtica), la hermana de Aguilés y de Carlos, que es enfermera en el hospital de San Camilo, y que se ha separado recientemente. Un puñado de seres despojados y eliminados.
Rollos de papel de váter, botellas de vino abiertas, archivadores, sellos, el motor de hinchar ruedas, una bañera sucia, sillas patas arriba, antiguos pupitres escolares, flexos destartalados, un dispensador de agua que sigue funcionando..., trastos, trastos, trastos en el escenario, bajo una luz oxidada. Son cosas que se pueden tristemente enumerar una a una, a la manera, por ejemplo, en que aparecen descritas en Cosmos, la novela de Witold Gombrowicz (Seix Barral, 1969, trad. Sergio Pitol): “Pantalones. Zapatos. Polvo. Nos arrastramos. Arrastramos. Tierra, huellas de ruedas en el camino, un terrón...”. El director, Sergio Boris, cita como influencia la adaptación cinematográfica que Andrezj Zulawski hizo de esta novela. Pero dentro de cada literato argentino hay un corazón fascinado por Gombrowicz, al menos fue así durante generaciones.
Cosmos trata de un grupo de personas (que van descalzas, en pantalones y mangas de camisa), metidas en una sórdida pensión. Al igual que en Euforia y desazón, en este libro no sucede más que los gestos de los protagonistas (sentarse en la cama, descorrer unas cortinas manchadas...), al igual que en la obra, es el gesto lo que da lugar a la palabra. “Me resulta difícil contar el resto de la historia. Ni siquiera sé si se le puede llamar historia a esto. ¿Es posible definir como historia esta constante acumulación y disociación... de elementos...?”, escribe Gombrowicz casi al final de Cosmos.
También explica Sergio Boris que se ha inspirado en el Instituto Benjamenta (“los muchachos del Instituto Benjamenta jamás llegaremos a nada”), la tumefacta academia para clases humildes que protagoniza la novela de Robert Walser, Jakob Von Gunten (Siruela, 1998, trad. Juan José del Solar). El libro y la pieza teatral comparten unos personajes esculpidos a cincel y esa precariedad de medios, esa condición subalterna de todo lo que sucede, esa inexistencia de personal docente en la academia, y también en ambas obras surge la necesidad vital de redactar un currículo, sin saber qué se va a poner, para lanzarlo contra un espejismo que se llama conseguir un empleo. “También hacemos teatro de vez en cuando, comedias que degeneran en farsas...”, cuenta el narrador del Instituto Benjamenta.
Todo esto, Euforia y desazón, Cosmos, Jakob von Gunten..., que es cultura, se erige como el método más eficaz, irrumpe como la única manera posible de enfrentarse a la hipsterización, a la gentrificación de la cultura. Se ha expulsado del discurso cultural a los marginados, a los pobres, a los que se niegan a integrarse para no desintegrarse. Antiguamente, muchos de estos acababan en la contracultura. Hoy, la contracultura es la única cultura. La alta cultura es, ahora, contracultura.
A su cruzada contra esta cultura viva, contra la cultura en sí misma, la ultraderecha la llama guerra cultural; pero es guerra contra la cultura. La ultraderecha siempre ha estado en guerra con la cultura. Recuerden, la ultraderecha fue la que, en Granada, fusiló a García Lorca; la que hizo morir podrido de tuberculosis a Miguel Hernández en la prisión de Alicante; la que expulsó al exilio a los mejores catedráticos, científicos, artistas, músicos, intelectuales españoles; la que, en Argentina, secuestró e hizo desaparecer para siempre a Héctor Germán Oesterheld, el escritor de tebeos, el guionista de El Eternauta, después de haber asesinado también a sus dos hijas mayores; la que, en Chile, torturó y mató a Víctor Jara (le metieron cuarenta y cuatro balazos). No se lo crean, no hay guerra cultural. Sólo hay guerra contra la cultura.
Por eso es tan importante Euforia y desazón. Porque actúa desde fuera, como la cultura viva. Actúa incluso desde fuera del tiempo, del mismo modo que viven al margen del tiempo sus personajes. En esta obra, el tiempo transcurre apartado de la vida. Es un tiempo que no sale de los relojes, que flota en el ambiente como la nieve de El Eternauta. Es el tiempo fuera de quicio de la misteriosa frase de Hamlet (time out of joint, no hay manera de traducir esto), y que siglos después dará titulo original a la paranoica novela de Philip K. Dick, Tiempo desarticulado (es que no hay manera de traducir eso). Tiempo de perdedores, que son nuestro último refugio.