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"Monedas" de plástico alimentan economía sustentable en playas paradisíacas de Colombia

En el Pacífico colombiano el plástico reciclado de las playas ahora es moneda: una economía para ayudar a los niños y a la vez mitigar la contaminación que aqueja un destino paradisíaco pero pobre del país.

En Bahía Málaga, una entrada de mar que pertenece al municipio de Buenaventura, los pequeños se acercan a la ventana de una colorida construcción de madera.

A cambio de las tapas plásticas que han recogido en este territorio turístico pero inundado de basura reciben monedas ficticias también de plástico, válidas para "comprar" ropa, útiles escolares, juguetes, libros o palomitas para comer mientras ven películas.

La región de mayoría afrodescendiente y sin un adecuado sistema de recolección de basura, lucha contra la contaminación para conservar su exuberante naturaleza, uno de los temas que se discutirá entre octubre y noviembre en la cercana ciudad de Cali (suroeste) durante la COP16 sobre biodiversidad.

Una moneda ficticia equivale a 250 gramos de material reciclado y los productos que puede comprar han sido donados a la fundación Plástico Precioso Uramba, una ONG que lidera procesos de limpieza en las playas de este Parque Nacional Natural con el mismo nombre.

Así "este problema de basuras se transforma en incentivos a economías locales", dice a la AFP Sergio Pardo, director de la ONG, de 36 años.

El mar trae basura

Desde 2019 la fundación ha recolectado unas 16 toneladas de basura en Bahía Málaga, calcula Pardo, un capitán de embarcaciones y antiguo submarinista. Algunos turistas pagan para participar de jornadas de limpieza.

Los niños son sus principales aliados. "Como hay muchas tapas yo las recojo. (...) Después, cuando llegue a la tienda, ahí yo las llevo", cuenta Juan José López, de 13 años.

Cada año van a parar a los océanos unos ocho millones de toneladas de plástico, según la ONU.

En Bahía Málaga, únicamente accesible por mar y considerada como uno de los mejores lugares para el avistamiento de ballenas, las botellas están por todas partes.

Pardo y un grupo de amigos recorren la playa cerca de los turistas y demarcan una parcela de 3x3 metros.

En ese pequeño espacio, hallan decenas de plásticos, icopor (tergopor o espuma plas), vidrio y metales.

Algunos de esos materiales tienen valor en el mercado y otros se descomponen, pero el plástico, lamenta Pardo, permanece años flotando en los océanos o se hunde sin desintegrarse.

"Lo que no flota lamentablemente debe estar en los fondos marinos o ecosistemas de manglar atrapados dentro de raíces", agrega.

En algunas ocasiones ha encontrado botellas con etiquetas escritas en mandarín, quizá desechos de los buques chinos que traen mercancía a Buenaventura, el puerto más importante de Colombia sobre el Pacífico.

Otras tienen los precios en dólares y no en pesos colombianos, por lo que sospecha llegaron desde el vecino Ecuador, que tiene su economía dolarizada.

Stiven Obando, de 19 años, acompaña a su amigo en las labores de limpieza como otros voluntarios.

"Obviamente nosotros podemos limpiar ahorita y luego va a estar de nuevo sucia (la playa), porque obviamente el océano se mueve y trae más basura", dice el joven dedicado al turismo.

La ONU estima que el 85% de los residuos que llegan a los océanos son plásticos y calcula que para 2040 habrá unos "50kg de plástico por metro de costa en todo el mundo".

De la playa a la escuela

En Bahía Málaga el clima desgasta los pupitres de madera de las escuelas, donde estudian miles de niños.

En su taller, Pardo clasifica las tapas de plástico por colores y las tritura en una máquina hasta convertirlas en hojuelas.

Luego amontona puñados de esa hojas delgadas y las derrite en una prensa térmica a 190°C, un aparato que él mismo construyó basándose en un boceto que encontró en internet.

El resultado final es una pesada placa de plástico, hecha con hojuelas de unas 2.000 tapas. De una sola tabla construye un colorido pupitre, que dona a la principal escuela como premio a los salones que más reciclen.

Decenas de niños ya estudian con las cómodas sillas hechas con lo que alguna vez fue basura.

"Podemos sentarnos bien (...) ya podemos escribir bien", celebra el pequeño Juan José.

Su maestra de castellano y literatura, Soraya Hinestroza, da fe del cambio.

Los niños "han sido muy diligentes en ese proceso. De hecho, ya el impacto a nivel de la comunidad es visible", sostiene.

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