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¿Quién gobierna en Francia?

Abc.es 
La convocatoria por Macron de elecciones legislativas anticipadas, desoyendo a su entorno político más próximo tras el varapalo sufrido en las europeas a manos de la extrema derecha, ha conducido a un resultado inédito en la V República y de consecuencias inciertas. El recién nombrado primer ministro Michel Barnier tendrá que sacar adelante la legislatura sin mayoría y con la crítica constante de la izquierda (vencedora nominal de las elecciones), que el pasado 4 de octubre presentaba su primera moción de censura. En esta ocasión Barnier ha salido indemne gracias a la abstención de la extrema derecha, que sigue amenazándolo con retirarle su apoyo si cruza determinadas líneas rojas. Únicamente el desgaste de Macron puede explicar que el ánimo electoral de los franceses mudara tanto en tan solo siete días, dado que, si en la primera vuelta de las legislativas, del 29 y 30 de junio, el partido más votado era RN (Reagrupamiento Nacional) de extrema derecha, en la segunda del 6 y 7 de julio lo era la coalición de izquierda NFP (Nuevo Frente Popular), dejando a Juntos (la coalición presidencial) relegada a un repetido segundo puesto. A Macron se le reprochaba, entre otros defectos, su gobierno vertical y cesarista, o creer que el Estado debe dirigirse como se gestiona una empresa. Tras el fiasco de las pasadas elecciones, tres cuartas partes de los franceses piensan que Macron es un «mal» presidente de la República. El «proceso de clarificación», con el que tras las europeas creyó poder defenestrar a la extrema derecha movilizando a la izquierda y al centro, ha desembocado en una Asamblea Nacional fragmentada, donde ninguna de las tres formaciones en cabeza tiene mayoría absoluta ni puede conseguirla (casi ochenta escaños perdidos en el lado presidencial y quince entre sus aliados, Los Republicanos), lo que augura –ya ha empezado a materializarse– una muy complicada gobernabilidad. Lo paradójico es que la designación del conservador Michel Barnier, excomisario europeo y exministro, fuera posible gracias al apoyo de Marine Le Pen . Ésta tiene la mirada puesta en las presidenciales de 2027, para las que intentará construirse una imagen de mujer de Estado («No queremos el caos», declararon dirigentes del RN tras abstenerse en la censura a Barnier). Tras el nombramiento, Macron se apresuró a aclarar que no se trataba de ningún cheque en blanco, pero el propio primer ministro ha declarado no tener ninguna línea roja; tampoco en los temas más polémicos, como emigración. Su principal reto será la elaboración del presupuesto, para lo que ha pedido a los franceses un esfuerzo fiscal adicional. El anterior resumen del contexto político galo es por fuerza incompleto, pero esboza una situación compleja que merece ser esclarecida jurídicamente. Ante todo, conviene tener en cuenta que la Constitución francesa concibe un Ejecutivo bicéfalo –una diarquía–, que integran el presidente de la República y el primer ministro. Con este fin, la vida política se estructura en torno a sendas citas electorales, las presidenciales y las legislativas. El presidente debe respetar el resultado de éstas últimas al nombrar al primer ministro para evitar que sea censurado. Dentro del Ejecutivo la Constitución confiere al presidente una posición preeminente, al tiempo que lo dota con funciones decisivas –la más importante es, sin duda, la capacidad de disolver la Asamblea Nacional, como hizo Macron en junio–, mientras que al Gobierno le atribuye las funciones propias de la institución. Entre ambas cabezas del Ejecutivo la Constitución establece una relación de colaboración; de aquí deriva el término diarquía. Sin embargo, la Constitución francesa casi siempre ha funcionado como una jerarquía, según el principio de que todo dualismo tiende a resolverse en monismo; de modo que, cuando la mayoría que ha elegido al presidente se ha correspondido con la que ha elegido a los diputados, el presidente ha sido, de facto, jefe del Estado y jefe del Gobierno (funcionamiento jerárquico –o monista– presidencial). En cambio, cuando la mayoría en la Asamblea ha sido hostil a la del presidente (cohabitación), el primer ministro, al frente de su Gobierno, ha dirigido en exclusiva los destinos del país (funcionamiento jerárquico, pero parlamentario), relegando a aquel a una función solo algo más que protocolaria (los quizá mal llamados poderes reservados –la disolución, el nombramiento del primer ministro o el referéndum– han demostrado no ser útiles en cohabitación). Hasta la reforma de 2000, que instituyó el quinquenio presidencial, el desfase entre el mandato del jefe del Estado, de siete años, y el de los diputados, de cinco, facilitaba la cohabitación, que también podía darse tras una disolución anticipada de la Asamblea. Las tres experiencias de cohabitación (1986-1988, 1993-1995 y 1997-2002) durante las que, tanto el presidente como el primer ministro al frente del Gobierno agotaron al máximo las posibilidades que el texto constitucional les ofrecía, demostraron que dentro del texto de 1958 eran posibles los dos funcionamientos ya expuestos, dependiendo de la coyuntura política. Las pasadas semanas algunos medios comentaron que Francia se enfrentaba a otra cohabitación (cohabitación encubierta, cohabitación atípica…); incluso surgió el término 'coalitation' (contracción de cohabitación y coalición). Pero la cohabitación precisa en la asamblea una mayoría clara hostil al presidente y el caso actual es justamente el contrario. Sin posibilidad de mayoría, la situación encaja mejor con la diarquía que describe la Constitución: la de un funcionamiento dualista, no jerárquico, y por tanto plenamente parlamentario. Apenas hay algún ejemplo en la V República (por la materialización del principio apuntado): el más claro es el brevísimo gobierno de Rocard durante la presidencia de Mitterrand, del 10 de mayo al 28 de junio de 1988. Volviendo al texto constitucional y a su cotejo con el nuevo funcionamiento de las instituciones que empieza a perfilarse en Francia, el primer ministro precisa de la doble confianza del presidente y de la oposición (RN apoyó el nombramiento de Barnier). Sin embargo, aún debe ganarse la confianza de la Asamblea, que puede censurarlo (la primera censura –fallida– ya ha tenido lugar). Para evitar las reiteradas crisis ministeriales bajo la Constitución de 1946 y corregir los efectos indeseados del parlamentarismo, los redactores de la de 1958 incluyeron varios artículos que reciben el nombre de parlamentarismo racionalizado. El 49.3 establece que un texto presentado por el primer ministro en el que éste comprometa la responsabilidad del Gobierno resulta aprobado sin votación si en la misma sesión no se interpone una moción de censura. El futuro político inmediato del país galo es impredecible, porque el Gobierno tiene que hilar muy fino para intentar engatusar a la izquierda y no socavar el suelo común con RN, que tan frágilmente lo sostiene. Pero estos son los inconvenientes del parlamentarismo; Macron y Barnier deberán colaborar ciñéndose cada uno a las funciones que la Constitución les confiere y hacer una política más horizontal, hacia el Parlamento, so pena de naufragar en la tormenta parlamentaria que ya ha comenzado.

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