Semana de paro, por Raúl Tola
A nadie tendría que sorprender el impacto del paro convocado por un amplio sector de transportistas públicos al que se sumaron bodegueros, panaderos y toda clase de peruanos hartos de la situación de vulnerabilidad por la expansión de las bandas de sicarios y extorsionadores. En un país donde el crimen organizado ha ganado terreno a vista de todos, gracias a la actividad de un Congreso permeado por las mafias y a la impasibilidad e incompetencia del Gobierno, lo raro es que una manifestación de hartazgo y desesperación como la de los últimos días esperara tanto para ocurrir.
¿Cuál ha sido la respuesta del Gobierno ante la movilización de los transportistas y otros gremios, ubicados en la primera línea de fuego de una delincuencia que, según la Cámara de Comercio y la Confiep, le costó al país 35.000 millones de soles o, lo que es lo mismo, el 3,5% del PBI, solo en 2023? Desplegar 7.600 policías en 13 distritos de Lima y en el Callao, insinuar que quienes paran están en contra del progreso y alientan las divisiones, tratar de inventar una realidad paralela en la que todo sigue funcionando con normalidad o está en vías de solución y salpimentar esta ficción con una serie de declaraciones que han desembocado en el argumento más repelente de cuantos se repiten en nuestra política: el terruqueo.
¿Cómo pueden ser terroristas, justamente, quienes han salido a las calles para exigir un combate frontal a aquello que el propio Gobierno está empecinado en llamar «terrorismo urbano»? ¿Quienes marchan por su vida? ¿Quienes viven situaciones tan extraordinariamente dramáticas —la bodeguita incendiada, los choferes baleados porque se niegan o no pueden pagar un chantaje— que resulta lógico identificarse o, al menos, sentir comprensión por sus reclamos?
Estos, por otra parte, son bastante razonables. No estamos hablando de caprichos, medidas abusivas o clientelares que los pongan en una situación de ventaja, sino de una plataforma de lucha que exige al Estado cumplir con su función más elemental: ofrecer seguridad. Para ello, como punto medular, pide la derogatoria de la Ley 32108, cuya promulgación guarda una relación directa con la ola criminal que se vive, pues, al añadir requisitos que angostan la definición de organización criminal y limitar la aplicación de medidas para su persecución, como la inmovilización de cuentas bancarias o los allanamientos, ha facilitado la vida y estimulado las actividades del crimen organizado.
En lugar de apresurarse a corregir el desastre ocasionado por esta norma, los congresistas han resistido todo lo que han podido antes de tocarla. La semana pasada, la Junta de Portavoces desestimó que una de las propuestas para derogarla fuera vista directamente por el Pleno, y la condenó, junto con otras iniciativas semejantes, a recorrer el largo y tortuoso camino que arranca en la Comisión de Justicia. Estos días, las posiciones han sido todavía más diáfanas, con parlamentarios que, con argumentos francamente ridículos («Es una buena ley derechohumanista», «Como estaba antes era una ley muy abierta», «La ley de crimen organizado no es el origen de la crisis que vivimos ni su derogación es la solución al problema»), se han opuesto siquiera a la posibilidad de retocarla.
¿Por qué? La respuesta es elemental y está en el núcleo de este problema: porque ellos mismos se benefician con una ley como la 32108. Porque este es un Congreso plagado de sinvergüenzas y delincuentes que legislan en favor de sí mismos, de las peores mafias, o de líderes como José Luna Gálvez, Keiko Fujimori o el prófugo Vladimir Cerrón, por mencionar algunos, que emplean su músculo parlamentario para intentar evadirse de la acción de la justicia. ¿Cómo luchar contra el crimen organizado cuando este gobierna?
En vez de abocarse a resolverla, quienes nos arrastraron a esta dramática situación de inseguridad ciudadana ahora intentan aprovecharse de ella. El primero es el Gobierno de Dina Boluarte (quien también afronta serios problemas judiciales, por casos como el Rolexgate o Waykis en la Sombra), que ha recurrido a medidas populistas y probadamente ineficientes, como los estados de emergencia, además de promulgar una ley inconstitucional, que quita las investigaciones preliminares al Ministerio Público y se las entrega la policía. Es decir, las somete al control de la presidenta Boluarte a través de su ministro del Interior, el señor Juan José Santiváñez, a quien el 79% de los peruanos quisiera ver fuera del cargo, por su mezcla de ruindad y torpeza, reflejada en sus conversaciones con el capitán Júnior Izquierdo (alias Culebra), o en detalles como afirmar que las extorsiones cayeron en 72% durante su gestión, cuando —si confiamos en las cifras oficiales— solo lo han hecho en 7,2%.
Por su parte, ¿qué busca Fuerza Popular, que se juega su destino en los tribunales, proponiendo una intervención del Poder Judicial y del Ministerio Público entre sus recetas para combatir el crimen? Cuando plantea «denunciar parcialmente el Pacto de San José de Costa Rica en lo que se refiere a beneficios legales en favor de terroristas y criminales peligrosos», ¿a qué beneficios se refiere, exactamente? ¿Pretende redoblar su guerra de mentiras contra el Sistema Interamericano de Derechos Humanos, diciendo que, además de terroristas, beneficia a criminales peligrosos? Casi 25 años después de que Alberto Fujimori intentara excluir al Perú de la competencia contenciosa de la Corte, ¿sigue sin entender que un retiro parcial es imposible?
Quienes animan a Dina Boluarte a aplicar mano dura, entregando el orden interno a las Fuerzas Armadas, ¿creen que las extorsiones se combaten con tanques, helicópteros y divisiones de infantería? ¿Están pensando realmente en la lucha contra la delincuencia o, más bien, en instalar un estado policial, que limite las libertades, persiga el disenso y reprima la protesta? ¿Dirán algo cuando la situación se salga de control, como ocurrió durante las manifestaciones que siguieron a la caída de Pedro Castillo?
Ante la indolencia del Gobierno de la señora Boluarte, ha tenido que ser el sector informal el que dé un paso al frente para enfrentarse a la delincuencia. De este modo, quizá sin buscarlo, los transportistas han asumido la representación de una amplísima mayoría de peruanos, hartos de vivir en el miedo y de que los destinos del Perú sean definidos por un manojo de incompetentes y criminales. Temerosos del poder de una ciudadanía activa, que se manifieste en las calles, en vez de acoger sus demandas, el Gobierno y sus aliados han tenido una reacción patética, donde se mezclan unas lamentables declaraciones políticas, una falta de soluciones concretas y un despliegue policial desproporcionado, que parece decir a los ciudadanos que están solos, atrapados entre las balas del crimen organizado y el abandono de sus autoridades.