¿Por qué vestimos como oficinistas? La paradoja de evocar la cultura del esfuerzo en tiempos de apatía laboral
Trajes, gafas, chaquetas y corbatas se cuelan en el armario de las generaciones más jóvenes con una estética basada en el uniforme de los trabajadores de cuello blanco, pero lo hace en un momento en el que el crece el reclamo por una vida en el que la productividad ocupe un lugar menos central
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El regreso de Bella Hadid a las pasarelas se convertía en la imagen de la temporada en la pasada semana de la moda de París. La modelo vestía un traje de chaqueta firmado por Anthony Vaccarello en la colección que homenajeaba el clásico Le Smoking, el esmoquin femenino creado por el modista Yves Saint Laurent en 1966 con el que redefinió la prenda. Los trajes estructurados, las gabardinas, las corbatas y las gafas grandes se sucedían, marcando la tendencia de un estilo corporativo con aires de sofisticación que bebe de la nostalgia de los looks de oficina de otra época. Y que ya ha alcanzado las calles y las redes, donde proliferan los vídeos que la identifican bajo nomenclaturas como corporate core, siren office y business core para subrayar su inspiración en este imaginario.
El origen: una interpretación emancipadora
A finales de los años 60, Yves Saint Laurent bebía de las prendas masculinas y de la influencia de Chanel para crear un estilo que acompañase el sentir popular de los nuevos tiempos. En medio de la segunda ola feminista, el movimiento por los derechos civiles y la lucha por los derechos del colectivo LGTBIQ+, la moda se reinventaba para cubrir las necesidades que demandaba la sociedad. La efectiva incorporación de la mujer a profesiones liberales, históricamente ejercidas por hombres, convirtió el traje de chaqueta en sinónimo de emancipación y power dressing (vestimenta de poder). “Lo normal es que las mujeres intentasen parecerse a las personas de poder, que eran siempre los hombres, así que los esfuerzos por alcanzar la igualdad pasaban por imitar sus conductas y reproducir su indumentaria”, cuenta a elDiario.es Ana Velasco Molpeceres, profesora de periodismo en la Universidad Complutense de Madrid especializada en estudios sobre moda y cambio social.
Lo normal es que las mujeres intentasen parecerse a las personas de poder, que eran siempre los hombres, así que los esfuerzos por alcanzar la igualdad pasaban por imitar sus conductas y reproducir su indumentaria
El cuestionamiento de los roles de género dio sentido al uso del traje también en círculos queer e intelectuales. “En el caso del colectivo LGTBIQ+, el traje no se usa para integrarse en ambientes masculinizados, sino al contrario: ahí está apropiándose de algo muy masculino no para encajar, sino para transgredir”, dice Elizabeth Duval, escritora y actual secretaria de Comunicación de Sumar, que acostumbra a usar chaquetas, pantalones de traje y chalecos en sus apariciones públicas. Desde esta perspectiva pueden leerse los uniformes de escritoras y artistas como Susan Sontag, Fran Lebowitz y Patti Smith, o el vestuario de Diane Keaton en Annie Hall (1977), que representaba el nuevo arquetipo de mujer de los años 70 y 80.
Un giro conservador en la moda
Atrás va quedando el modelo que ha dominado las tendencias de la última década con prendas deportivas o athleisure, que ha convertido al chándal y la moda urbana relajada, con zapatillas y sudaderas, en objetos de lujo y nuevos símbolos de estatus. El cambio de paradigma se observa en las pasarelas, las series y los escaparates de las cadenas de moda rápida, que apuestan por los básicos y los colores neutros con cortes rectos.
En periodos de crisis, la moda tiende a virar hacia lo conservador: “No es ninguna novedad, ni ningún secreto, que ante tiempos inciertos, recurrir a vestimentas clásicas consideradas aptas socialmente es un seguro: nos coloca dentro del grupo que no queremos abandonar, nos aporta seguridad a un nivel muy primario, visceral”, contó a este medio María José Pérez Méndez, periodista de moda y cofundadora de la plataforma Dmoda.io. Así que en tiempos en los que disminuye la credibilidad de las instituciones democráticas, crecen las proclamas ultraderechistas y la gente sufre las consecuencias de la pérdida de poder adquisitivo, experimentamos el retorno de una elegancia de otro tiempo: más clásica, occidental y burguesa.
Su objetivo es cumplir con un papel aspiracional que busca imitar el estilo de las élites. Como ya anunciaba el filósofo francés Gilles Lipovetsky en su obra El imperio efímero de lo efímero: la moda y su destino en las sociedades modernas (Anagrama, 1990), “[…] los decretos de la moda consiguen extenderse gracias al deseo de los individuos de parecerse a aquellos a quienes se juzga superiores, a aquellos que irradian prestigio y rango”.
El cambio de paradigma se observa en las pasarelas, las series y los escaparates de las cadenas de moda rápida, que apuestan por los básicos y los colores neutros con cortes rectos
En un momento en el que se ha instalado en mayor medida el teletrabajo, las redes sociales se llenan de imágenes de mujeres jóvenes vestidas como si trabajasen para una corporación en el distrito financiero de alguna gran ciudad. “Las chicas que vemos en estas campañas no tienen aspecto de ser sus propias jefas. Van corriendo de un lado a otro por un barrio financiero, algunas llevan entre sus dedos agendas, bolígrafos, cafés y toman notas por la calle. Es la añoranza de un trabajo corporativo dentro de una oficina y de un tiempo previo a la extensión del trabajo en remoto”, dice Alba Correa, periodista especializada en moda. Además de alimentar la nostalgia, los entornos digitales favorecen el deseo de mimetizarnos con el contenido que consumimos: queremos parecernos a esas working girl que transmiten éxito y lo hacemos vistiendo igual que ellas.
Cultura del esfuerzo vs. desacralización del trabajo
La proliferación en Internet de una comunidad de usuarios que defiende la cultura del esfuerzo y quiere emular el estilo de vida de los corredores de bolsa e inversores desde su habitación, da alas a las industrias del mass market para invitarnos a vestir como trabajadores de cuello blanco; incluso si nuestras vidas nada tienen que ver con el perfil de esos trabajadores. “Hay personas que no se pueden vestir como quieren [en el trabajo] porque trabajan en una panadería, conduciendo un autobús o cuidando a menores. Es incongruente que se les sugiera vestir como si fueran a una oficina para ir al cine o salir con amigos”, añade Correa.
Pero esa corriente que exalta el mito de la meritocracia convive con un cambio de mentalidad al respecto que atraviesa especialmente a las generaciones más jóvenes, con el reclamo del derecho a una vida más allá de la productividad. Propuestas como la jornada laboral de cuatro días, la conciliación familiar o la desconexión digital empiezan a formar parte del discurso político y se consolida como una corriente de pensamiento que ya está calando entre la opinión pública. En los últimos años, la crítica al trabajo y el cansancio generalizado forman parte del humor de Internet a través de publicaciones cargadas de ironía, pero también aparecen en las historias de voces millennials y zeta en obras como Supersaurio (Blackie Books, 2022), Gozo (Siruela, 2023) y Que pase algo pronto (Sigilo Editorial, 2024).
Surge así la paradoja: entre esos mensajes y reflexiones antitrabajo abanderados por los sectores más progresistas, se cuela una evocación estética a la cultura del esfuerzo, y lo hace especialmente a través del entorno digital, donde el marketing y la industria de la moda idealizan las llamadas tendencias corp core, siren office y businesscore. “Mucha gente que viste como si fuese a una oficina pero trabaja desde casa se beneficia de las comodidades ganadas por la izquierda. No se dan cuenta de que imaginan un estilo de vida que en realidad no comparten”, opina Velasco Molpeceres.