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Tenemos un océano de por medio

Es probable que la propuesta de Trump sea que Rusia se quede con parte del territorio de Ucrania y un compromiso de que ésta no entrará en la Alianza Atlántica. No esperemos nada sobre la seguridad de los países integrantes de la Unión Europea

En el debate televisivo entre Joe Biden y Donald Trump, este fue interrogado sobre la invasión de Ucrania por Rusia y la ayuda a Volodimir Zelenski por parte de Estados Unidos. La respuesta escueta del ahora presidente electo fue que esa guerra no concernía a su país. Y añadió: “we have an ocean in between” (“tenemos un océano de por medio”).

Esa frase tan contundente es toda una confesión del modo en que contempla la política exterior Trump. En concreto, las relaciones que debe tener EEUU con Europa. Para él, la Unión Europea no cuenta como actor global. Así de sencillo.

Hay una primera explicación económica de esa posición, que podría entenderse en un político que ya ha anunciado que impondrá tarifas aduaneras altísimas. “América first”. Sin embargo, no creo que ahí esté la raíz esencial de su pensamiento.

La forma de mirar a un aliado político y económico natural como es Europa por Trump, lo que le distancia tanto de las y los europeos, está en algo más profundo y trascendente: los valores. Los suyos, los de Donald Trump, son diferentes a los que están en el origen y sentido del proyecto europeo: la democracia, el Estado de Derecho, los derechos humanos y los principios fundamentales de un orden internacional basado en reglas y del derecho internacional humanitario. Por eso Trump ve a Europa como otro mundo.

Su actitud ante la guerra de Ucrania y su simpatía por Putin es incomprensible en un dirigente de un país que debe tanto a la democracia como Estados Unidos. En ese conflicto se dirime la lucha entre una autocracia como la Rusia de Putin y los valores democráticos occidentales de los que Estados Unidos es históricamente parte. Trump, que ha mostrado su desprecio por las relaciones transatlánticas - en defensa y en economía -, opta por favorecer a un régimen indudablemente autoritario y por elevar de nivel los contactos entre Washington y Moscú.

Dos “hard liners”, Marco Rubio, futuro secretario de Estado, y Michel Waltz, futuro consejero de seguridad nacional, votaron en el Congreso contra el último paquete de ayuda a Ucrania. Rubio dijo no luchar por la libertad de Ucrania mientras inmigrantes ilegales traspasaran la frontera sur de Estados Unidos. Waltz lo explicó porque Biden no había aclarado los objetivos de América en Ucrania.

Es probable que la propuesta de Trump sea que Rusia se quede con parte del territorio de Ucrania y un compromiso de que ésta no entrará en la Alianza Atlántica. No esperemos nada sobre la seguridad de los países integrantes de la Unión Europea, ni sobre un papel destacado de estos en el futuro de una Ucrania separada de la influencia euroestratégica.

En el New York Times, Gessen recuerda la forma en que Balint Magyar describe la ruptura autocrática de esta “nueva derecha” como la transición desde el rule of law al law of rule, es decir, el gobierno por decreto, sin debate previo, que Trump practicó en su primer mandato como presidente. Algunos analistas de Estados Unidos no descartan incluso que Trump llegue a plantear la reforma de la 22ª enmienda de la Constitución, que establece un límite de dos mandatos para los presidentes.

Trump, que no aceptó su derrota ante Biden, no es un valedor del rule of  law seguramente por razones personales. Está investigado por multitud de vulneraciones de la legalidad. El nombramiento al frente del departamento de Justicia del estridente Matt Gaetz, alguien absolutamente ajeno al campo jurídico, lo ha puesto vergonzantemente de manifiesto.

Quienes van a sufrir principalmente la ausencia de respeto a los derechos humanos son los inmigrantes y quienes buscan asilo frente a la persecución política o la amenaza a sus vidas. No solo por la amenaza de Trump de proceder a “deportaciones masivas”, sino por la exportación de estas ideas a la propia Europa, que ya ha experimentado el crecimiento de fuerzas de ultraderecha y populistas, que comparten con el trumpismo la hostilidad hacia la ideología “woke”, la simpatía hacia Putin y el apoyo al gobierno de Israel.

El nombramiento de Elise Stefanik como embajadora ante la ONU y de Mike Huckabee como embajador en Jerusalén asegura una línea proisraelí sin concesiones. Trump, que ya descartó la solución de dos estados, no esconde su estrecha cercanía a Netanyahu, acusado ante la Corte Penal Internacional de crímenes contra la humanidad. Apoya así a un régimen de ocupación del territorio de Palestina; a una estrategia política que se desentiende de los rehenes secuestrados por Hamás para sostener una guerra sin fin que tiene como último objetivo la anexión de Gaza y Cisjordania, frontalmente contraria al derecho internacional. El ministro Bezalel Smotrich ha dicho con nitidez que la llegada de Trump facilitará “la soberanía israelí sobre Judea y Samaria”.

La animadversión de Trump hacia el ordenamiento internacional - respetado por Europa - ya se puso de manifiesto en su primer mandato por su salida del Consejo de Derechos Humanos de Naciones Unidas, de la UNESCO y del Acuerdo de París sobre cambio climático.

Su ausencia de visión supranacional se ha expresado también en el desdén que siempre tuvo respecto del continente africano, lo que dificultará con seguridad las relaciones con un grupo emergente, aunque aún no articulado, como es el BRIC, y con el llamado Sur Global.

En realidad, la concepción geoestratégica aislacionista de la administración Trump - la mayor desde el fin de la Guerra Fría - es incompatible con alianzas políticas, que son percibidas como limitadoras de la acción exterior de Estados Unidos y contrarias a los intereses americanos. Esta visión va a imponerse al menos hasta las elecciones de mid-term, ante un dominio republicano en las tres instancias de poder, ejecutivo, legislativo y judicial.

Estamos en una coyuntura en la que los países líderes de la Unión Europea, Alemania y Francia, atraviesan una crisis política seria. A Europa le corresponde tomar conciencia de que la elección de Donald Trump inaugura un momento histórico en donde las relaciones con Estados Unidos cambiarán profundamente. Sería una catástrofe dejarse influir por una línea política nacionalista, proteccionista, aislacionista y polarizante. En el dilema entre nacionalismo divisivo o integración, la Unión debe escoger esta última y, al tiempo, salir de una dinámica en la que Europa depende en exceso de la naturaleza de cada administración norteamericana.

La identidad europea ha estado basada en una política multilateral, es decir, una política muy diferente a la que va a protagonizar el próximo presidente de los Estados Unidos. Trump, persona impredecible, ha mostrado muchas veces su desinterés por el tipo de relaciones internacionales que surgió de la II Guerra Mundial y que tuvo a las Naciones Unidas en un lugar central. Esa arquitectura parece ahora desfallecer ante el crecimiento de un autoritarismo que nada tiene que ver con la cultura democrática y de derechos humanos que ha edificado trabajosamente Europa.

Estamos viviendo una pérdida de la confianza que, a pesar de la guerra fría y la posguerra fría, existía en el escenario internacional. Es un nuevo horizonte geopolítico, con una guerra en Europa; con China convertida en una superpotencia económica y unas instituciones internacionales (Banco Mundial, Fondo Monetario Internacional) debilitadas. Europa ha perdido valor estratégico ante Oriente Medio y el área Asia-Pacífico. Hay un desplazamiento de la Unión Europea hacia el este y el norte. Se abre la necesidad de una “autonomía estratégica abierta” para Europa. Son algunos de los cambios del siglo XXI.

El panorama es, sin duda, preocupante, pero la democracia es, al final, lo que prioritariamente hay que fortalecer, al igual que un orden internacional que defienda valores tan importantes como la libertad de expresión, la libertad de movimientos y el libre comercio. Si se erosionan estas libertades y los derechos humanos, la propia democracia política sufrirá.

Estos valores los compartíamos los europeos con los Estados Unidos, aunque hubiera otros aspectos en los que teníamos y tenemos diferencias. Por ejemplo, la relación con China; o la no presencia de Estados Unidos en acuerdos como el Protocolo de Kioto o el Tratado sobre la Corte Penal Internacional; o el modelo social europeo, tan diferente del agresivo ataque a lo que llama “Estado profundo” por parte de la nueva “derecha tech” norteamericana. Los europeos pensamos, como Henry Morghentau jr., que la mejor forma de defender los intereses nacionales es la cooperación internacional.

La llegada de Trump pone en cuestión la relación transatlántica precisamente respecto a los valores democráticos. Seguramente a eso se refería cuando afirmó sin titubeos que entre Estados Unidos y Europa “hay un océano de por medio”.

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