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La leyenda negra y la Inglaterra de Isabel I

Sabemos que los franceses, ingleses junto a los holandeses promovieron la leyenda negra contra la España imperial, un cúmulo de inexactitudes, un ramillete de despropósitos, cuya finalidad era comprometer su prestigio. El falseamiento de la verdad, la no verdad y la perversión que suele comunicar, siempre ha sido fácil de creer más que de oponer una mínima crítica. Es posible que el instinto de conservación del ser humano nos haga creer lo espantoso mejor que lo apacible. El coronel Arroyo Quiñones, respecto a la Gran Armada, relata cómo el IV centenario de su conmemoración, fue celebrado con profusión y deleite por los británicos, enfatizando, aún, lo de invencible, 400 años después. El objeto de esta celebración consintió en enaltecer la batalla de Gravelinas. Drake envió contra la Real Armada ocho barcos en llamas, al tiempo que descerrajaron toda su artillería hasta el punto de agotar toda la munición. La imposibilidad española de abordar a los barcos ingleses, táctica empleada en Lepanto, y el menor alcance de nuestros cañones, motivaron la derrota, aunque solamente causó la pérdida de un barco. La agresión produjo entre 500 y 1000 muertos españoles frente a un centenar de ingleses. Sin duda, la memoria colectiva del suceso afianza la identidad y el concepto de nación británica. Pero más allá de esta función sociológica, los hechos revelan que no fue precisamente invencible el adjetivo más apropiado para definir la Empresa de Inglaterra organizada por Felipe II. Otra cosa, hubiera sido el haber elegido la estrategia elaborada por Santa Cruz, con un número de embarcaciones muy superiores. Es un ejemplo de otros muchos que comprometen no solo a la Armada, al Ejército, también a instituciones como la Inquisición, la corte y el pueblo español en general. Esa leyenda negra descrita por Julián Juderías en su libro La leyenda negra y la verdad histórica, escrito en 1914 y posteriormente analizada por Roca Barea en su obra Imperiofobia y leyenda negra, de 2022, justifican ampliamente lo inapropiado de esos lodos de maldades vertidos sobre todo lo nuestro. No se ha escrito sobre la divergencia existente entre Inglaterra, por una parte, defendiendo la libertad y por otra despreciarla tan vehementemente en época de Isabel I. No se ha comentado el asesinato de religiosos católicos bajo su reinado que fueron menos que los sucedidos en Francia, sin embargo, fueron más sangrientos y feroces. Muchos informes llegaban a Felipe II sobre los crímenes cometidos contra sacerdotes, monjes y particulares católicos, con especial incidencia en los jesuitas que asumieron la misión de evangelizar el país. Especial virulencia tuvo el ajusticiamiento del jesuita Edmund Campion. O el de aquel joven sacerdote llamado Briant, a quien, además de los tormentos al uso, se le había privado del sueño y arrancado las uñas durante el interrogatorio. A esos suplicios se unía la crueldad de que fueron desentrañados y mutilados antes de morir. Sus cuerpos fueron arrastrados por la plaza principal en las ciudades y pueblos en donde fueron detenidos.

En un informe enviado por el embajador a Felipe II comunica que esas detenciones no fueron, estrictamente hablando, por su religión católica, sino por un delito supuesto, como era el haber complotado con el papa para atentar contra la reina. Una ficción jurídica para justificar el homicidio. Cuando Lord Burleigh, William Cecil, consejero de la reina, publicó su Decreto contra los jesuitas, sacerdotes, seminaristas y otros súbditos desobedientes de la misma clase, en 1585, únicamente un miembro de la Cámara de los Comunes, el Dr. Parry, tuvo el atrevimiento de levantarse en la sesión y declarar las siguientes palabras: «Es una ley cruel, sangrienta y enconada y tendrá funestas consecuencias para la nación inglesa». Sin embargo, tuvo tanto pavor a las consecuencias que pudieran ocasionar sus palabras que, hincado de rodillas en el Parlamento, presentó sus excusas entre gemidos y lágrimas. No sirvió de nada. Cuando la ocasión se presentó, se acordó su decapitación ante la puerta del palacio de Westminster. En virtud de esa ley, cientos de sacerdotes y laicos fueron ejecutados expeditivamente. Felipe II no intervino porque respetaba a la reina a quien libró de la Torre de Londres y respetaba la soberanía del país, pero creo que una actitud más combativa y menos abstencionista contra esos desmanes hubiera evitado males mayores. También pudo la reina Isabel ponderar los favores que recibió de un rey católico y admitir una mayor permisibilidad. En el fondo, lo que se ambicionaba era la eliminación de todo lo católico, porque veían en el respeto al papa un peligro a la lealtad que Cecil y sus amigos junto a la reina exigían a sus súbditos. Las palabras de Isabel I a la Cámara para aprobar la reforma del clero fueron las siguientes: «Un asunto que me toca tan de cerca que no debo omitirlo: la religión, que es la base en la cual todas las demás cosas deben buscar sus raíces; y cuando estas se pudren, el árbol entero se pierde. Y en esto existen algunos culpables en las Órdenes eclesiásticas que me dañan a mí y a la Iglesia, cuyo gobierno me ha dado Dios; sus faltas son inexcusables, pues podrían dar lugar a cismas o errores heréticos; al lado de otras negligencias que pueden ocurrir y existir, como han ocurrido en todas las grandes empresas, y ¿Cuál de ellas no las tiene? Por todo lo cual, vosotros, señores del clero, si no os enmendáis, os tendré que deponer. Cuidad, pues, de vuestros cargos. Todo ello puede ser castigado sin ruido ni exclamaciones». Esta norma habilitaba a la reina a tratar a una dama noble con «golpes y con palabras denigrantes», que era una acción imposible de ejecutar hasta entonces. Pero la iglesia católica no era la única afectada. William Thomas Walsh nos habla de la inexistencia de libertad de palabra, ni libertad de conciencia, e incluso de la inexistencia de la libertad de opinión en cualquier asunto que afectasen a personas ricas y afamadas, es decir, de aquellas que ostentasen cualquier poder. Junto a estas medidas, el gobierno había promocionado la delación anónima entre los ciudadanos. Cualquier persona podría ser prendida y ajusticiada. Al lado de estos métodos, la inquisición española era una leve brisa. Christopher Marlowe recibió una puñalada cuando huida de una citación del Consejo privado de la reina para declarar sobre unas opiniones heréticas que un denunciante había recibido. Kid, el denunciante, fue torturado por unos papeles que, en el furor de la tortura, dijo, habían sido enviados por Marlowe. En otro caso, un estudiante fue quemado vivo en Norwich por una acusación semejante.

Ben Johnson, famoso escritor dramático y poeta, ridiculizó a los delatores, más conocidos por soplones, en su obra teatral Every man is his humour escrita en 1598. El Consejo Privado de la Reina le obligó a retractarse de los satíricos hechos, en su obra Sejanus his fall, obra teatral escrita en 1603. También se le obligó a suprimir el prólogo de la obra The Poetaster, a retirar del mercado provisionalmente su obra The devil is an Ass. Fue encarcelado junto a George Chapman y John Marston por la obra Esatward Hoe escrita en 1605. La obra de Smith, Discurso sobre las formas y los efectos de las diversas clases de armas, de 1590, fue prohibida por citar en sus páginas la siguiente reflexión: «[…] a algunos hombres a los que casi todo el reino culpaba mucho por sus detestables desórdenes y crueldades». Cualquier libro que criticara a la iglesia anglicana o al Estado se le impedía obtener la licencia durante dos o tres años. Las consecuencias de la eliminación de la iglesia católica en Inglaterra ocasionaron que la mayor parte del pueblo humilde fuera reducido a un estado de pobreza desconocido en la España de aquella época o en la Inglaterra medieval. Al confiscarse las tierras de los monasterios, estas no pudieron ofrecerse a los labradores y fueron vendidas a familias influyentes dedicándolas a la cría de ganado. Las autoridades locales y el Gobierno dejaron de practicar la caridad y cesaron las limosnas a sacerdotes y monjas que guarecían a enfermos, inválidos y desposeídos. El sistema católico de los Hospitales de la Edad Media desapareció. Con la caída de los gremios, el equilibrio entre el patrón y el obrero desapareció, comprometiendo la marcha óptima de los negocios. Se generó mucha miseria y una gran inhumanidad. El Acta de 1572, Ley de Vagabundos o Ley de Pobres de 1572, mandaba que los mendigos fueran arrastrados por las orejas y azotados. La reincidencia era castigada con la muerte. Las actas de las Middlesex Sessions ocasionaron que 71 mendigos fueran azotados y marcados a fuego. La carestía de los alimentos motivó unos precios elevados y una mayor penuria, si cabe, para los más vulnerables. Unos precios muy elevados en comparación con los existentes en España. En atención a estos datos, vemos lo inmerecido de muchas de las críticas que han recibido instituciones, personas y hazañas españolas. Críticas no solo originadas en el extranjero, también de españoles que encuentran en la erosión del crédito de la nación un acicate irresistible para buscar méritos en la deslealtad.

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