‘Wicked’, un efectivo musical con el que volver a 'El mago de Oz' y añorar el esplendor de Hollywood
Ariana Grande y Cynthia Erivo protagonizan la adaptación del mítico musical de Broadway, dividida en dos para respetar la profundidad psicológica de la obra original
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La puerta que abría Dorothy no solo comunicaba con un mundo Technicolor, sino también con el gran periodo clásico de Hollywood. Corría 1939, pocos meses después se estrenaría Lo que el viento se llevó, y no haría falta mucho más para rubricar la leyenda de las colinas de Los Ángeles, de la meca del cine y del gran entretenimiento del siglo XX. Hasta el momento en que Judy Garland llegaba a Oz, las imágenes del clásico de Victor Fleming habían sido en blanco y negro: su paso al brillantísimo, irreal Technicolor, quedaría coronado con un puñado de canciones memorables que expandían un fenómeno previo, el del libro original de L. Frank Baum, publicado 40 años antes.
Pero claro, El mago de Oz es mucho más que la obra de Baum. Alineada con su exitosa adaptación, ponía título a una suerte de mito fundacional para Hollywood e inspiraba varias ramificaciones culturales. Medio siglo después, cuando los derechos de El mago de Oz habían pasado a dominio público, Gregory Maguire publicó su propia versión de la historia, Wicked: Memorias de una bruja mala. Varias preocupaciones cruzaron su mente al escribir. Se preguntaba por qué, de todos los personajes que había creado Baum, la Bruja Mala del Oeste había sido el único unidimensional, sin más rasgos que su maldad. También recordaba una reciente tragedia que había sacudido a los medios británicos, cuando un niño llamado James Bulger había sido asesinado por dos compañeros de clase.
Los “asesinos de Liverpool” se habían hecho famosos en 1993, y a Maguire le inquietaba si la maldad era congénita o podía desarrollarse. Si nacíamos malos o nos volvíamos malos. Por eso quiso profundizar en las posibles motivaciones de aquella Bruja “Mala” y se inventó una biografía con la que revisar, de cabo a rabo, la obra de Baum. Su esfuerzo resultó histórico. La cultura popular posterior empezó a manifestar inquietudes similares, con George Lucas dedicando toda una trilogía de Star Wars a explicar quién era realmente Darth Vader o Disney, mientras bordeaba el plagio a Wicked, contando una historia alternativa para la villana de La bella durmiente en Maléfica.
A todo este terremoto ayudó evidentemente que Stephen Schwartz y Winnie Holzman hubieran convertido Wicked en un musical a finales de los 90, y que este musical hubiera arrasado en Broadway. El Wicked teatral mantuvo a grandes rasgos la visión de Maguire, magnificándola con un triunfo internacional que, hoy día, rivaliza sin rubor con la influencia de la propia obra de Baum. O de su adaptación cinematográfica. El camino que va de El mago de Oz a Wicked es entonces el de una mutación cultural profunda, un cambio de ciclo, donde las imágenes tan espectaculares como monolíticas de la tradicional maquinaria hollywoodiense se dan la vuelta y muestran qué hay tras ellas. Expresando, en ese gesto, su concienciación con un mundo que ha ido ganando complejidad.
Una conciencia que no desactiva el espectáculo: Wicked, con su gran partitura e icónicas interpretaciones de Idina Menzel y Kristin Chenoweth, es el epítome del musical blockbuster, a la altura de Cats o Hamilton. Por eso es tan chocante que, a la hora de promocionar la película correspondiente, Universal haya querido disimular en los tráilers que se trata de un musical.
El regreso (por lo bajini) del musical
La jugarreta no es nueva. Ya le hemos visto acompañando el lanzamiento de otras películas recientes como Wonka, la versión musical de Chicas malas o Joker: Folie à deux. Sus tráilers apenas mostraban los números y daba la sensación de que las majors se avergonzaban del género al que pertenecían los films, quizá por pensar que había otra cosa más útil que anunciar: la Propiedad Intelectual. Chicas malas, Joker, Wonka como precuela de Charlie y la fábrica de chocolate. Todas eran IPs sobradamente conocidas, que a la hora de posicionarse en la conversación preferían disimular su adscripción al musical, por si acaso a algunos espectadores les pareciera ridículo.
Es sencillo entonces que esta tendencia nos retrotraiga a Wicked. ¿No es Wicked, al fin y al cabo, un spin-off de El mago de Oz? ¿No es la actualización de un clásico de la historia del cine, asentado de sobra en la memoria colectiva y susceptible de que “ocultando” su naturaleza vaya a atraer igualmente a los espectadores? Su génesis e historial en Broadway nos demuestran que no: nadie en su sano juicio ocultaría la relación de la película con uno de los musicales más taquilleros de la historia de Broadway. Con lo que desde luego Hollywood no está en su sano juicio, y quizá se deba al trauma que supuso el fracaso en 2021 de West Side Story, la nueva versión de Steven Spielberg.
Wicked, la película más allá de la átona promoción, tiene un vínculo curioso con West Side Story. Ambas obras han adaptado sendos hitos del teatro musical, marcados tanto por el aplauso masificado como por apuntes discursivos que trascienden la evasión. La relación de West Side Story con el racismo y la vida en los barrios neoyorquinos más pobres enlaza así con En un barrio de Nueva York (In the Heights), cuya adaptación para el cine dirigió Jon M. Chu: el mismo que ha elegido Universal para firmar Wicked. En un barrio de Nueva York se estrenó el mismo año que West Side Story y también fue un fracaso, al tiempo que buscaba retener una grandeza análoga.
Esta grandeza es la que emana de una convicción: el musical de Broadway es importante. La tradición es importante. En esta línea el escenario puede (o debería) cobijar historias mucho más grandes que la vida y que, desde luego, esas IPs que solo buscan salvarle los muebles a los estudios. Wicked no puede ser otra cosa que grande e importante, y la primera consecuencia de esta convicción se rastrea en el hecho de que la adaptación se haya dividido en dos mitades. Wicked: Parte 1, que se estrena ahora, y Wicked: Parte 2 (que llega en noviembre del año que viene). Nunca había pasado algo así con un musical de Hollywood. Wicked es el Dune de los musicales.
De hecho la gente de Universal ha argumentado lo mismo que Denis Villeneuve en torno a la adaptación de Frank Herbert: si quieren respetar toda la profundidad de la novela de Maguire y el musical sucesivo, necesitan más tiempo. Dos películas, que efectivamente ansían reconvertir el musical de Hollywood en vanguardia artística. Que quieren devolverlo a aquella época justamente inaugurada por El mago de Oz, entre los 40 y los 60, cuando las superproducciones musicales tenían una preponderancia similar a la que el cine superheroico ha tenido últimamente, pero está dejando de tener. Los propósitos son loables. Hollywood bien puede estar listo para la regresión.
Desafiando la gravedad
Pero la realidad es más ingrata, y este Hollywood no es el mismo que aquel que descubriera Dorothy en el umbral. Donde antes había Technicolor, en Wicked todo queda prematuramente lastrado por una pobre fotografía a cargo de Alice Brooks. La factura de Wicked es higiénica y plana, propia del streaming, lo que resulta especialmente grave cuando hablamos de un mundo de fantasía donde el abanico cromático —el verdor de la piel de Elphaba y la Ciudad Esmeralda, el camino de baldosas amarillas— es vital. Estos tonos grisáceos despojan de textura el mundo de Baum, hermanados con una estética de parque temático a la que las producciones de Disney nos están empezando a acostumbrar.
Como el CGI de los animales parlantes tampoco es nada del otro mundo, Wicked se resigna a parecer televisiva, y a reconocer su incapacidad para que el imaginario de Oz nos deslumbre con un sabor propio. Es más grave incluso, porque Chu es un director con buenas ideas en lo que respecta al musical cinematográfico —ya lo demostró con En un barrio de Nueva York—, y muchas veces parece que el envoltorio de Wicked es plúmbeo al extremo de opacar su puesta en escena. Los titubeantes primeros minutos del film así lo confirman, mientras números estilo I’m Not That Girl o One Short Day —dedicado paradójicamente a celebrar el colorido de la Ciudad Esmeralda— se antojan feos y mortecinos, palideciendo ante la inventiva de las tablas.
Estos ostensibles defectos —casi inevitables en un contexto industrial donde las fronteras de cine y televisión se difuminan en “contenido”— no son por suerte achacables a la integridad de la propuesta. En otros números la inventiva de Chu sabe sobreponerse a las carencias de la fotografía o el diseño de producción, encontrándonos soluciones realmente simpáticas —What is This Feeling? y Dancing Through Life sabiendo jugar con la edición y el escenario respectivamente—, y en la mayoría de casos con cierta consistencia a la hora de replicar las virtudes del espectáculo original.
En muchas ocasiones da la sensación de que Wicked es una película solvente solo porque el material de partida es magnífico. El aparatoso número con el que concluye este Acto 1 (el famoso Defying Gravity) sería la prueba definitoria, pero no por ello habría que desmerecer otros logros del film. Aunque el guion se limite en el mejor de los casos a respetar los estimulantes conceptos de Maguire —haciéndose bastante lío a la hora de equilibrar subtramas—, ocurre que Wicked no podría prosperar sin la labor de sus actrices protagonistas, y la emoción que atinan a congregar en torno a ellas. Cynthia Erivo y Ariana Grande están estupendas como Elphaba y Glinda, compartiendo una gran química entre el desafiante carisma de la primera y las bufonadas de la segunda.
Y, lo que basta por sí solo para que Wicked termine irguiéndose por encima de sus insuficiencias, canalizando admirablemente la razón de fondo por la que la novela de Maguire y el musical sucesivo se han instalado por siempre en la cultura popular. Si tanto nos ha emocionado (y durante tanto tiempo) la relectura de un clásico como El mago de Oz, eso podría deberse simplemente a la amistad de esas dos brujas, coyunturalmente descritas como “buena” y “mala”. Esto es lo que sostiene Chu y su equipo, sabiendo cómo expandir dicha amistad a través de reverberaciones sociopolíticas —Wicked es, ante todo, una parábola sobre el populismo y la necesidad de chivos expiatorios—, así como de sintetizarla en forma de un corazón capaz de conmover al público.
Es significativo, entonces, que la mejor escena de Wicked carezca de música. Es la que sella la amistad de Elphaba y Glinda, a través de un baile silencioso donde la cámara de Chu se permite exprimir los cuerpos y los rostros de sus actrices. Estos cuerpos y rostros, enlazados en una danza íntima con el poder de cuestionar las historias escritas por los vencedores —tal y como quiso Maguire—, logran entablar por fin una comunicación directa con lo que nos hacía amar el musical hollywoodiense. Un musical del que ahora mismo solo quedan fragmentos o expresiones trasnochadas como el West Side Story de Spielberg, pero un musical que no conoce ni la muerte ni la agonía. Que ya ha perdido el Technicolor, así que simplemente ha de buscar otros colores.