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De la impostura

“El crimen perfecto no existe. Creer que sí existe es un juego de salón y nada más”, dice Tom Ripley en la apertura de El amigo americano de Patricia Highsmith, aunque, claro, Tom se refiere a los asesinatos que nunca se esclarecen y no a los pequeños delitos, la estafa, por ejemplo, que le dio una vida emocionante, próspera y no exenta de angustia ni peligro, lo que más aterraba a Ripley fue que descubrieran sus chanchullos. La sola posibilidad de que lo despojaran de la máscara era lo único que le quitaba el sueño.Tom Ripley, como los perfectos embusteros, supo inventarse una gran vida. Al igual que el príncipe Ugo Conti de Casi el paraíso, la novela de Luis Spota, o que Enric Marco, el falso superviviente del campo de concentración de Mauthausen en la alemania nazi, con el que Javier Cercas elaboró algo más que un expediente literario–clínico en su admirable El impostor, sabía que una de las mayores debilidades de la gente común es la posibilidad de cruzar palabra o tener trato con un ser excepcional y para eso sirve la inventiva: no es muy difícil falsear la propia biografía, propagar experiencias de lucha o sofisticada sordidez, inventar gloriosas aventuras o presumir triunfos y derrotas, los corazones simples siempre se rinden ante los héroes de batallas fabulosas. Quizá se trate, únicamente, del deseo inconmensurable de sentir admiración.A propósito de El impostor, y pensando en seres de esa ralea, hay que tomar en cuenta la consideración de Cercas: “la realidad mata, la ficción salva”. Curiosamente, esa fórmula con que Cercas se refiere a la escritura como tabla de salvación pues antes de emprender el libro sobre Marco se hallaba en un periodo depresivo, también puede aplicar tanto para el charlatán como para el estafado. El primero alivia su desastrosa realidad con la ilusión de sí mismo; el segundo está más cómodo con cuentos asombrosos que lo extraen de la simpleza cotidiana. No obstante, la línea es tenue y mientras el farsante termina en las garras de su propio delirio, el otro corre el riesgo de sucumbir a cualquier timo imaginable.Y es que, los pillos no solo deambulan por los libros, son parte del paisaje. Una suerte de depredadores que no cejan en el empeño por atrapar ingenuos, el mundo está sobrado de crédulos y bobos. Los hay en las iglesias, en el arte, en el espectro empresarial. Abundan en las redes, sobre todo en la farándula y en la región ignota del poder. Un estafador de Tinder consiguió, incluso, que le hicieran un documental. Y en estos días se viralizó el caso de una apócrifa psiquiatra que en Puebla, montó un tinglado de embustes criminales, diagnosticando esquizofrenias, depresiones, ansiedades, sociopatías y medicando a diestra y siniestra a los incautos que tomaron sus consultas, deslumbrados por fullerías sin límites que esparció alegremente en sus plataformas: la tal Marilyn Cote difundió presentaciones de libros que no escribió, publicó conversaciones en chapucero inglés y francés, se hermoseó diligentemente con photoshop, e incluso, se hizo de un marido e hijos sin máculas mestizas. Lo inexplicable del asunto es que, en un mundo con información tan a la mano, esta señora pudo embaucar a mucha gente y durante un largo tiempo, avalada por diplomas patito, ni más ni menos, que de Harvard.Ah, las credenciales, cuánto nos impresionan. Aún sigue vigente esa máxima que Alfonso Reyes le dijo a Carlos Fuentes sobre los estudios universitarios: “México es un país muy formalista. El título es el asa que los demás emplean para levantar nuestra tacita” (Tiempo mexicano), y sea por burla o por tragedia, el asa de los títulos falsos son la morralla recurrente del prestigio artificial: le han servido a una magistrada de la Suprema Corte o a un fiscal que se hizo abogado de la noche a la mañana, y a todo tipo de impostor politiquero pues, a fin de cuentas, la realidad es ominosa, hay que embellecerla con ficción. Lo difícil es sortear esos pantanos y evitar que nos salpiquen.AQ

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