El capitalismo impulsa la espiral de muerte de la democracia
Las elecciones en Estados Unidos marcan lo que los alemanes llaman un Zeitenwende (“punto de inflexión”). Los votantes están señalando claramente que quieren un cambio, y que prefieren una segunda administración de Donald Trump a otro gobierno provisional que presida un régimen que rechazan.
Es verdad que los partidos políticos que prometieron proteger el statu quo perdieron las elecciones en un país tras otro este año, pero la importancia de que los votantes en la democracia más antigua del mundo rechacen los fundamentos constitucionales de su país (el Estado de derecho, un poder judicial independiente e imparcial, las garantías procesales y un traspaso ordenado del poder) es difícil de sobreestimar.
El juego de acusaciones comenzó antes de que los resultados electorales asimilaran, con un enfoque previsible en el elitismo, la identidad y la propia candidata perdedora.
Este ciclo de recriminaciones desgarrará al Partido Demócrata y lo hará aún menos apto para gobernar en el futuro. También distraerá la atención del elefante en la sala: el capitalismo.
La democracia se encuentra en una espiral de muerte porque está sometida a un régimen socioeconómico que enfrenta a todos contra todos, socavando la capacidad de consenso y de toma de decisiones colectiva.
No es la primera vez que el capitalismo pone patas para arriba a la democracia. Hace un siglo, los efectos de la rápida industrialización a expensas de los individuos y sus comunidades alentaron el comunismo y el fascismo en Europa.
El historiador económico Karl Polanyi, en sus escritos durante la Segunda Guerra Mundial, atribuyó la causa principal de los levantamientos políticos de su época a un sistema económico que subordinaba a la sociedad al principio de mercado.
El problema, según Polanyi, comenzó con la abolición de las “leyes de pobreza” en Inglaterra a principios del siglo XIX. Las masas, desarraigadas y sin tierra, no tuvieron más remedio que migrar a las ciudades, donde fueron explotadas como mano de obra barata en fábricas que consumían sus vidas y las de sus hijos.
Aunque este sistema sin duda generó prosperidad, tuvo un costo enorme para demasiada gente. Sin la devastación causada por la Primera Guerra Mundial, la reacción de las masas contra este sistema podría haber tardado mucho más.
Estados Unidos, que combatió en la Primera Guerra Mundial, pero no en su propio territorio, evitó en gran medida el contragolpe a pesar de la depresión económica de los años treinta.
Es importante decir que la administración del presidente Franklin D. Roosevelt consiguió algo que otros países no lograron: le dio al pueblo estadounidense la suficiente seguridad económica como para que pudiera empezar a vislumbrar un futuro mejor para sí mismo y sus familias.
Esta vez es diferente, y no solo en Estados Unidos. Vivimos en un sistema para el cual, a los ojos de la mayoría de los políticos, no existe otra alternativa.
De hecho, hace tiempo que ellos mismos cedieron el control del sistema y carecen de la capacidad o la voluntad de imaginar uno diferente.
El aforismo del difunto Fredric Jameson de que “es más fácil imaginar el fin del mundo que el fin del capitalismo” cobró renovada actualidad, y no es difícil entender por qué.
Los gobiernos tienen muy poco espacio de maniobra para no ser castigados por los mercados financieros (absolutamente amorales).
La globalización financiera, celebrada desde hace rato como una herramienta para disciplinar a los responsables de las políticas, puso el destino de sociedades enteras en manos de inversionistas a los que solo les preocupan las señales de los precios y son ajenos a las necesidades humanas.
Los gobiernos se ataron las manos con la esperanza de que los mercados proporcionaran capital, bienes y empleos. Con la idea de que debían apartarse del camino del mercado, abrieron sus países a la libre circulación de capitales, al tiempo que apoyaban la codificación legal selectiva de activos e intermediarios en beneficio de los más adinerados.
Más tarde, animaron a sus bancos centrales a rescatar a los intermediarios que amenazaban con hundir todo el sistema financiero en otra crisis.
Los países también aprobaron tratados internacionales que daban a las corporaciones multinacionales el poder de demandar a los Estados anfitriones por perjudicar la rentabilidad de sus inversiones, o por un trato “injusto e inequitativo”.
Con estos casos supervisados por un tribunal arbitral ubicado en otra parte, los gobiernos efectivamente desarmaron sus propios tribunales y minaron sus propias constituciones (cuyas disposiciones no se pueden utilizar como defensa contra las violaciones de los tratados internacionales).
Algunos países (entre los que destaca Alemania) llegaron incluso a negar a los futuros gobiernos la opción de recaudar financiación adicional mediante la consagración de requisitos de equilibrio presupuestario en sus constituciones.
Otros mantuvieron a raya a sus ciudadanos aplicando austeridad fiscal, incluso mientras los ricos prosperaban con otro auge de los activos respaldado por políticas monetarias laxas.
Al igual que Odiseo, que tenía las manos atadas al mástil del barco para resistir el llamado de las sirenas, los gobiernos encontraron maneras de escapar al llamado de los votantes que los habían elegido.
El autogobierno democrático perdió credibilidad mucho antes del surgimiento de los partidos antidemocráticos que hoy se burlan abiertamente de él.
Por su parte, Polanyi esperaba que a la guerra siguiera otra transformación que pusiera el control en manos de las sociedades, no de los mercados. Los mecanismos jurídicos e institucionales adoptados para alcanzar este objetivo funcionaron en un principio, pero los poderosos actores privados y sus abogados pronto encontraron la forma de sortearlos.
Dos décadas después de la guerra, lo que Greta Krippner de la Universidad de Michigan describe como la financiarización de la economía estadounidense ya había despegado.
La rentabilidad financiera se convirtió en el fin al que estaban subordinadas todas las demás necesidades y aspiraciones. Si bien el daño colateral de este proceso fue generalizado, el mayor golpe lo recibió nuestra capacidad para la toma de decisiones colectiva.
Si el comunismo y el socialismo no se hubieran desmoronado en el preciso momento en que la financiarización desataba toda su fuerza, muchos podrían haber advertido sus efectos corrosivos sobre la democracia mucho antes.
Por el contrario, el capitalismo se celebró como la única alternativa posible. Como resultado de ello, no presenciamos el “fin de la historia” que Francis Fukuyama proclamó cuando terminó la Guerra Fría. Estamos condenamos a revivirla, pero todavía está por verse si como tragedia o como farsa.
Katharina Pistor, profesora de Derecho Comparativo en la Escuela de Leyes de Columbia, es la autora de The Code of Capital: How the Law Creates Wealth and Inequality (Princeton University Press, 2019).
© Project Syndicate 1995–2024