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Los intelectuales y Echeverría

En la segunda mitad del siglo XX fue común que el régimen buscara allegarse a los intelectuales para legitimar sus políticas en la esfera pública y conseguir consensos mínimos dentro de lo que hoy llamamos “el círculo rojo”. Adolfo López Mateos se sirvió de Emilio Uranga para hacer una elaboración discursiva que presentara el sentido de sus acciones de gobierno. El mismo Uranga y Vicente Lombardo Toledano justificarían la represión del movimiento estudiantil. Echeverría se rodeó de intelectuales y de jóvenes políticos para tratar de lavarse la cara por el 68. La “sobriedad republicana” de Miguel de la Madrid y su austeridad económica entusiasmaron a Enrique Krauze, quien vio en la virtud presidencial el antídoto contra los desvaríos de José López Portillo y de su antecesor, así como el camino la indispensable hacia la “democracia sin adjetivos”. Carlos Salinas de Gortari atrajo al establishment intelectual, que avaló una elección ensuciada por el fraude y la modernización autoritaria impulsada en el sexenio. Andres Manuel López Obrador prescindió de los intelectuales, arrogándose para sí esa función, aunque algunos solícitos aspirantes se apuntaron para cumplir esa tarea.Después del Halconazo del 10 de junio de 1971, Carlos Fuentes convocó a los intelectuales desde las páginas de Plural a cerrar filas con Luis Echeverría, quien valientemente se jugaba “la carta de nuestra supervivencia como entidad nacional” frente al imperialismo estadunidense y ante la posibilidad de un “golpe” auspiciado por la “extrema derecha”. Era claro para el novelista que, “lejos de consagrar la política de la represión”, el presidente “optó por una política de democratización”. La izquierda debería apostar por el realismo, organizarse “pensar seriamente en los problemas y en las soluciones” que un país tan complejo como México requería. Gabriel Zaid objetó a Fuentes su adhesión al presidente “en vez de reforzar la independencia [de los intelectuales] frente al Ejecutivo”.Sin la efusividad de Fuentes, voces liberales y socialistas reconocían la entraña reformista del echeverrismo. Precedido por El sistema político mexicano, posibilidades de cambio (1972), producto de un seminario patrocinado por el Instituto de Estudios Latinoamericanos de la Universidad de Texas en Austin donde se trataron de desentrañar las causas del movimiento del 68 y las posibles consecuencias para la democratización del país, Daniel Cosío Villegas concibió El estilo personal de gobernar (1974) como su segunda parte. Si en el primero el historiador liberal presentó la cartografía del régimen (presidencialista, centralizador, con un partido dominante supeditado a la voluntad presidencial y carente de democracia interna, sin compromiso con las clases populares), en el otro se concentró en la figura presidencial, asumiendo que ésta “es la pieza principal, o única si se quiere, de nuestra organización y vida políticas”. Dada la concentración de poder en una persona que se desprendía de esta situación, la conclusión más o menos obvia: “el temperamento, el carácter las simpatías y las diferencias, la educación y las experiencias personales [del presidente] influirían de un modo claro en toda su vida pública y, por lo tanto, en sus actos de gobierno”. A falta en el país de contrapesos y de una opinión pública crítica, el presidente “puede obrar, y obra, tranquilamente de un modo muy personal y aun caprichoso”.Con fina ironía Cosío presentó las constantes en el estilo presidencial tales como la noción de que el tiempo disponible (suyo y de los demás) es infinito, optimismo a toda prueba, cortesía genuina, verborrea incontenible y nociones recurrentes en su discurso (juventud, pasión). Echeverría concebía aquélla cual “instrumento necesario de cambio”, por lo que se ufanaba de la juventud de su gabinete y de la corta edad de los elementos incorporados al servicio público durante su administración. Ello, quizá, a manera de respuesta a la protesta juvenil de la década precedente. El aprecio por lo que entonces se nombraba “provincia”, el afán de responder a todas las demandas que le hacían en sus giras por las entidades federativas (sin reparar mucho en los efectos presupuestales), el aprecio por la educación pública, con énfasis en la formación tecnológica, y la convicción de que había de llevarse a todo el país, la promoción internacional del país y de su presidente de acuerdo con la Doctrina Juárez (“norma de validez universal”), un pretendido liderazgo en el Tercer Mundo al “presentarse en el mundo de los países pobres como abanderado de las causas buenas”, la apertura democrática que, entre otras disposiciones, concedía 5 diputados de partido a cada fuerza política que obtuviera 1.5% de la votación nacional, destacarían dentro de sus acciones de gobierno. Dejando de lado desplantes y gazapos, el historiador liberal reconoció aciertos en la gestión echeverrista: “Ningún presidente nuestro ha insistido tanto en la necesidad de liberarse de la dependencia norteamericana. Ninguno otro ha denunciado con tanta reiteración los males que acarrean las empresas multinacionales o la inversión extranjera indiscriminada. Ninguno se ha esforzado en un grado igual por multiplicar nuestros contactos internacionales. Tampoco ninguno ha destacado tanto la conveniencia y la necesidad de que México contribuya a la acción concertada del Tercer Mundo.”De todos modos, la democracia estaba pendiente porque el poder se concentraba en las manos presidenciales, la división de poderes era únicamente formal, los obsecuentes funcionarios estaban blindados contra los golpes de la realidad, la prensa y los órganos informativos amordazados, la crítica ninguneada y una sociedad huérfana de cultura democrática, constituían el formidable dique que ni siquiera la inquebrantable voluntad de un solo hombre, quien se asumía todopoderoso, podía doblegar.Carlos Pereyra interrogó las condiciones y los límites del “programa reformador” echeverrista. Advirtió positiva la intervención estatal en la economía sin pasar por alto la inequidad en la distribución del ingreso, una de las más altas del subcontinente. El régimen le parecía un bonapartismo singular sustentado en una política populista, es decir, “una forma política de dominación cuya especificidad radica en la aptitud para satisfacer las necesidades inmediatas de amplios sectores populares, facilitando su manipulación y subordinación”. Provisto de una enorme base social, el Estado mexicano “obtuvo un considerable grado de autonomía relativa en relación con las diferentes facciones de la burguesía y un importante margen de maniobra política para contener a estas dentro de los límites adecuados para el funcionamiento del sistema”. Sin embargo, habían surgido elementos nuevos que complicaron este funcionamiento y forzaron las reformas. La elección constitucional de 1970 dejó en minoría al pri por primera vez en la historia, lo que obligaba a un cambio en la forma de gobierno. De allí la apertura democrática del presidente Echeverría. Otro factor perturbador era el carácter dominante del “capital monopolista” dentro de la economía nacional, lo que acotaba la capacidad de maniobra estatal y menguaba su rol bonapartista. O se recomponía este, o crecería la demanda de una solución represiva por corrientes dentro y fuera del Estado que sugieren “medidas autoritarias”.Manuel Aguilar Mora observaba que la política represiva de Gustavo Díaz Ordaz puso en predicamento “el equilibrio logrado por el bonapartismo mexicano durante décadas”, por lo que la apertura democrática constituía la tentativa consciente de restablecer “las bases del acuerdo reformista prevaleciente antes de 1968”, año en el régimen entró en una “crisis histórica” de resultados inciertos. La tentativa reformista de Echeverría era el coletazo bonapartista para “impedir que los engranes de la necesidad histórica siguieran presionando con su lógica implacable”. Empero, la apertura democrática vino acompañada por la guerra sucia, por lo que el trotskista mexicano no pasó por alto que la administración echeverrista continuó la senda represiva de su predecesor, por lo que “hay una cantidad de varios cientos de [presos políticos] en las cárceles de todo el país”.Décadas después, en su libro póstumo (La violencia de Estado en México, 2010), Carlos Montemayor destacó como los hitos fundamentales de la violencia estatal la represión del 68, “un laboratorio de experimentos represivos a gran escala”, y de manera determinante, la masacre del Jueves de Corpus de 1971, que condujeron a múltiples organizaciones sociales y militantes de la izquierda a concluir que la lucha pacífica era insuficiente para cambiar el régimen autoritario, abandonando toda expectativa de su reforma por el canal civil. El novelista chihuahuense no dudó en considerar a Echeverría “un eje clave en la represión y en las masacres en México que va de 1968 a 1976”. Imagen que trató de lavar con la acogida al exilio latinoamericano y su autopromoción como líder del Tercer Mundo en el marco de la Guerra fría.AQ

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