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Apropiación cultural en la industria de la moda “sostenible” en el Perú, por Daniela Bussalleu Salcedo

Hablar de la colonial-modernidad se vuelve aún más pertinente cuando discursos y prácticas se hacen tan visibles, como ocurrió recientemente en un conversatorio —irónicamente— sobre moda sostenible de la asociación de Moda, Diseño y Cultura Sostenible del Perú. A raíz de esto, quiero abrir la conversación sobre el trato injusto que enfrentan diversas comunidades en su interacción con empresas que dicen querer abrirles las puertas. Este caso plantea diversas reflexiones y resulta imperativo educarnos sobre las aproximaciones erróneas que ya hemos visto antes entre diseñadores, marcas, agencias de publicidad y las comunidades, con el objetivo de ponerle fin a prácticas colonialistas que continúan perpetuándose y que generan un daño profundo a las comunidades afectadas.

Se hizo viral en redes sociales la conversación entre una diseñadora peruana y el director de la revista de moda Vogue Latinoamérica. La diseñadora contó cómo la comunidad Shipibo-Konibo se habría negado a compartirle sus saberes ancestrales sobre técnicas textiles que ella pretendía luego comercializar en una nueva colección de moda, a cambio de una asesoría sobre la experiencia de ella en diseño. Comentó: “De frente me dijeron que no. Me quisieron cobrar, y ni les cuento cuánto me quería cobrar el shereke”.

A pesar de ello, la diseñadora ha utilizado y comercializado prendas que incorporan los mismos patrones —o notablemente similares— que los de la comunidad. A modo de justificación sobre el uso libre de la iconografía Shipibo, el director de la revista señaló que “un signo estético de una comunidad… [es] patrimonio de la humanidad… [lo que] significa que es de todos”, por lo que “una comunidad no puede pedirle cuentas a ella”, refiriéndose a la diseñadora, quien en respuesta añadió: "Yo también soy peruana, que yo haya nacido en la costa no significa que sea menos peruana que ellos”.

En vista de esto, la artista multidisciplinaria Shipibo-Konibo Sadith Silvano expresó su indignación hacia los diseñadores y panelistas por apropiarse de sus conocimientos. Asimismo, nos da cátedra desde sus redes sociales sobre la sostenibilidad a través de estos puntos que merecen toda nuestra atención y reflexión:

1) “Ser sostenible es dar un pago justo; y si alguien nos dice que no desea colaborar, respetarlo”.

2) “Ser sostenible es NO perpetuar discursos colonialistas retrógrados”.

3) “Ser sostenible es invitar a artistas indígenas a una charla sobre apropiación cultural, dado que son quienes la padecen”.

Para comprender el alcance de la indignación de Silvano es crucial adentrarnos en el contexto de los “kené” y su profundo significado dentro de la comunidad Shipibo-Konibo.

¿Qué hay detrás de las figuras geométricas cuyo uso indebido y sin consentimiento de la comunidad viene siendo documentado y comercializado constantemente?

Estos diseños reciben el nombre de “kené” y son signos elaborados tradicionalmente por mujeres del pueblo Shipibo-Konibo. Más allá de su valor decorativo, “un diseño kené [es] sagrado” (Silvano, 2024); estas figuras nacen de visiones inducidas haciendo uso de las plantas psicoactivas Rao, por medio de rituales transmitidos de generación en generación (Koshi Studio, 2020). En ese sentido, el “kené” encarna la cosmovisión, los conocimientos y la estética de este pueblo, representando su identidad cultural, sus tradiciones y su conexión profunda con el tiempo y el territorio que habitan (Instituto Nacional de Cultura, 2009).

Hablar de colonialidad es importante porque nos permite comprender cómo las estructuras de poder y conocimiento impuestas durante el colonialismo siguen afectando a las sociedades contemporáneas. La colonialidad del poder y del saber, conforme señala Quijano (2000), revela cómo las jerarquías de dominación han despojado a las culturas indígenas de su autonomía, identidad y saberes ancestrales. Esta reflexión es esencial para abordar las desigualdades persistentes, como la apropiación cultural, que no es un fenómeno aislado, sino una manifestación directa de esa colonialidad.

La apropiación cultural se convierte en una extensión de la colonialidad al tomar elementos de una cultura para beneficio propio sin respeto ni comprensión del contexto original, explotando sus creaciones, rituales, atuendos, productos o música (Proyecto Kahlo, 2022). Es un acto que perpetúa las jerarquías y el despojo de las comunidades originarias, tratándolas como fuentes inagotables de inspiración, sin un reconocimiento adecuado de su valor y significado cultural. Una comunidad merece un trato justo; no puede alimentarse de canjes por “experiencias en el diseño”. Es fundamental ofrecer un trato que tú mismo/a (diseñador/a, marca, empresa) aceptarías.

Despojar a un pueblo de su identidad se puede ver representado en un requerimiento tan sencillo de entender como el que hace Silvano: “Si alguien nos dice que no desea colaborar, respetarlo”. Esto refleja un principio fundamental de respeto y justicia que, sin embargo, no se aplica de igual manera para todos/as los peruanos/as cuando se trata de comunidades que históricamente han sido marginadas y explotadas. El atrevimiento del director de la revista al señalar que “un signo estético de una comunidad… [es] de todos” refleja la mentalidad colonial que no reconoce los derechos, los saberes y las tradiciones de las comunidades indígenas, viéndolas como fuentes de recursos a disposición de otros, sin comprender o respetar su valor cultural y espiritual.

Desde las instituciones, empresas y la sociedad civil, tenemos el deber de reconocer el capital cultural —a nivel comunitario— del arte Shipibo-Konibo para evitar su explotación, asegurando que los beneficios derivados de su patrimonio retornen a sus verdaderos titulares, en lugar de ser apropiados por actores externos sin su consentimiento. Estos elementos iconográficos pertenecen a las comunidades, y personas ajenas a ellas no tienen derecho a comercializar sus diseños sin el consentimiento previo ni a excluirlas de los beneficios que dicha comercialización genera.

Ahora bien, si queremos saber cómo luce un escenario de justa y remunerada asociación —siempre bajo el supuesto en que la comunidad acepte una alianza—, el valor compartido se presenta como un concepto clave de la responsabilidad social empresarial. Este enfoque plantea que las empresas pueden alcanzar el éxito económico mientras contribuyen al bienestar y desarrollo de las comunidades con las que operan (Porter & Kramer, 2009).

Un ejemplo destacado fue Koshi Studio, un emprendimiento peruano liderado por tres mujeres que implementaron un modelo de colaboración horizontal entre artesanos y diseñadores, desafiando las dinámicas tradicionales de trabajo. Entre sus proyectos sobresale Arte amazónico para colorear, un libro que pone en valor los diseños de cinco artesanos Shipibo-Konibo, asegurando una retribución económica justa por el uso de su propiedad intelectual. En solo dos semanas, se vendieron más de 300 ejemplares, aumentando en un 54% el ingreso mensual promedio de los artesanos y beneficiando a 23 personas, incluidos miembros de familia dependientes (2020). Este modelo marca un precedente para iniciativas verdaderamente sostenibles que respetan, valoran y compensan el trabajo comunitario.

Para llevar a cabo alianzas éticas como esta es fundamental adoptar un enfoque centrado en la colaboración y el beneficio mutuo, en el que las comunidades con quienes se busca trabajar sean parte activa de cada etapa del proceso, que también les pertenece. Se debe incorporar liderazgos diversos, así como capacitar al personal en materia de diversidad y derechos. La idea es amplificar voces y no apropiarse de ellas. Además, es primordial garantizar el reconocimiento intelectual y una remuneración económica justa por los servicios prestados, así como un trato igualitario, justo y transparente.

La participación comunitaria en todas las etapas del proceso en una asociación ética no solo es una cuestión de principios, sino que también resulta beneficiosa para las empresas. Por ejemplo, en el ámbito de las comunicaciones, contar con un especialista de primera mano, es decir, alguien de la propia comunidad, asegura una representación auténtica de esta, evitando caer en reproducciones erróneas o estereotipadas.

Finalmente, este caso de evidente apropiación cultural no se presenta como un hecho aislado, es más bien una manifestación de injusticias históricas que siguen afectando a comunidades en condición desigual. Es nuestra responsabilidad educarnos y estar alertas a las prácticas y discursos que perpetúan la colonialidad en nuestros tiempos modernos, pues estos no deberían pasar desapercibidos. Desde el sector en que nos desempeñemos, tenemos la posibilidad de mejorar nuestros entornos. Empresas, marcas y diseñadores tienen la oportunidad —y el deber— de generar un cambio ético y genuino; este compromiso no solo responde a una cuestión de justicia social, sino que también garantizará su relevancia y sostenibilidad a largo plazo.

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