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La Independencia: nuestro mito fundacional

“Ser libres exigía un nuevo soberano, independizado y emancipado del poder monárquico, no así para los españoles europeos que defendían los derechos de Fernando VII, muchos contrarios al absolutismo, quienes quizás no supieron interpretar las aspiraciones de representación política que exigían los españoles americanos”

Por GABRIEL MORALES ORDOSGOITTI (1)

La batalla por el relato se ha vuelto decisiva en la reflexión sobre lo que hemos llegado a ser como nación desde el triunfo sobre la Monarquía Hispánica en Ayacucho, el 9 de diciembre de 1824. Abrimos de nuevo el tiempo histórico desde una perspectiva civilizacional, para desplegar sus infinitas posibilidades de interpretación en el presente en disenso con los relatos aceptados durante doscientos años. Es imprescindible construir uno nuevo y someterlo al debate público. Por ello está pensado y escrito en el sujeto plural nosotros, con identidad cultural y nacional propia, como autores responsables de lo que hemos realizado, sin evadir la realidad pensándonos como víctimas de lo que otros han hecho contra nosotros.

Nuestro origen

Al inicio del siglo diecinueve nuestras élites criollas continuaron la conspiración contra la Monarquía Hispánica iniciada a finales del dieciocho, pero con mayor madurez política, fortaleza doctrinaria e influencia en la política, la economía, las instituciones y el estamento militar español. Ahora con más convicción, tras las revoluciones norteamericana, francesa y haitiana, movimiento telúrico que socavó la obediencia al Rey, transformando el descontento en organización, expresada en la rebeldía del 19 de abril de 1810, cuando se ofreció lealtad, pero condicionada a una adecuada representación soberana. Dedicaron años reuniendo fuerzas y fraguando los consensos para hacer su propia “Toma de la Bastilla”. Ese día llegó el 5 de julio de 1811 al proclamar la independencia, decretar la república y construir un ejército que asegurara el dominio de la Capitanía General para avanzar sobre el Virreinato de la Nueva Granada, objetivo logrado en 1821.

Como herederos culturales de esa gesta convertida en nuestro mito fundacional, estamos obligados históricamente a explicar y dar cuenta, tanto de los motivos reales de esa decisión trascendental como de sus resultados. ¿Se justificaba la secesión? ¿Podíamos ser realmente libres e independientes? ¿Estábamos preparados para ser una república? ¿Teníamos la fuerza suficiente para construirla y al tiempo hacerle una guerra al imperio que dividíamos? ¿Agotamos todos los recursos para evitarla? ¿Hicimos lo posible para unificar a los españoles americanos y peninsulares en torno a la unidad contra el absolutismo borbón y cambio en la forma de gobierno monárquico? 

En 1810 no éramos venezolanos sino españoles americanos, en diversidad étnica según el mestizaje, en la que los criollos descendientes de conquistadores gozaban de un estatus superior por su linaje y poder. Todos súbditos de un reino que durante trescientos años dio forma al nuevo mundo abriendo la puerta de la   modernidad a toda Europa. Un imperio organizado en provincias, virreinatos, capitanías generales y audiencias, diferente a los primeros asentamientos de quienes exploraron nuevas tierras y rutas marítimas, colonizaron y poblaron territorios desconocidos por los europeos (2). En pocas décadas se alcanzó en algunas capitales niveles de vida superiores al disfrutado, tanto en el centro de poder peninsular como en muchos reinos europeos; siguiendo la enseñanza de Roma, su civilización predecesora, dejó su huella construyendo un imperio en tres continentes (3).

Sin embargo, a nombre de la libertad y la república, tras muchos años en sedición secreta, sus descendientes iniciamos una guerra de secesión contra nuestros paisanos europeos. Nadie más tenía poder para tomar esa decisión. Ni los indígenas ni los africanos negros esclavizados ni los mestizos, salvo excepciones individuales, que conformaban la sociedad subalterna, participaron de esta decisión de ruptura y declaración bélica.

La secesión

La voluntad de ruptura estaba en los ánimos de las élites criollas, lo prueban los movimientos precursores y planes de la Sociedad Patriótica. Mencionaremos dos casos emblemáticos de nuestros prohombres, el Precursor y el Libertador. Francisco de Miranda, caraqueño español de origen canario, quien desde muy joven se convirtió en oficial de prestigio en el ejército imperial. Hombre de indudable liderazgo, a quien los avatares de su vida le convirtieron en revolucionario internacional cuyos planes contra la monarquía española eran una convicción personal por la que conspiró infructuosamente durante muchos años, tanto en el norte de América como en Europa, participando en la política local y en expediciones militares. Por su parte, el joven Simón Bolívar, caraqueño español de origen vasco, ya en 1805 había jurado en el Monte Sacro hacerle la guerra a España. Lo prueba también la misión que, en calidad de diputados de la Junta de Caracas, llega a Gran Bretaña en julio de 1810. Su objetivo no fue buscar apoyo para restituir a Fernando VII, sino solicitar la protección de Inglaterra, su mediación ante el Consejo de Regencia y apoyo militar para la defensa de la provincia, en la eventualidad de hostilidades contra los criollos, ofreciendo en compensación la apertura del comercio con ese imperio, en una visita diplomática en la que ayudó Miranda, residenciado en Londres. 

Lo demuestra el Acta de Independencia de 1811 que dio una versión inédita de la presencia española en América. En un inusitado discurso se construyó un relato de nación oprimida y una pertenencia identitaria inexistente, considerándonos un país dominado por la fuerza por más de tres siglos; además, asumiendo erróneamente que la nación española había quedado disuelta tras las abdicaciones de Bayona, que justificaba un inexorable destino como nueva nación independiente, apreciación política que la realidad desmintió (4).

Ser libres exigía un nuevo soberano, independizado y emancipado del poder monárquico, no así para los españoles europeos que defendían los derechos de Fernando VII, muchos contrarios al absolutismo, quienes quizás no supieron interpretar las aspiraciones de representación política que exigían los españoles americanos. Así lo reclamaron con firmeza los redactores del Acta de Independencia, pero detrás de reclamos justos, se trataba de una conjura largamente organizada, con intentos frustrados, que esperaba una oportunidad política como lo fue por azar la invasión napoleónica.

Separándonos, dejamos solos en la guerra contra el imperio francés a nuestros hermanos liberales y republicanos opositores del absolutismo que abogaban por una monarquía moderada, reanudando su larga lucha tras la vuelta de Fernando VII. Una ruptura con todo lo conocido hasta el momento, asumiendo como enemigo al imperio creado por la Monarquía Hispánica durante muchas generaciones y distintas casas reales, que nos había mantenido unidos y en paz en todas las provincias americanas.

En los relatos independentistas, la ideas libertad, soberanía y república son inseparables para transferir el poder a los representantes del pueblo. En nuestro caso, transformado en soberanía territorial con la creación de un nuevo demos que forma su propio Estado. En consecuencia, para hacer efectiva la transferencia de poder al nuevo soberano, distinto a como se lo plantearon las Juntas Patrióticas españolas peninsulares, se convierte a España en “gobierno extranjero” invasor, al que se exige la independencia que nos dará una nueva Patria, una nación en forma de república federal. Estos cimientos eidéticos inamovibles en las bases del encofrado de la nueva república sirvieron para justificar y legitimar una guerra civil secesionista, fratricida, entendida como guerra de liberación nacional, cuyo primer objetivo estratégico fue imponer con violencia a las provincias disidentes, para luego destruir los virreinatos (5). 

Así como nuestros ancestros conquistadores medievales, descendientes de los cristianos veteranos de las guerras contra los musulmanes, se lanzaron a la aventura transoceánica hacia lo desconocido, nuestros ancestros independentistas se jugaron el corazón al azar en la ruleta francesa y se los ganó la violencia. Se aventuraron a una guerra contra sus hermanos de sangre leales a la corona, españoles europeos y americanos, considerándolos como viles extranjeros opresores y traidores, para intentar suerte dirigiendo sus propios destinos, asumiendo la particularidad criolla como nuevo gentilicio. Una aventura bélica contra la Madre Patria con un discurso de odio que justificó la violencia en su contra, siendo étnica y culturalmente hispánicos o hijos directos de nativos españoles. Élites privilegiadas de la América Española que, como sus pares anglosajones del Norte, muchos eran esclavistas con deseos de ser libres para ejercer el dominio político exclusivo en sus territorios.

En el lado criollo no privó nuestra condición de españoles desde nuestra pertenencia civilizacional real, no se consideraron las implicaciones internacionales de la lucha entre imperios, ni el costo económico, social y cultural de una larga, cruenta y costosa guerra, tampoco las posibilidades de éxito para instaurar repúblicas independientes. Jamás estuvimos preparados con fuerza propia, ni tuvimos estrategias de alianzas americanas para una conducción política y militar coordinada continentalmente. Salvo en las proclamas, no existía ningún proyecto integrador americano común consensuado entre las élites criollas del continente que nos uniera en un destino compartido o para intentarlo con cierta posibilidad de éxito.

La pasión por la libertad y gobierno propio, a cualquier costo, nos impidió comprender que la fuerza y unidad de las distintas sociedades del mundo hispánico se sustentaba en la Monarquía Hispánica, ubicada en un territorio de menor extensión, como argumentamos con arrogancia, pero un poderosísimo factor de poder en el corazón de Europa extendido en tres continentes (6).  

Nuestra victoria

Cuando a la palabra mágica libertad le había llegado su hora y los europeos conquistaban libertades concretas, en la vida individual y política, nosotros ganábamos las guerras independentistas a nombre de la libertad. No obstante, las reflexiones bolivarianas del momento no expresaban la alegría de la victoria, sino la dolorosa frustración de uno de sus más conspicuos demiurgos, en una prosa que parece más el lamento por una derrota (7). Las antiguas provincias españolas, ahora repúblicas libres y soberanas, sin imperio ni rey, estaban en la miseria, endeudadas, divididas y, en el caso venezolano, devastada y despoblada. Miles de blancos españoles y criollos habían emigrado, destacados líderes de las élites más preparadas para dirigir las repúblicas habían muerto, los indígenas habían huido a las selvas y llanuras para esconderse, los negros seguían siendo esclavos y los libertos, junto a pobladores pobres cuyas familias pusieron su cuota de sangre, se buscaban la vida, huyendo de saqueadores de pueblos y caminos. Consolidada la independencia, fundamos la nueva república en 1830 dentro de las reducidas fronteras heredadas de la antigua Capitanía General, de la que ni conocíamos su extensión real, con una pérdida humana sobre la que aún se discute vergonzosamente si fue una cuarta parte o la mitad de la población. Una verdadera tragedia social, como el mismo Bolívar había informado.

Ganamos la guerra en el Virreinato de Nueva Granada y el Virreinato del Perú, al cual fracturamos tras la victoria en Ayacucho, desprendiéndole el inmenso territorio del Alto Perú, para crear Bolivia, una nueva nación, por lo que jamás nos han perdonado los peruanos. Luego la despojamos de otras tierras para anexarlas a Colombia, hechos que llevaron a ambos pueblos a nuevos enfrentamientos armados fronterizos, pero esta vez, entre peruanos y colombianos. Lo que como españoles americanos habíamos construido en un gran territorio que estuvo unido y en paz bajo la monarquía, lo convertimos en pequeñas y débiles naciones, enfrentadas entre sí por disputas territoriales y convulsionadas internamente por montoneras caudillistas, interminables guerras civiles durante todo el siglo XIX y hasta mediados del siglo XX, en algunos casos. Por supuesto, con un noble propósito convertido en un hermoso sueño de unión de todas las provincias españolas americanas en una gran nación republicana, que jamás llegó a ser porque era solo una ilusión, que ni siquiera intentamos seriamente unir previamente en torno a un proyecto independentista común.

Un sueño de grandeza expresado por Francisco de Miranda en la idea de crear Colombia, la grande, con su ingeniosa propuesta de monarquía constitucional continental, pero con un pronóstico negativo de esa posibilidad, paradójicamente previsto por quien luego de fracasar la llamada Primera República, apartó a Miranda y terminó siendo el indiscutible líder político y militar de la guerra independentista, convirtiéndose en nuestro Libertador y máximo héroe cultural. 

La interpretación de las independencias hispanoamericanas será un debate para siempre, porque son nuestro «mito fundacional», una idea socialmente viva, a la cual cuestionar desata odios. En nuestras «historias patrias» los relatos de esta guerra se han mantenido prácticamente inamovibles, hasta los críticos cuidaban el lenguaje para evitar el rechazo de los “salvaguardas” de la historia oficial, pero con el paso demoledor de la llamada revolución bolivariana, muchos autores han dicho que ya no es posible callar.

A doscientos años de Ayacucho, se justifica ética y políticamente interpelar esa etapa crucial de nuestra historia y revisarla, asumir nuestros fracasos y diseñar un futuro distinto sobre nuestra realidad civilizacional y lugar en el mundo. Este es el sentido de un nuevo relato, polémico sin duda alguna, porque hemos ayudado a construir una leyenda nefasta contra España y la Hispanidad, es decir, contra nosotros mismos. Debemos dejar de ocultar con recursos ideológicos el resultado societal final de una decisión política y militar que hace dos siglos contribuyó a fracturar a la civilización a la que pertenecemos y que debemos rescatar. 


Referencias

1 Miembro de Panhispania

2 Véase la reciente obra del escritor español que ha logrado hacer el vínculo histórico de la Civilización Hispánica: Alberto Gil Ibáñez: El Sacro Imperio Romano Hispánico. Editorial Sekotia. España. 2003.

3 “Es contrario al orden, imposible al gobierno de España, y funesto a la América, el que, teniendo ésta un territorio infinitamente más extenso, y una población incomparablemente más numerosa, dependa y esté sujeta a un ángulo peninsular del continente europeo.” Acta de la Independencia, párrafo 2.

4 Laureano Vallenilla Lanz: Cesarismo Democrático y Otros Textos, Caracas, Biblioteca Ayacucho.1991. Este autor es quien caracteriza por primera la guerra de independencia como guerra civil. Para una definición contemporánea de este concepto véase a Enrique González O.: “Nuestro ser histórico, social y multicultural en perspectiva venezolana y latinoamericana”. En: Revista de Teología. ITER-UCAB. N.º 32. Sep.-dic. 2003. Caracas. Pp. 107-150. 

 5 Preferimos usar el término Monarquía Hispana o Monarquía para definir al Estado de todos los pueblos hispánicos, aunque también a veces usamos el término común Imperio Español en el mismo sentido.

 6 Una de las más significativas fue su opinión expresada en la Carta de Simón Bolívar al General Juan José Flores de fecha el 9 de noviembre de 1830. 

 7 Manuel García Morente Idea de la Hispanidad. Conferencias pronunciadas en junio de 1938 en la Asociación de Amigos del Arte en Buenos Aires. Espasa – Calpe S.A. 1938. Edición digital en: Filosofía en español. www.filosofia.org.

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