Asedio a la embajada y otros males mayores
El asedio a la Embajada de Argentina en Caracas, donde se refugian nuestros compañeros y valientes héroes de la democracia Magalli Meda, Claudia Macero, Pedro Urruchurtu, Omar González, Humberto Villalobos y Fernando Martínez Mottola, personas del equipo estratégico de María Corina Machado, constituye una afrenta directa a las normas internacionales de protección diplomática. Este hecho, sumado a la sistemática violación de derechos humanos, evidenciada en el uso brutal de torturas que evocan escenas de películas de terror, desapariciones forzadas, abusos sexuales a menores en cautiverio y otros actos inhumanos que pueden calificarse como verdaderas monstruosidades, configura un panorama sombrío que trasciende a los asilados políticos. Estas prácticas no solo agravan la crisis humanitaria en Venezuela, sino que perpetúan la tensión internacional, poniendo en jaque los principios fundamentales de la dignidad y los derechos humanos universales.
Desde las elecciones en las que resultó ganador el embajador de carrera Edmundo González Urrutia, el régimen de Nicolás Maduro ha intensificado su estrategia represiva para perpetuarse en el poder. Tras el evidente fraude que arrebató la victoria al candidato opositor, la dictadura ha centrado sus esfuerzos en desmantelar el equipo cercano de María Corina Machado, líder de la oposición venezolana. A través de amenazas, detenciones arbitrarias y campañas de miedo, el régimen ha silenciado a líderes y activistas, dejando a quienes aún alzan su voz en una posición de vulnerabilidad extrema. En Venezuela, disentir se ha convertido en un delito no declarado, y el costo de la resistencia política puede ser la cárcel, el exilio o incluso la vida. En contraste, Maduro invita a Estados Unidos a negociar y manifiesta su disposición a colaborar en la lucha contra la delincuencia, bajo la insólita premisa de que en Venezuela ya no existen delitos porque, afirma, ha erradicado el crimen. Sin embargo, la realidad demuestra lo contrario: muchas de las bandas criminales originadas en el país operan ahora en diversas naciones de América Latina y Estados Unidos, causando estragos y asesinatos. Este discurso disonante parece reflejar un comportamiento psicológico perturbado, con características que podrían sugerir desconexión de la realidad, conductas contradictorias e incluso indicios de una grave inestabilidad emocional o mental.
El caso de Venezuela es inédito y no puede compararse con transiciones políticas previas, como las de Suráfrica o Chile, en las que se dio paso a procesos de reconciliación a través de negociaciones. En Venezuela no ha existido un proceso de diálogo genuino ni un acuerdo para una transición pacífica. Más bien, la situación actual recuerda a las atrocidades cometidas por los nazis contra los judíos y por los Jemeres Rojos en Camboya, donde la violencia sistemática fue dirigida contra toda una sociedad, eliminando a aquellos considerados enemigos del régimen. La brutalidad del régimen de Maduro ha sobrepasado los límites de la represión política, siendo más comparable a una persecución masiva que a una lucha por el poder en condiciones convencionales.
Lo que vive Venezuela hoy no es ajeno a las advertencias del pasado. Carlos Andrés Pérez, en una entrevista con Marcel Granier en 1998, había anticipado que, si Hugo Chávez llegaba al poder, Venezuela enfrentaría una dictadura o, en el peor de los casos, el preludio de un régimen aún más opresivo. Pérez auguró que «las cárceles se abrirían para los opositores o todo aquel que disintiera». Más de dos décadas después, ese vaticinio se ha cumplido con creces. Las prisiones están llenas de presos políticos, y el miedo se ha institucionalizado como herramienta de control social. Este ambiente sofocante no solo asfixia la vida de todos los venezolanos que no se encuentran “enchufados” a las bondades de la dictadura, sino que refuerza la percepción de un futuro incierto, donde la justicia parece cada vez más lejana.
La incursión de las fuerzas de seguridad del régimen en hogares cercanos a la embajada, con el propósito de intimidar y mortificar a los vecinos, revela un modus operandi que normaliza el uso del miedo como herramienta de control social. Estas acciones, claramente contrarias al derecho internacional y a la Convención de Viena sobre Relaciones Diplomáticas, evidencian un desprecio absoluto por las normas internacionales y los principios de soberanía e inmunidad que rigen las misiones diplomáticas.
Además, la falta de respuesta contundente de la Corte Penal Internacional (CPI) frente a las denuncias por crímenes de lesa humanidad perpetúa la impunidad. Desde detenciones arbitrarias hasta torturas, ejecuciones extrajudiciales y el uso del hambre como arma política, el régimen de Maduro ha consolidado un estado de sitio interno, exacerbando el éxodo masivo de más de 8 millones de venezolanos que buscan refugio en el extranjero. Esta diáspora no solo refleja el colapso interno del país, sino que impone una carga económica y social significativa sobre los países de acogida, como Colombia, Perú, Chile y España, que se esfuerzan por integrar a los migrantes. El asedio físico y psicológico del régimen tiene graves implicaciones para la estabilidad regional. La militarización de las fronteras, el involucramiento de actores internacionales como Rusia e Irán en el soporte logístico y económico del régimen, y la posible radicalización de grupos internos generan un cóctel explosivo. De no ser contrarrestadas estas tendencias, podrían surgir nuevas crisis, como el aumento del narcotráfico y la consolidación de Venezuela como un Estado fallido y como expresé en un artículo anterior: un polvorín en el Caribe.
¿Qué podría ocurrir? Sin una respuesta contundente por parte de la comunidad internacional, es probable que el régimen continúe consolidando su aparato represivo, ampliando su alcance más allá de los militantes políticos para abarcar a toda la sociedad. En este contexto, la pronta acción del fiscal Karim Khan se vuelve imprescindible.
Sin embargo, la creciente presión interna e internacional podría precipitar tres escenarios: una transición negociada liderada por sectores militares descontentos, un aumento de las tensiones sociales que derive en un colapso caótico del régimen o una intervención externa. Todas estas opciones implican riesgos altos, tanto para la población venezolana como para la estabilidad hemisférica.
La sociedad venezolana, oprimida, hambrienta y agotada por años de represión, no quiere que la dictadura de Nicolás Maduro se normalice mediante negociaciones. Aunque sectores preocupados por la falta de medicinas, comida y recursos básicos abogan por acuerdos que alivien sanciones con la promesa de mejores salarios y condiciones de vida, los venezolanos saben que estas concesiones solo enriquecerán aún más a quienes detentan el poder. Lo que el pueblo necesita no es una tregua con la tiranía, sino libertad. Con libertad, se abrirán las puertas a la ayuda humanitaria, los aeropuertos se llenarán de venezolanos que regresemos para reconstruir una nación que ha sido desmontada por el robo, el asesinato y la desidia. Solo así podrá saldarse la deuda histórica que comenzó en 1992, cuando el sobreseimiento a Hugo Chávez marcó el inicio de la impunidad que hoy carcome a Venezuela. La justicia no puede esperar más; es la única vía para sanar a un pueblo que exige redención.
La historia ha demostrado que los regímenes autoritarios eventualmente enfrentan el peso de la justicia. Sin embargo, mientras ese día llega, Venezuela permanece como un recordatorio del costo humano de la indiferencia internacional frente a un régimen que usa el miedo, el exilio y la violencia como armas de opresión.
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