Lo que la historia nos enseña sobre el concepto de ‘lentitud’: del estigma social a la acción revolucionaria
El historiador Laurent Vidal analiza en ‘Los lentos’ cómo esta categoría se ha utilizado como factor de control social y qué iniciativas pueden darle la vuelta
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Alonso Quijano vaga ensimismado por el campo en busca de su Dulcinea. Sueña con convertirse en un gran caballero andante y protagonizar aventuras, como los héroes de las novelas que ha leído hasta enloquecer. Como un caballero no se hace de la noche a la mañana, se toma su tiempo para elegir un nombre de guerra y, de paso, bautizar a su caballo. Emprende el viaje sin prisa, ignorando cualquier sentido práctico, deteniéndose para enfrentarse a unos gigantes que solo existen en su cabeza. Va despacio, aunque no para. Si tuviera que enfrentarse a una entrevista de trabajo, nadie lo contrataría. Ni ayer ni hoy se le consideraría un ciudadano ejemplar; más bien engrosaría las listas del paro.
La improductividad de don Quijote es inseparable de su naturaleza errante: “Los lentos son desplazados en un doble sentido, tanto espacial como social”, sostiene el historiador e investigador francés Laurent Vidal (1967) en su ensayo 'Los lentos. La resistencia a la aceleración de nuestro mundo del siglo XV a la actualidad' (2020; Errata naturae, 2024; trad. Teresa Lanero). “Ya sean hombres de poder o gente llana, todos son desplazados: llevan una vida errante o son emigrantes”, es decir, no están desempeñando la tarea que les corresponde en el sistema; se hallan fuera, física y simbólicamente, de su puesto.
El propio Miguel de Cervantes era un soldado desclasado que engendró su obra cumbre en la cárcel; la literatura, por lo general, se cuece a fuego lento, en un carril distinto al de la cadena de producción fabril. Y, sin embargo, la lentitud tiene mala fama. El asunto viene de lejos: Laurent Vidal propone un recorrido histórico desde el origen de la noción de lentitud hasta este presente en el que vivimos atropellados, siervos de un sistema que absorbe nuestra atención y penaliza al que se atreve a bajar el ritmo.
A diferencia de otras investigaciones recientes, enfocadas en el uso problemático de las nuevas tecnologías en la actualidad, 'Los lentos' parte de una dimensión histórico-cultural que pone de relieve que la “lentitud” no es una categoría neutra ni estanca, sino que son los seres humanos quienes le han atribuido unas determinadas connotaciones en función de sus intereses. Sirviéndose de diferentes tratados y algún que otro modelo literario, el autor analiza cómo la aceleración moderna responde a una estrategia de control social. Por suerte, hay luz al final del túnel: también han surgido iniciativas para dar una vuelta de tuerca a esa asignación despectiva y demostrar que la lentitud puede ser liberadora.
De cómo la lentitud se convirtió en estigma
La raíz latina lentus, en los textos de los naturalistas y poetas clásicos, se refería a “algo flexible, sin rigidez, blando”, a menudo del reino vegetal u otro tipo de material blando, líquido o viscoso. Era una cualidad que evocaba la armonía de un cuerpo no humano en su hábitat. En el siglo XIV, con el surgimiento de las lenguas romances, los documentos atestiguan nuevos significados, atribuidos al ser humano: debilidad, falta de velocidad o falta de valentía en la batalla. Una tendencia que irá a más en los siglos XVI y XVII, cuando se simplifica su uso en la acepción de “flojo”, falta de rapidez, lasitud.
Antes de eso, el cristianismo ya había definido la pereza como uno de sus siete pecados capitales, que los teólogos extendieron por la civilización cristiana en el siglo XIII. Esta noción de pereza no era un sinónimo de lentitud como tal, sino más bien de ociosidad o desgana; con todo, ambos significados terminaron confluyendo. Entre los animales que encarnan los pecados, el caracol se percibe como “un ser que, literalmente, se arrastra y de cuyo cuerpo blando y viscoso […] emana una baba que deja una estela a su paso”, de modo que el perezoso no solo es lento, sino que, además, ensucia.
En la Edad Media, en las comunidades religiosas, aplazar las tareas se entendía como una afrenta a Dios, un desperdicio de tiempo y recursos. Esta creencia que se extendió más allá de los monasterios. Los vagabundos y las mujeres que se asomaban al balcón, desatendiendo sus labores, eran reprobados. Este culto de la actividad funciona como fuente de enriquecimiento del reino, pues garantiza la reacción rápida en el intercambio económico, que va acompañada por la construcción de la “figura social de la eficacia: quien es rápido es eficaz desde un punto de vista social”, por consiguiente, “cualquier otra actitud o comportamiento se vuelve condenable porque, de alguna manera, atenta contra la humanidad”. Si antes faltaba a Dios, ahora lo hace al conjunto de la sociedad.
Como la eficacia se entiende como “humanidad completa”, su parte no domesticada se vincula a la pereza, la lentitud; de ahí que, tras la colonización, amerindios y africanos fueran tachados de vagos, libertinos, holgazanes, libidinosos o viciosos, lo que dio pie, al menos en parte, al sometimiento y la creencia en una “raza humana” superior). La lentitud representaba el desorden con respecto a la civilización occidental, la inutilidad socia. Cualquier individuo que la quebrantara resultaba amenazante, por lo que había que conminarlo a enderezarse (el Estado como educador-patrón para integrar al sujeto a su rueda de explotación) o apartarlo (discapacitados, indigentes, ancianos, enfermos…).
Con la industrialización, la aceleración aumentó: los avances técnicos, acompañados de un cientifismo que poco a poco ganaba terreno a la religión en el espacio ideológico, se tradujeron en una mayor productividad, además de fascinación por la maquinaria. “Como resultado de las innovaciones tecnológicas”, analiza Vidal, “el principio de aceleración se impone progresivamente como ritmo dominante en el mundo de la producción y los transportes, un ritmo que garantiza el progreso económico y la eficacia social”, hasta el punto de que, ya entrado el siglo XX, regímenes como el Tercer Reich castigaron con trabajos forzados a los deportados a los campos de concentración, para explotarlos antes de su exterminio. La rapidez y la eficacia formaban parte del ideario hitleriano.
La tecnología también propulsó la jornada cronometrada: inventos como el cronómetro o el reloj supusieron una “artifización del tiempo”, que “ejerce una fuerte presión sobre los trabajadores”. Citando a Norbert Elias, el autor recuerda que la noción de tiempo es un constructo humano, como los instrumentos empleados para medirlo (basta ver cómo los calendarios difieren en determinadas culturas). Su finalidad es coordinar e integrar a la población de forma más eficiente, en unas prácticas que se extienden fuera del lugar de trabajo (aunque siguen siendo colectivas, como las festividades); al final, el ser humano termina con su “vida cronometrada” también en la esfera privada.
El pueblo reclama su espacio
Fenómenos como el anarquismo y el movimiento obrero ponen de manifiesto las grietas de una Revolución Industrial que siguió explotando a los obreros y forzó la emigración del campo a la ciudad de muchos campesinos. No obstante, el triunfo de la técnica tuvo su contrapartida, a ojos del poder, en el despertar social de la clase trabajadora: “Como resultado de las transformaciones políticas (y su proceso acelerado), el pueblo proletario se impone como actor de los tiempos modernos”. Las formas en las que se hace oír son, para el autor, el primer síntoma de que la categoría de lentitud puede revertirse.
Frente al atractivo de los relojes y la maquinaria para el empresario, el trabajador los ve como objetos que constriñen “con brutalidad el entorno vital y laboral”. Manifestarse y hacer huelga son una “ruptura de ritmo” como protesta, una acción deliberada que nada tiene que ver con la pereza (es más, lo indigno es no participar, mostrarse apático). De este modo, interrumpiendo la actividad, el pueblo se hace valer para lograr mejoras de derechos, salario y horario. Tiene sentido que la rebelión surja en el entorno laboral: es ahí donde se siente más la presión y donde es más fácil organizarse de manera colectiva.
Con la creciente industria del entretenimiento, la ociosidad, en lugar de equipararse a no hacer nada, consiste en hacer actividades alternativas durante los periodos de descanso. “Bartleby no es quien no hace nada, sino quien un día sugiere la posibilidad de un ritmo diferente frente a una cadencia impuesta por la vida profesional moderna”, apunta Vidal a propósito del personaje de Herman Melville. “Esta búsqueda, silenciosa y confusa, lo conducirá a la muerte en su lugar de trabajo”. Pese al desarraigo, la existencia de voces discordantes, indicativas de un malestar, ya son un motivo de esperanza: si en otras ocasiones la masificación propició transformaciones, también puede lograrlo ahora.
Pone el ejemplo de las comunas que han intentado construir un estilo de vida al margen, aunque fracasaran como experimentos sociales. Más interesante es fijarse en el origen de géneros musicales como el jazz o la samba: de noche, cuando la burguesía se había ido de las salas, se tocaba otra música, más sensual, que incitaba a bailar pegados. Estos estilos surgieron entre los menos favorecidos como alternativas a las prescripciones de la clase dominante, y sin embargo con el tiempo se integraron en lo normativo; de ser tildados de vagos y maleantes, esos músicos comenzaron a recibir el aplauso en grandes teatros. Son un ejemplo de éxito popular: una práctica realizada durante el tiempo libre, sin reglas preestablecidas ni formación reglada, también puede contribuir al desarrollo del tejido social y cultural de una comunidad, y hasta de todo el planeta.
En la actualidad, el autor cree que el discurso, más que a la lentitud entendida como un sinónimo de explotación o colonización, se dirige hacia los “inútiles”; se impone una visión de la realidad dividida entre “gente que triunfa” y “gente que no hace nada”. En Occidente, con la asimilación de aquel modo de vida tan estadounidense del “hombre hecho a sí mismo”, lo peor de la lentitud es estar de brazos cruzados, no trabajar. Esto puede explicar la marginación de los parados, los jubilados, los enfermos crónicos, los inmigrantes sin regularizar o los menores de edad en la toma de decisiones políticas. También suelen ser sospechosos los artistas, por no tener una jornada laboral al uso; o quienes optan por trabajar a tiempo parcial para dedicarse más a la familia, como hacen todavía muchas mujeres tras ser madres.
Hoy también resulta clave el rol de los “exiliados, desplazados y otros emigrantes”, en el sentido de que, mientras se desplazan, mientras no desempeñan una función regulada por un estado, se considera que se encuentran en zonas de tránsito, a la espera; y, por lo tanto, se les considera inútiles para el sistema. En unas “sociedades obsesionadas por la movilidad y la instantaneidad”, argumenta Vidal, “cualquier inmovilidad se percibe como problema”. Algo parecido ocurre con el desplazamiento diario al lugar de trabajo, que ha conseguido que el propio empleado considere un problema, es decir, una pérdida de tiempo: el trayecto de ida y vuelta, los colapsos en carretera o cercanías, son algo que genera indignación, que se combate, que se debate en política. Cambiar esta percepción y aprender a disfrutar del viaje en sí mismo es fundamental para reconducir los principios de la sociedad.
Hacia una revolución lenta
Laurent Vidal no se resigna. Escribió este ensayo después de las manifestaciones de los chalecos amarillos en Francia, que le permitieron constatar cómo la acción organizada de la masa sigue teniendo repercusión. En concreto, destaca la nueva forma de protesta protagonizada por las mujeres, las trabajadoras precarias: a diferencia de las estrategias tradicionales de sabotaje como interrupción del ritmo fabril, luchan por mejorar sus condiciones de manera pacífica. Ellas, a su parecer, poseen otra concepción del tiempo, de la lentitud, relacionado con la biología –es decir, el cuerpo–, pero asimismo con el estilo de vida doméstico al que han sido relegadas a lo largo de la historia. Estas experiencias les hacen entender la noción de obligación en un contexto que no se limita al rendimiento económico, sino que abarca aspectos como la crianza y los cuidados.
El autor insiste en no encasillar el concepto en una sola categoría: “Solo se puede llegar a ellos [los lentos] con un esfuerzo mental, pues a primera vista resultan invisibles”. No encasillar, ni tampoco limitarnos a las viejas definiciones. El periodista canadiense Carl Honoré (1967), autor del long-seller 'Elogio de la lentitud' (2004), del que se cumplen justo veinte años de su publicación, señala que ser lento no significa hacer las cosas de forma parsimoniosa o exageradamente pausada, sino dedicar a cada tarea el tiempo que requiere, sin ir a contrarreloj, ni más ni menos. Esto, tan sencillo de anunciar, tan de sentido común, se topa con el problema de vivir en unos tiempos de aceleración e hiperestimulación en los que parece que las actividades pendientes no terminan nunca, que no podemos tomarnos nada con calma. Detenerse, bajar de la rueda, es una decisión, diríase, revolucionaria.
El otro inconveniente es que nos hemos acostumbrado a medir las acciones en términos de rentabilidad, o, en otras palabras, solo se otorga valor a lo que ofrende una ganancia económica. Y, como se promueve el cuanto más mejor, nunca parece suficiente, nunca se para la rueda. Lo más evidente son las pantallas con las que todos lidiamos a diario, pero el conflicto va más allá: los médicos protestan por no poder dedicar más tiempo por paciente; los profesores, por el ratio de las aulas y la rigidez del modelo educativo, con los perjuicios que conlleva en la atención personalizada a cada alumno y el desarrollo de habilidades como la creatividad. Coinciden en necesitar más tiempo lento, que no es tiempo perezoso, sino el tiempo justo para cada acción.
La literatura está llena de ejemplos de lentitud de cuyo valor nadie dudaría. Ulises tardó en regresar a su tierra, pero sin esos contratiempos no habría conocido mundo ni vivido tantas aventuras. A Penélope la espera no le cundió en términos productivos, pero dejó una lección de ingenio más duradera que un almacén de manufacturas. Robinson Crusoe, por su parte, no paró quieto…, pero porque se aburría. La falta de obligaciones o de un horario preestablecido no lo condenó al letargo infinito, sino que avivó su imaginación. Durante la pandemia, muchos aprovecharon para cultivar una afición que habían dejado de lado, potenciaron su vena artística e incluso cambiaron de profesión; aunque el simple hecho de disfrutar más ratos junto a los seres queridos puede ser ya una gratificación en sí misma.
Ojalá no hiciera falta llegar a una situación extrema para que todo eso tenga cabida en el día a día; he ahí el reto. El ensayo de Laurent Vidal propone un camino alternativo, una ruptura del ritmo dominante de la mano de la acción colectiva para hacerse oír, reclamar otros modos de producir, de estar, de convivir, sin que eso conlleve una vida al margen. Porque, aunque don Quijote fuera un visionario en su locura, quizá no sea deseable vivir a tiempo completo en ese estado. Tal vez el secreto lo tenga Sancho Panza, otro hombre “lento”, pero sin embargo práctico y despierto, alguien que aprecia las pequeñas alegrías cotidianas y que, como buen labriego, ha aprendido la virtud de la paciencia.